Palacio Piquinoti,casa de Pedro González Galindo |
¿Qué hacían las familias de solera de la villa ese años de 1612? Los sempiternos Rosillo, cuya memoria estaba garantizada en la capilla de la Iglesia de Santiago, seguían en guerra con todos y diluyendo su apellido en otras familias de más futuro como los Ortega. Su última guerra había sido con los Vázquez de Haro, antes de la crisis de 1600, por la capellanía de Tristán Pallarés, asociada a la olvidada capilla de San José de la Iglesia de Santiago (hoy simplemente de Pallarés). Los Haro, con sucesión femenina, en lo que era una condena para la época, habían sabido enlazar vía matrimonial con esos desconocidos que son los Tribaldos. Desconocidos hasta que aparece el doctor Fernández Tribaldos, fundador del Colegio de Manchegos de la Universidad de Alcalá, donde durante siglo y medio se formarán gran parte de las élites de la Manchuela conquense. Hoy, en el Archivo Histórico Nacional se conserva los expedientes de limpieza de sangre de estos jóvenes bachilleres: los Tribaldos, sustituido este apellido desde mediados de siglo XVII por el de sus sucesores los Lucas, y los de otros jóvenes de familias principales de la comarca. Pero no debemos olvidar, cuando consultemos cada uno de estos expedientes, en aquellos otros jóvenes que se les negaba la admisión en la Universidad de Alcalá de Henares, como Francisco de Astudillo Villamediana, obligados a ir a estudiar a Salamanca. Hasta allí llegarán las acusaciones de su raíz infecta de sangre judaica.
Mientras, los Oma, seguían alejados, es un decir, en Belmonte, bajo la protección del Marqués de Villena. No tardarán en volver, reforzados con nuevas alianzas familiares con los Conejero de Cuenca. Los Herreros, cuya memoria se mantiene en la capilla de San Antón de la Iglesia de Santiago, y en sus derrumbadas casas palacio de la villa de las que sólo quedan fachadas maltrechas y los escudos familiares con sus dos leones sujetando el caldero, se mantenían vivos en la villa: determinantes en la elección de alcaldes de la hermandad por el estado noble e imponiendo sus capitanes en las compañías de milicias. Pero la pequeña corte manchega, que es San Clemente, se les queda pequeña, sus ambiciones pasan por su presencia en los Consejos de Guerra y Hacienda de la Monarquía. Por su parte los Pacheco, divididos en tres ramas familiares, ven como Rodrigo Pacheco, el hijo del alférez mayor, intenta su proyección social más allá de la villa con un aventurado matrimonio con una pariente de los duques del Infantado de Guadalajara. El nieto de la saga honrará el apellido familiar como teniente general de las galeras de España.
Castillo de Santiago de la Torre |
¿Y los Castillo? De la mano de los Pacheco, nos hace olvidar la pervivencia de esa otra rama familiar de los Castillo y de la figura del jesuita Francisco Castillo e Inestrosa, que allá por 1613 mantenía firme y orgulloso su ascendencia judaica ante el Santo Oficio de Cuenca. Hombre de mundo, que debía conocer bien los entresijos de Roma, por su estancia allí en años pasados, y que ahora en San Clemente andaba en tratos con la pequeña comunidad de marranos o conversos portugueses existente en la villa. Y no hablamos sólo de aquel tendero llamado Simón Rodrigues, dedicado al trato de sedas y especias, sino de los que hacían tratos con los añinos de La Roda para proveer de materia prima a algún sombrero de Lisboa o de los Luises, esos enigmáticos hermanos, que habían establecido en el campo un pequeño fondaco de los portugueses, almacén desde donde debían comerciar y vender productos en toda la comarca... casas aisladas que estuvieron a punto de dar lugar a una nueva aldea.
Los Perona se han volcado con la ganadería a finales del quinientos. Han conseguido poder. Hasta el punto de plantarse ante Juan Pacheco, alférez mayor de la villa, en la defensa de la jurisdicción ordinaria de San Clemente. Su presencia es hasta tediosa en el ayuntamiento; les pasa lo que a los Ortega, que su apellido se repite insistentemente entre los nombres de los regidores de la villa. Ahora, los Perona, de pastores darán el salto a abogados de los Reales Consejos. Pero la actividad de estos letrados se centra en los negocios de San Clemente; a veces, más que abogados y de la compañía de otros, como el licenciado Villanueva o los Rosillo, parecen intrigantes siempre presentes allí donde hay polémica. Algo similar ocurre con los Ruiz Ángel, viven en estos años su reconocimiento social como familiares y notarios del Santo Oficio, pero esta familia siempre más apegada a lo terrenal, buscan la seguridad familiar del negocio como abastecedores de carnicerías. Acusadores de los Origüela y los Tébar hacia 1608, no dudarán aliarse con un converso como Astudillo veinticinco años después en el abasto de carnes y renegar de él poco después. Aunque si algo nos inquieta del apellido Ángel es qué hacía una familia milanesa desde fines del cuatrocientos en San Clemente.
Si algo marcará la historia de San Clemente ese año de 1612, será la irrupción con fuerza de dos hombres en la vida de la villa: don Rodrigo de Ortega y Francisco de Astudillo. Enemigos acérrimos y colaboradores necesarios cuando el interés eran común. No tendrán piedad con el arruinado Martín de Buedo Gomendio, apoderándose de su hacienda. Disputarán su poder en la villa, agasajándola con inolvidables octavas del Corpus. El triunfador a la larga será don Rodrigo de Ortega. Su triunfo es la victoria del terrateniente sobre el poder financiero de Astudillo; victoria del hidalgo que remonta, con sus sombras, sus orígenes a los primeros hidalgos de la conquista, sobre el advenedizo converso que reconstruye sus orígenes entre pobres hidalgos residentes bien en las montañas de Zamora bien en un pueblo de Guadalajara llamado Millana, cuando no entre pobres de Hellín cuyo pasado se niega o conversos del Castillo de Garcimuñoz de cuyo origen se reniega. Astudillo es un símbolo de la multiplicidad de orígenes de los vecinos de San Clemente que, en la riqueza de sus diversas procedencias, construyeron su pasado histórico común. Su derrota es el símbolo del fin de una sociedad cosmopolita. Los Astudillo, quizás por escapar de ese gueto de conversos donde vivían, que sus enemigos llamaban la calle de la Amargura, habían soñado con crear una zona de recreo ciudadana, diríamos hoy, en torno al espacio de la Celadilla. Un espacio de descanso y recreo, con sus bancos de piedra y su alameda. Las ilusiones familiares y de muchos vecinos serían destrozadas en 1641, igual que lo fueron los chopos, cortados a hachazos, y los bancos de piedra, salvajemente rotos a mazazos.
No nos podemos olvidar tampoco de los escribanos. Ante ellos pasan muchos de los tratos de los vecinos del pueblo y saben aprovecharse de ello en beneficio propio. Su sentimiento de grupo o corporativo es muy fuerte. Tanto que han constituido una cofradía propia unos pocos años antes: la de los Cuatro Evangelistas o de la Vera Cruz. Entre ellos destacan dos que harán fortuna y serán regidores del ayuntamiento sanclementino: Bartolomé de Celada y Miguel Sevillano. El segundo constituye saga familiar con sus hijos. Miguel y su hijo Juan darán fe de los acuerdos del concejo durante cuatro décadas, pero sobre todo, no lo olvidemos, serán uno de los principales agentes de la Monarquía en el corregimiento de las diecisiete villas para imponer su política centralizadora.
Mientras, otras familias claves en el espacio vital sanclementino en el último tercio del siglo XVI se deshacían. Los García Monteagudo, mantenían su presencia en la vida política del concejo, con Bautista, que casado con Catalina Ortega, pronto legaría su título y hacienda a los Ortega. Los Santacruz parecen renacer con el segundo matrimonio de doña Ana González Santacruz con Bernardo Ramírez de Oropesa, hombre de voluntad férrea y uno de los mayores ganaderos del pueblo. A su sombra se arrimará Francisco de Astudillo, aunque la principal beneficiaria será la familia Melgarejo; con uno de ellos, Tomás, había casado, para ser repudiada, Ángela, la hija de Francisco de Astudillo padre.
Otras familias se les ve presentes todavía en los albores del nuevo siglo, pero han perdido el empuje del siglo anterior. Tales son, por citar algunos, los Granero, los Alfaro, los Caballón, los Ávalos, o los Vala de Rey. Pero, quién se acuerda de aquel capitán Vala de Rey, que había luchado con el Duque de Alba en Flandes, si no es algún descendiente empeñado en recordar el pasado militar de una familia condecorada con cinco laureadas de San Fernando. Otros, como los Caballón, de intereses más mundanos, permanecen anónimos, pero recuperarán protagonismo a mediados de siglo como depositarios del dinero de la hacienda real. Esa es la historia de San Clemente, el honor y la reputación conviviendo con lo más mundano.
¿Y las familias hidalgas? Se ha dicho una y otra vez que San Clemente es tierra de hidalgos. Falso; ningún pueblo como éste ha puesto tantas cortapisas a los hombres por ver reconocida su hidalguía. San Clemente es más bien una tierra importadora de hidalgos. De hidalgos venidos de Vascongadas, como los Mondragón, los Oma y otros que como canteros, arquitectos o plateros vinieron a levantar sus edificios civiles, religiosos y todo su patrimonio artístico. La presencia de apellidos como Zuri, Obieta, Meztraitua o Zalbide se perderán en este siglo XVII, pero su legado renacentista pervivirá para siempre. De hidalgos judeoconversos procedentes del Castillo de Garcimuñoz, como los Castillo, los Piñán o los Origüela, que reconocida o no su hidalguía la hacen imponer a golpe de ejecutoria. Y sobre todo de hidalgos procedentes de Vara de Rey. Alarcón es cabeza reconocida de la Reconquista con justicia. Nos olvidamos de Vara de Rey. Nunca ha habido pueblo tan pequeño y que haya soportado tantas familias hidalgas en su escasa vecindad. ¿No será que estas familias hidalgas se ganaron su nobleza en el campo de batalla de la Reconquista de los siglos centrales del medievo? Montoya, Pérez de Oviedo, Ortega, Rosillo, Alarcón, Cuéllar, Granero, Buedo y un largo etcétera mantendrán con orgullo su casa solar en Vara del Rey o en la aldea de Pozoamargo. Ahora bien, la pureza de la sangre cuesta mantenerla sin dinero. Los Montoya se han mezclado con los Origüela en San Clemente y un Pérez de Oviedo casa con una hermana de Pedro González Galindo. Es curioso como los Montoya omnipresentes en los oficios públicos del quinientos ahora escogen el celibato en el seiscientos. La familia dará grandes predicadores y calificadores del Santo Oficio de la Inquisición.
Pero San Clemente no sólo importa hidalgos, también vendrán pecheros en busca de fortuna. Aquí llegarán los Rodríguez Garnica de Hellín (el segundo apellido de San Clemente les dará aceptación en la villa). Se les conocerá como los pelagatos, pero mal que les pese a las viejas familias sanclementinas, que no dudan en expulsar al regidor Francisco Rodríguez Garnica de la procesión de la virgen de Rus, la representación de la villa ante la Corte y los Reales Consejos recae en esta familia y sus parientes los Pérez de Tudela. Otros como los Cantero vienen de Iniesta y dejarán notar su presencia con la fuerte personalidad de doña Elvira Cantero. Pero los venidos de Iniesta siempre han provocado rechazo; no es la acusación de baja procedencia que pesa sobre los Rodríguez de Hellín, es la interesada acusación de judaísmo. Los Fernández, luego transformados en Astudillo, y los Guerra vienen de Sanabria en Zamora. Otros tienen una procedencia más cercana, tales los de la Osa de Barchín del Hoyo. Con ésta y otras villas comarcanas, la permeabilidad de San Clemente en el intercambio de vecinos es constante. La reconstrucción de la historia de San Clemente no es posible si no se enfoca desde una proyección regional, que rompe los límites del Obispado de Cuenca para adentrase en ese espacio más amplio del Marquesado de Villena.
Es la población pechera la que muestra la heterogeneidad de la villa de San Clemente. Algunos con apellidos comunes como García o López, que se adornan de ecos nobiliarios,transformados en apellidos compuestos como los García Monteagudo o los López de Garcilópez. Pero esta mayoría anónima, dotada de apellidos del común, y desde su trabajo de jornaleros, pastores, comerciantes, albañiles o artesanos, fue la que levantó y construyó en su abnegación y constancia el pueblo que conocemos. Algunos de ellos, como esa minoría de poco más de setenta familias moriscas, no tenían más apellido que el que se habían visto obligados a tomar de prestado. Criticados hasta la saciedad por el doctor Tébar por su escasa profesión religiosa, nadie hizo ascos en recibirlos cuando llegaron en el cambio de los años 1570 a 1571 para aportar los brazos que escaseaban para el pastoreo y la labranza que supliera a los jóvenes de la villa muertos en la rebelión de las Alpujarras. No se tendrá contemplación con ellos, ni la Inquisición en los cuarenta años que vivieron en la villa ni la Corona cuando llegue en 1609 la hora de expulsarlos.
A pesar de todo, en 1612, la sociedad sanclementina sigue siendo una sociedad abierta. Su Plaza Mayor, presidida por su imponente ayuntamiento, convertido desgraciadamente hoy en un almacén de anticuario repleto de cosas modernas, es un espacio que invita a todo el mundo. Hay que tener mucha imaginación para ver en ella la antigua casa familiar de los Herreros, pero el espacio cívico creado por el ayuntamiento, la Iglesia de Santiago o el edificio del pósito y carnicerías nos permiten recrear en nuestra fantasía aquellas espectaculares fiestas del Corpus, los tenderetes de los comerciantes que durante la feria de septiembre se levantaban en las calles aledañas, las representaciones de los comediantes o las fiestas de toros con sus toriles en la planta baja de la casa del concejo. Las fiestas y diversiones públicas eran sufragadas por un patriciado urbano que dominaba el poder local, su munificencia desinteresada no ocultaba su egoísmo interesado. Sus decisiones políticas cada vez estaban más alejadas del buen gobierno que simbolizan las figuras en relieve del friso corrido de la cornisa.
La representación del hombre que sujeta con fuerza en una mano una soga, expresión de la jurisdicción propia y del poder local de una villa orgullosa de sus libertades mientras que con la otra mano caída sujeta la gorra de quien, descubriéndose, sabe reconocer su subordinación a un poder superior, el de la corona, garante del bien de la república, ya no representa a los regidores que dentro de la sala del ayuntamiento ejercen un poder arbitrario; un patriciado tan egoísta en la paz como cobarde en la guerra.
Tan sólo el hombre renacentista, que con la espada en una mano y el libro en la otra, parece un símbolo para la esperanza y que nos recuerda el trasnochado ideal que don Quijote intenta revivir en su discurso de las letras y las armas. Es como si la villa de San Clemente no quisiera olvidar el espíritu cervantino que había sido la causa de su crecimiento y esplendor, que no es otro que el cada uno es hijo de sus obras.
Y, sin embargo, al igual que la Plaza Mayor empezó a cerrarse con los arcos que se levantaban, la sociedad sanclementina empezó a cerrarse y a perder dinamismo. Sobrevivió a la guerra de Granada, pero no superaría el agotador esfuerzo de las banderas que para la recluta de soldados se levantaban en la plaza desde finales de los años veinte ni la terrible sangría de jóvenes enviados a la guerra de Cataluña desde 1640, perseguidos de noche sin descanso por los campos con candiles, tal como hacía el corregidor Antonio Sevillano. Los patios renacentistas de las casas familiares fueron sustituidos por el recogimiento de la vida interior de las monjas del convento de San José y Santa Ana. Las casas palacio renacentistas, hechas a la medida del hombre, sustituidas por las casonas de los Oma o los Valdeguerrero, con grandes balconadas símbolo de su poder, pero cuya única condescendencia al exterior eran unos tímidos adornos rococós. Un Rodrigo de Ortega, llamado el rico, y símbolo en el quinientos de la nueva capa social de los labradores acomodados, ha sido sustituido por su descendiente del mismo nombre, convertido en señor de Villar de Cantos y Vara de Rey y, luego en la persona de sus sucesores, Marqués de Valdeguerrero. El nieto de Francisco de Astudillo, aparte de su título de Gentil Hombre de Boca de Su Majestad, es poco lo que aporta a la villa, acabando su herencia en manos de la Iglesia. Los sucesores de Pedro González Galindo terminarán huyendo de la villa, con la que acabarán metidos en pleitos interminables, convertidos en Condes de Villaleal, cambiando el nombre a una pequeña aldea llamada Carrascosilla de Huete con la que poco o nada tenían que ver. San Clemente ya no recuperará nunca el esplendor de antaño. Ni siquiera en el siglo XVIII, cuando todavía centro administrativo de la comarca, su poder es contestado por otros pueblos que, empujados por la pujanza del siglo, hacen ostentación de su independencia frente a la antigua cabeza de partido, convertidos en nuevas sedes de corregimientos.
Entre estos dos sanclementes, el abierto renacentista y el cerrado del barroco, hay un edificio anterior en el tiempo y que debería actuar en su permanencia como lazo de unión: el convento de San Francisco o de Nuestra Señora de Gracia.
Convento de Nuestra Sra. de Gracia (1) |
(Valga este artículo como breve bosquejo del San Clemente de comienzos del siglo XVII y como respetuosa denuncia del estado de abandono de algunos de sus edificios históricos)
(1) Imagen tomada de José García Sacristán
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ResponderEliminarLos estudios de Carmen Sanz Ayán le acercará a los Piquinoti y sus ramificaciones familiares. El apellido Galindo procede de Santa María del Campo, era la abuela de Pedro Gonzålez Galindo, del que cuidaría siendo niño y huérfano. La familia siempre reivindicó este apellido, mejor visto que el de Origüela, y que les emparentaba con familias como los Rosillo
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