El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)
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domingo, 9 de julio de 2017

Fray Julián de Arenas, guardián del convento de San Francisco de la Observancia de la villa de San Clemente

Fraile franciscano. Rembrandt
Corría el Corpus de 1719 cuando Fray Julián de Arenas subió al púlpito de la iglesia parroquial de Santiago de la villa de San Clemente. Con él se iniciaba el primero de los sermones de la octava del Corpus de ese año. El franciscano comenzó su discurso reconociendo la dificultad de articular palabra ante el esplendor del Santísimo Sacramento presente en el altar mayor. Era simple argucia para iniciar un discurso cuyas implicaciones teológicas provocarían un terremoto en la villa de San Clemente. Mudo se quedaba el fraile al igual que, tal como explicaba, mudo se quedó San Juan, cuando, junto a la Virgen María, a los pies de Cristo en la Cruz, escuchó de su boca el mulier ecce filius tuus ... ecce mater tua. ¡Y más le hubiera valido callarse! Pero no lo hizo, continuando con unos razonamientos teológicos que seguramente casi ninguno de los presentes entendía. Pero entre los feligreses aquel día había un carmelita descalzo que pronto se dio cuenta del peligroso zarzal donde se estaba metiendo el franciscano.

Apenas hacía cincuenta años que los carmelitas descalzos se habían instalado en la villa de San Clemente. En un principio dos o tres frailes carmelitas descalzos se habían instalado en la hospedería de monjas de la misma orden, administrándoles la confesión y demás sacramentos. Pero en agosto de 1670 los carmelitas consiguieron licencia del cabildo sanclementino para instalarse en la villa. El pueblo se dividió en dos sobre la conveniencia o no de un nuevo convento. A la cabeza de los opositores, los franciscanos observantes que se echaron literalmente a la calle para obtener los apoyos de los vecinos contra los carmelitas. Ya en 1662 habían conseguido evitar el traslado de los carmelitas calzados de la Alberca alegando la superabundancia de doctrina en la villa. Ahora, las razones eran bastante prosaicas: en la villa, empobrecida y necesitada, no había lugar para sustentar a dos conventos de frailes, y menos para un convento que no admitía la posesión de bienes raíces para su sustento (condición que pronto incumplirían, pues poseían tierras en la Alberca y huertas junto al convento de monjas carmelitas). El pueblo se dividió en dos. Las familias tradicionales, encabezadas por los regidores José Rosillo, Pedro de Oma, Bernardo de Oropesa y Francisco Pacheco, se opusieron a las pretensiones carmelitas; Francisco Caballón, Juan de Ortega, Antonio Sanz de los Herreros y otros dieron su voto favorable al establecimiento de la orden. Las razones declaradas de los opositores eran que había ya demasiado monje para tan escasa vecindad de 800 vecinos. Las razones profundas eran otras: los derechos de patronazgo y control que de hecho ejercían las viejas familias sobre los franciscanos, en cuyo estudio de gramática formaban a sus hijos, y cuyos conventos eran lugar de enterramiento de sus familiares. Recordemos que familias como los Pacheco tenían capilla propia en el el convento de monjas clarisas y que habían heredado el patronazgo de los Castillo sobre el ochavo del convento de Nuestra Señora de Gracia.

Los carmelitas ganarían la batalla en 1673, poniendo al año siguiente la primera piedra de su convento, que para 1687 ya estaba terminado y erigido. Los derrotados eran los franciscanos observantes que, llegados a la villa en 1503, vieron cómo se establecían nuevos rivales. Curiosamente el caballo de Troya de los carmelitas para introducirse en la villa había sido un fraile de la familia de los Pacheco, el padre Juan de Jesús María. Hecho poco significativo, pues los Pacheco andaban a la gresca entre ellos, divididos en tres ramas familiares, por la herencia del mayorazgo. La tensión entre los frailes es muestra de la tensión que se vivía en la villa de San Clemente, donde la decadencia del pueblo iba acompañada de una crisis social e institucional con las principales familias de la villa enfrentadas. Es en este contexto en el que produce en 1672 el asesinato de de Juan de Ortega y Agüero, de la rama santamarieña de esta familia, que ocupaba el alguacilazgo mayor de San Clemente. En el asesinato participaron Antonio de Oma y Villamediana y Juan Rosillo, entre otros. Las élites dirigentes del pueblo se recomponían a cuchilladas y la villa se deshacía con sus campos arruinados. Sobraban hidalgos y monjes y faltaban manos para el trabajo en el campo. Venían monjes y se iban agricultores. La transformación que se estaba produciendo era radical. Los orgullosos hidalgos sanclementinos, tan advenedizos como arruinados, se establecían en la calle Boteros. El poder compartido por cualquier advenedizo a la riqueza o persona talentosa, se cerraba ahora, anunciando el señorío de los Valdeguerrero y de los Oma. Los viñedos se arruinaban y con ellos los agricultores. El agricultor devenía en pobre,  endeudado, vendía sus tierras; la propiedad se concentraba en pocas manos. La ruina de la villa era la ruina de sus agricultores y artesanos, que cayendo en la pobreza pronto se convertirán en el lumpen,  transformados en el siglo XVIII en masa de jornaleros, proveerán de brazos para el campo al servicio de los nuevos amos, una nobleza regional, cuyos intereses y propiedades escapan de los límites de las villas. El proceso de transformación fue trágico en el reinado de Carlos II: masas de pobres en las villas más populosas del Marquesado, sin oficio ni beneficio, huían hacia el Reino de Valencia; surgían nuevas aldeas, las llamadas Casas, levantadas por esta masa depauperada que ofrecía sus brazos para cultivar unos campos abandonados. La pequeña corte manchega se rendía ante el campo, único remedio con sus frutos de la pobreza, pero propiedad de la tierra y trabajo se habían divorciado definitivamente. Es en esta situación de pobreza donde aparecen los carmelitas descalzos. En un principio simples confesores de monjas, ocuparon el espacio abandonado por los frailes franciscanos, que no era otro que el cuidado de una masa de pobres desvalidos y enfermos. Los carmelitas descalzos ayudaron a vertebrar una sociedad descompuesta por el hambre y la guerra, dirigiendo el proceso social que conducía a la conversión de los marginados en jornaleros al servicio de los Oma, Valdeguerrero o Melgarejo. Ni siquiera fueron conscientes estas élites de un proceso del que salieron como grandes beneficiarios. Daba igual: un Marqués de Valdeguerrero se presentará como vencedor de los campos de batalla, pero quien realmente había ganado era su antecesor Rodrigo de Ortega, sin necesidad de salir de su pueblo. La reconciliación del moribundo don Juan de Ortega con su asesino don Antonio de Oma Villamediana adquiere una simbología manifiesta.

Los franciscanos, que convirtieron su convento en estudio de gramática prestigioso, formaban a las familias sanclementinas de una sociedad abierta, pero en la medida que esta misma sociedad se cerró, se hizo más desigual y la permeabilidad entre los diferentes estratos sociales desapareció, la labor educativa franciscana se hizo innecesaria. Su educación devino en escolástica cada vez más incomprensible y, en lo que podía tener de inteligible, peligrosa, pues introducía cuñas en un orden mental muy cerrado. Había otra razón más: la labor educativa de los franciscanos en el siglo XVI se había visto sustituida por los jesuitas desde la fundación de su Colegio. Los franciscanos caminaban por los derroteros de la  marginalidad como lo hacía la sociedad sanclementina.

El convento de los frailes había nacido con el despertar del pueblo y con sus limosnas; pronto había sustituido como lugar predilecto de enterramiento para las familias a la iglesia de Santiago; la última voluntad de los sanclemetinos, aquéllos que podían, era enterrarse con el hábito y el cordón franciscano, y que una comitiva de observantes siguiera su ataúd. Encomendar las últimas voluntades y las donaciones a los franciscanos les daba demasiado poder y secretos para dominar la sociedad sanclementina. Con la rivalidad jesuita, el estudio de gramática franciscana se reconvierte en un centro de formación superior en artes, filosofía y teología. Cuanto más complejos se hacían sus estudios más se aislaba el convento del pueblo. Cuando hacia 1670 el convento se reforma, ningún vecino aporta un solo real de los 8.000 que vale la obra. Hasta su patrona, la Marquesa de Valera, se negará setenta años después a financiar las obras necesarias para su reconstrucción. Los otrora cuarenta monjes, ahora reducidos a la mitad, entablan pleitos con sus patrones e inician durante todo el siglo XVIII una andadura propia.

Es en este contexto, un convento aislado de los centros de poder, cuando se inicia el proceso inquisitorial contra el guardián del convento: Fray Julián de Arenas. La octava del Corpus era una fiesta, que salvo en algún pueblo, ha caído hoy en desuso en España; comenzaba el sábado siguiente al jueves del Corpus. El sermón de la noche del sábado marcaba el inicio de las fiestas, al que seguían representaciones religiosas de carácter alegórico y otras más profanas de carácter lúdico. El año de 1719, el sermón correspondió al guardián del convento de Nuestra Señora de Gracia. Fray Julián de Arenas hizo gala de la formación teológica de su orden y la suya propia, con fama de hombre sabio y docto, graduado por la Universidad de Salamanca. Ante el monumento eucarístico levantado en el altar el fraile reconoció quedarse sin palabras, tal como enmudecido se había quedado San Juan escuchando la Tercera de las Palabras de un Cristo agonizante en la Cruz.
a vista de Cristo sacramentado, los sentidos se entorpecen, los ojos ven y no ven, los oídos oyen y no oyen y la lengua habla y no habla
La parangone intencionada le llevó a la formulación de una proposición, que tal vez inadvertida para el público, no pasó inadvertida a los monjes carmelitas descalzos presentes en el coro:
la 1ª, citando a su doctor seráfico (San Damiano), que aquellas palabras Mulier ecce fillius tuus fueron efectivas y que hicieron en la realidad lo mismo que hacen estas: hoc est corpus meum; pasa a ser la susbtancia de pan substancia de Cristo, quedando solo los accidentes, así por virtud de aquellas Mulier ecce fillius tuus pasó realmente la substancia de Juan a ser substancia de Cristo, quedando solos los accidentes de Juan
La 2ª que mediante la transubstanciación que así mismo afirmó haber habido pasó San Juan a ser hijo natural de María  
Entre los presentes en el sermón estaba el carmelita descalzo fray Cristóbal de la Concepción, que el 24 de junio se presentó ante el Santo Oficio denunciando tales proposiciones heréticas tanto por su contenido como por sus consecuencias. A juicio del carmelita con la transubstanciación de Cristo en San Juan antes de morir y el reconocimiento de este último como hijo de María, se reconocía que la Virgen había tenido dos hijos naturales, Cristo y Juan. Escándalo doble, pues siendo España (y aún más la villa de San Clemente) como era en aquella época defensora del dogma de la Inmaculada Concepción, reconocía a San José como padre, ya no putativo de Cristo, sino natural de dos vástagos.

Tales disquisiciones teológicas eran ajenas al pueblo que asistió al sermón del Corpus sin enterarse mucho del contenido. Pero vigilantes en el coro estaban el citado fray Cristóbal de la Concepción, otro carmelita llamado fray Francisco de José y María y el padre Miguel Pérez, vicario de las religiosas trinitarias. En seguida se pusieron de acuerdo con el cura del pueblo para reconvenir al franciscano, encargando al vicario trinitario primero que se hiciera con el sermón y luego a don Gaspar Melgarejo la misión de conseguir del religioso que se retractara de sus palabras.

No cabe duda que el sermón de fray Julián pasó sin pena ni gloria ante unos feligreses que no entendieron palabra del mismo. Incluso el teniente de cura Alonso de Sevilla reconocía que San Pedro Damiano y el tema de la transubstanciación era algo incomprensible para él. Aunque también reconocía como los carmelitas aprovechaban sus momentos de relajo a la fresca por las noches para divagar sobre el sermón y encontrar nueva materia de acusación contra el franciscano. La suspicacia carmelita, una vez conseguido el sermón escrito, se encaminaba por denunciar asimismo, tras concienzudo análisis caligráfico, como el guardián había adulterado el texto del sermón para suavizar sus palabras. También tenía dudas don Gabriel Fernández de Contreras, cura del pueblo, sobre que el franciscano hubiera cometido herejía en sus palabras, pues similares proposiciones las había escuchado de joven en la universidad de Alcalá. Ya se encargaron los carmelitas de ganarse la opinión del cura mandando a convencerle a don Gaspar Melgarejo. El cura ya había llegado a un compromiso con el fraile para que retractándose con una corrección de términos salvara su honor y su autoridad. Era una corrección jurídica más que teológica, insinuada por la formación de jurista del cura, licenciado en Leyes por Alcalá. Justamente para eso había ido Gaspar Melgarejo a casa del cura, para recordarle que el tema iba a acabar en el Santo Oficio y allí tendría oportunidad de demostrar sus consejos de jurista.

Ante las dudas de los curas, los carmelitas no dudaron en buscar el apoyo de la sociedad civil de la época, y qué mejor apoyo que don Félix Manuel Pacheco de Mendoza, el cual en su declaración hizo un alarde de Teología que debió sorprender a los propios inquisidores. Advertía don Félix que la Iglesia no podía permitir la existencia de dos Santísimos Sacramentos. ¿Acaso habrían de comulgar los fieles con dos Hostias, una con el cuerpo de Cristo y otra con el de San Juan? Ni don Gaspar Melgarejo Ponce de León fue tan radical en sus afirmaciones. Sin duda, muy inferior intelectualmente a fray Julián, se dejó ganar en su opinión, pero pronto le pondrían en su sitio los carmelitas amenazándole si persistía en su actitud tibia con la excomunión.

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Las posturas eran entre carmelitas y franciscanos irreconciliables. La declaración de guerra era total. Fray Julián de Arenas, olvidando la actitud tibia de un principio se preparó para la confrontación. En el pueblo no había cabida ni coexistencia entre las dos órdenes. El guardián volvió provocadoramente a pronunciar otro sermón en el mismo término que el del Corpus el primer domingo de octubre en la parroquial de Santiago y, allí mismo, invitó a todo el pueblo, incluido sus enemigos a un nuevo sermón para el cuatro de octubre, celebración de San Francisco de Asís,, en el convento de Nuestra Señora de Gracia. Fray Julián de Arenas, se quitó la piel de cordero y lanzó toda el poder de su oratoria contra la comunidad carmelita
los delatores eran unos ignorantes, idiotas e imprudentes, nuevos teólogos y nuevas columnas de la Iglesia
Durus est hic sermo, añadió, dando a entender que sus enemigos carmelitas eran duros de mollera, burlándose de sus dotes intelectuales, comparándoles con el tonto del pueblo
miren señores, Agustinico, ese que va por las calles,a saber señor uno del todo fatuo, no hubiere hecho el reparo en cosa tan trivial y común
Es más, fray Julián se reivindicó a si mismo. Él, padre guardián del convento, era mucho hombre en aquel puesto para necesitar defender sus proposiciones con padrinos. Esta última palabra era clara afrenta a todos aquellos que habían firmado contra él, a los que acusó uno por uno:  a los consabidos carmelitas, añadió al rector de los jesuitas y a varios miembros de la sociedad civil, entre ellos a don Antonio Pacheco, al síndico Francisco López, al cirujano Antonio Martínez, a Custodio el boticario o a los licenciados Parra, Sevilla y Pedro Yuste. Los estratos medios de la comunidad sanclementinos, a la sombra del poder, se decantaban por los carmelitas.

Fray Cristóbal de la Concepción y su compañero fray Mateo del Espíritu, prior de la congregación, recordarían ahora un decreto de 9 de marzo de 1634, que castigaba a aquellos religiosos que injuriaren a otros miembros de comunidades religiosas. Respecto a las proposiciones heréticas, afirmaba que por más que los hombres doctos de la Iglesia habían filosofado sobre el mulier ecce filius tuus, esa divagaciones debían quedar en el seno de la Iglesia, pues expuestas ante un pueblo ignorante y analfabeto podrían dejar en muy mal lugar a San José, a la Virgen, al mismo Cristo y, en menor medida, a Zebedeo, tenido por padre natural de San Juan. En el fondo, lo que se estaba poniendo en cuestión era el dogma de la Inmaculada Concepción, que el mismo Vaticano solo reconocería en 1855, pero que España ya defendía a ultranza, aunque con la incredulidad de los franciscanos. Muestra de esta resistencia franciscana al dogma es que el Santo Oficio había condenado hacía poco a otro franciscano en Guadalajara por palabras similares a las de fray Julián. Pero sobre todo, el conflicto religioso tenía un fuerte matiz social. Fray Julián de Arenas denunciaba a los carmelitas por intentar suplantar la inteligencia del pueblo, cuya voz y pensamiento se arrogaban. Esa transubstanciación de la inteligencia del pueblo sí que era peligrosa, pues el mismo Cristo había bajado hasta el pueblo predicando en el lenguaje común de las parábolas.

Permítanme el atrevimiento, pero este fray Julián se adelantó con su discurso a esa obra maestra de la literatura universal, inserta en los Hermanos Karamazov de Dostoievski, que es La leyenda del Gran Inquisidor. Este es el gran debate. Fray Cristóbal de la Concepción asume el papel de Gran Inquisidor; Fray Julián de Arenas el de Jesucristo que vuelve de nuevo a la Tierra y ya no reconoce en su Iglesia la religión natural que siglos atrás predicó. Fray Cristóbal defiende que los pobres han de seguir siendo ignorantes, pues sapientes serían desgraciados e infelices. Fray Julián responderá a los carmelitas con el valor del silencio; al igual que Cristo fue mero espectador silencioso ante el discurso del Inquisidor dostoievskiano,  fray Julián permanecerá mudo ante el Santísimo Sacramento como mudo se quedó San Juan al escuchar la Tercera Palabra y mudo permanece el pueblo. La palabra obra en poder de los carmelitas, pero no es la inteligencia lo que han arrebatado al pueblo sino su ignorancia, reduciendo su saber a sus esquemas y arrebatándole el pensar por sí mismo. Por eso, los carmelitas se asemejan al Agustinico, aunque al menos el tonto del pueblo tiene ese don de la locura que le falta a los carmelitas y es motivo de diversión para los críos.

El debate del carmelita y del franciscano es de sustancia y no de meros accidentes, pues es un debate que tiene su raíz en la reafirmación del franciscano a no renunciar a su libertad. La libertad del fraile, como la de cada uno de los vecinos sanclementinos, no es renunciable en esos garantes del orden social que son los carmelitas. Fray Julián se queda solo, incluso es traicionado por un compañero de orden, fray Miguel Herrera, confesor de las clarisas. El rector de los jesuitas, el padre Juan Martínez Clavero, también se posiciona en su contra. Fray Julián los sabe. No en vano ha sido el jesuita el que con motivo del sermón del Corpus murmuró aquello de ¡vaya, nos han añadido un nuevo sacramento!, y posteriormente eso otro de dura, dura es la proposición. El guardián no se muerde la lengua y es contra el jesuita contra el que van las palabras de durus est hic sermo. El debate sube de nivel y el jesuita lo sabe, reconociendo la superioridad intelectual del franciscano. No discurro inteligencia en otro clérigo, que no sea usted, le dirá a fray Julián.

Hoy nos rendimos ante la valentía del padre Arenas. Emotivas resultan las palabras con las que comenzó su sermón en el convento de Nuestra Señora de Gracia, tras la lectura del Evangelio
es cierto tenía ánimo de asentar la mano y ensangrentarme, mas me han pedido que no me enoje y he de cumplir la palabra, que es fuerte rigor haber uno de venir a reñir y decirle esté templado
la moderación del sermón fue acompañada de un torbellino de citas de doctores de la Iglesia, pues en palabras del guardián con el calor de los libros se aprendía, que apabulló a los carmelitas descalzos
han perdido de su estimación, crédito y buena opinión los padres carmelitas, y más entre la gente común, que entre ellos se habla todo lo declarado como entre los primeros de esta villa
El sermón se pronunció en la Iglesia de San Francisco, la más querida por el pueblo, llena a rebosar por los vecinos de San Clemente, cuya voluntad supo ganarse el padre guardián. Así lo reconocía el vicario de las trinitarias, pues este sermón, sin poner en duda ningún dogma de fe, se había ganado al pueblo, ya que ponía en duda el mismo principio de autoridad. Muestra de que el debate había bajado al pueblo es que la discusión escapó del ámbito de la villa de San Clemente. Los carmelitas acudieron a buscar apoyos a la vecina Santa María del Campo, donde se encontraron con una respuesta no esperada del trinitario padre Alarcón
¿qué cuidado les da a ustedes que María Santísima tenga dos hijos naturales, por ventura han de sustentar a alguno?
Esto ya era inaceptable, del debate teológico se había pasado a la incredulidad. El pirronismo ganaba adeptos en tierras manchegas. Una ola de solidaridad se extendió en el pueblo en favor de Fray Julián y señalando a esos Judas de los carmelitas que delataban a un convecino. En su delirio, el franciscano había llegado a asumir el papel de Jesucristo; al igual que éste, cuando los judíos le pedían milagros, el padre Julián respondía a sus interlocutores tratándolos como gente depravada y adúltera. De los apoyos del franciscano entre el pueblo llano no cabe duda. Gabriel Díaz, de oficio labrador, no se mordió la lengua a la hora de defender al fraile ante el Santo Oficio
se alegró este testigo el oírlas (las proposiciones del fraile) por si alguno dándose por sentido, sacaba la cara a defenderla
Tales desacatos no podían quedar sin respuesta. Ya lo decía don Rodrigo de Ortega, principal de la villa, aseverando que hay cosas delicadas que no se pueden predicar desde el púlpito. El Santo Oficio mandó a Pedro de Losa, comisario de Minaya, a hacer averiguaciones  a la villa de San Clemente, informaciones que prepararon los cargos que el fiscal elevó a los Inquisidores contra fray Julián de Arenas. Los cargos tenían mucho de reflexión y justificación de la ortodoxia de la Fe católica. Debía quedar claro que en la Tercera Palabra de Cristo en la Cruz
constituyó Cristo a San Juan especial hijo adoptivo de María Santísima y a esta Señora su especial Madre adoptiva desde entonces para su asistencia y consuelo
Cristo era el único hijo de María, y de Dios Padre, acudiéndose a la autoridad de los Evangelios de San Mateo y San Lucas, que se referían a Cristo como el Unigénito. San Pedro Damiano hablaba de la relación entre San Juan y la Virgen como adopción maravillosa y perfectísima. Mantener que San Juan era hijo natural de la Virgen era caer en la herejía de los sacramentados. Se trajo a colación la autoridad de San Pablo, auténtico edificador de la Iglesia cristiana, a quien por simple cuestión cronológica, nadie podía acusar de ser hermano de Cristo,  y sus palabras vivo ego, iam non ego, vivit vero in me Christus.

La Inquisición se empleó a fondo para demostrar los errores heréticos de fray Julián de Arenas. La fundamentación teológica la hizo el jesuita Pedro Francisco de Ribera. Una defensa del misterio de la Eucaristía y de la Inmaculada Concepción, digna de estudio para teólogos. Indagando, aseveró que el franciscano había sacado sus proposiciones de fray Hortensio Félix Paravicino, pero yendo más allá que éste, pues fray Hortensio, arrepintiéndose de sus proposiciones, las había zanjado con un no digo yo tanto. Reinterpretó en sentido ortodoxo a Pedro Damiano y a Tomás de Buenaventura y concluyó pidiendo la excomunión de fray Julián de Arenas. Desconocemos la sentencia de los Inquisidores de Cuenca, allá por diciembre de 1726, aunque debió ser condenatoria. Pero sabemos que fray Julián no se rindió. Este hombre prosiguió su lucha particular durante nueve años más, hasta conseguir la suspensión de su causa en la Suprema de la Inquisición. El testarudo fraile, émulo de su maestro Jesucristo, no se resignó a la pasiva actitud del silencio, defendiendo en aquellos tiempos difíciles la libertad de conciencia y pensamiento.




Archivo Histórico Nacional, INQUISICIÓN, 1929, Exp.1.  Proceso de fe de Julián de Arenas. 1719-1726
TORRENTE PÉREZ, Diego. Documentos para la Historia de San Clemente. 1975. Tomo II, pp. 257-264

miércoles, 5 de julio de 2017

La bruja "Toruga" de San Clemente

Aquelarre. Grabado alemán del siglo XVI
María Martínez, alias la Toruga, era natural de Valverde de Júcar, pero tenía establecida vecindad en San Clemente, donde vivía con su marido Alvaro Mancheño. En 1767, tenía 29 años, cuando la Inquisición puso sus ojos en ella. La delación vino de un fraile carmelita descalzo llamado Fray Francisco de Santa Rosalía. Los carmelitas descalzos, llegados y establecidos en la villa, pronto se convirtieron en censores de la moral sanclementina. Al control de la moral unían su papel defensor de la ortodoxia religiosa. No era extraño verlos apostados en el coro de la Iglesia parroquial de Santiago en busca de potenciales víctimas, y en este juego, las más propiciatorias eran sus enemigos los franciscanos del convento de Nuestra Señora de Gracia. Que se lo digan si no a fray Julián Arenas, guardián del convento franciscano, que en 1719 con motivo de la octava del Corpus se explayó con un sermón en lo alto del púlpito, en el que poco a poco y metiéndose en materia acabó en disertación teológica tan imbricada para los pobres e ignorantes fieles como sospechosa para los carmelitas agazapados en el coro. El buen Julián Arenas intentando explicar las palabras de Cristo en la Cruz dirigidas a su madre, y en presencia de San Juan, mulier, ecce filius tuus, se acabó liando sobre la supuesta filiación de Cristo y San Juan como hermanos, hijos naturales de la Virgen, sin saber qué hacer con la paternidad de San José y, lo que fue más grave, enzarzándose con el Santísimo Sacramento y la transubstanciación, hoc est corpus meum, para llegar a la conclusión de la doble naturaleza humana y divina de San Juan, presente a su parecer también en la Hostia consagrada. Sobre estas desavenencias entre carmelitas descalzos y franciscanos volveremos algún día. Quizás cuando lleguemos a comprender qué hacía don Gaspar Melgarejo, prohombre de la villa, dirigiendo el sanedrín carmelita descalzo.

Pero ahora estamos en 1767 y las costumbres se han relajado bastante. La ortodoxia ya no se rompe en los púlpitos sino en las vivencias diarias de unos vecinos que gozan de la cotidianidad. En especial, la citada María Martínez Alcaide Zapata que tenía escandalizado y alborotado a todo el pueblo. Tras la delación del carmelita, la Inquisición decidió enviar la comisario de Sisante, José Lucas Moya, a indagar sobre los hechos. Las pesquisas del sisanteño, dada su impericia, vinieron a crear tal confusión en el caso y tal escándalo, que el Santo Oficio decidió retirarle el título de comisario. Mientras el affaire de la embaucadora María Martínez iba creciendo a la par que el escándalo causado.

Un nuevo comisario de la Inquisición fue mandado a San Clemente el 12 de junio de 1767 para que hiciera las averiguaciones necesarias sobre el caso, ajustándose a los cánones de la cartilla con la que iban provistos los comisarios del Santo Oficio. Se trataba del cura de Honrubia, José Galindo, que se puso manos a la obra en su cometido de un modo ordenado. Primero tratando de demostrar que la susodicha era una mala mujer, luego buscando la acusación de brujería.

María Martínez era una joven viva y resuelta, casada con un jornalero del campo, desconocía las normas más elementales del recato y la buena educación. Simplemente actuaba con la naturalidad de una moza que olvidaba la convenciones sociales exigibles a una mujer casada. Sus vecinos de barrio no ahorraban epítetos para definirla: mujer ordinaria y con reputación de libre y  llevar mala vida. Tan solo el panadero, que parecía tener algo que ocultar, mantuvo la discreción. Mientras sus vecinos despotricaban, María Martínez esperaba en la cárcel de la villa, donde se hallaba por orden del alcalde mayor. De la cárcel había intentado sacarla el citado comisario sisanteño, alegando el fuero privativo del Santo Oficio e incapaz de comprender que el caso de María escapaba de jurisdicciones especiales y afectaba a la moral y buen nombre de la sociedad sanclementina.

A la acusación de mala mujer, pronto siguió la de maléfica, es decir, en el lenguaje inquisitorial, sinónimo de bruja. La acusación como no podía ser menos venía de un religioso, esta vez franciscano, que acusaba a María de pacto expreso con el diablo. Al franciscano, siguió en las acusaciones el boticario del pueblo, que dadas las ocupaciones de María, iban contra una rival directa en el oficio. El boticario decía haber visto en casa de la reo, un arca con castañas, cuyas propiedades mágicas y curativas eran el vademécum de cualquier bruja que se preciase, y una olla donde María preparaba sus potajes. No faltaba pues detalle en las acusaciones que no fuera encaminada a encajar a María dentro del Malleus Malleficarum.

Poco importaba que en el registro ocular de la casa de la madre de María se comprobara que el arca solo contenía cartas, recibos de misa y algunas piedras falsas; bisutería de la época para satisfacer la coquetería de una mujer joven de 29 años. Si es que con esa edad se podía llamar joven a una mujer de la época, pues por entonces ya tenía dos hijas de tres y nueve años. Su marido, incapaz de afrontar la situación, había muerto el 9 de septiembre. Pero las envidias en el pueblo contaban más que la piedad personal. Por eso para el 20 de octubre María se encontraba en las cárceles inquisitoriales de Cuenca, respondiendo a unos interrogatorios, donde dejó muestras, como no podía ser menos en una mujer iletrada, de sus lagunas en doctrina cristiana. La misma naturalidad y simpleza con la que defendía su credo era motivo de nuevas acusaciones
solo a Dios he adorado, a María Santísima y a los Santos del Cielo, pero no al demonio ni he usado de maleficios, que es cierto que estando una noche...
Esa última frase significaba el reconocimiento de su culpa. Como cualquier reo inquisitorial, desconocedor de los cargos y testigos acusadores, acababa acusándose de culpas en situaciones fuera de contexto. María también lo hizo. Reconoció su amistad con la mujer de Francisco Olivares. Acostadas en la misma cama se contaban sus confidencias, que, inocentes en su confesión, adquirían una veste demoniaca a ojos de los inquisidores. Reconocía María echar mal de ojo a una vecina suya y enemiga declarada, llamada la Cantarrola, que quizás había sabido desmarcarse a tiempo, junto a un tal Manuel Cerilo, de sus viejas andanzas con María la Toruga . Sin duda, mal de amores venidos de la rivalidad, pues la conversación con la mujer de Olivares se había deslizado a la rumorología popular que aseguraba que a los hombres adúlteros se les caía su miembro viril.  Bravucona como era María se atribuyó la capacidad maléfica de dejar capados a unos cuantos hombres del pueblo. Asustada la mujer de Olivares aseguró ante María que no había quién le quitara el miembro a su marido. Parecer del que eran el resto de mujeres del pueblo.

La fama maléfica de María, una mujer extranjera en el pueblo, se fue agrandando. María Antonia García, mujer de Pedro Plaza, atribuía a María el poder de quitar la vida a cualquier persona los días impares del calendario y de celebrar aquelarres junto a otras brujas de Valera y Valverde. Los aquelarres contaban con la presencia del Diablo y la sumisión de las concurrentes que le besaban las partes impúdicas. Tal vez porque era el mismo demonio el que les concedía la posibilidad de teletransportarse durante dos horas hasta tierras murcianas a por unas ricas naranjas levantinas.

María Martínez, mujer espabilada donde las hubiera, pronto aplicó las enseñanzas del diablo y ofreció sus dotes mágicas para teletransportar a un armero llamado Manuel Rubio hasta el Campo de Criptana. Se lo había pedido el zapatero Rejas, que pagó 36 reales por el vuelo del armero. Tan sorprendente vuelo escondía las argucias de María para venderle al zapatero sus servicios de alcahueta un viernes de Cuaresma para conquistar a la mujer del armero, Catalina Sepúlveda de 26 años, por la que andaba perdidamente enamorado el mencionado Rejas.

Si era poco creíble su capacidad para amputar miembros viriles, al menos no faltaba quien acusara a la alcahueta de su infertilidad y justificar así su impotencia ante los demás. Tal era un soldado del regimiento de Villaviciosa que acusaba a María de haberle privado del semen para la generación. Bien sabía nuestra Toruga usar y abusar de la ignorancia ajena, ofreciéndose a curar males ajenos como el reumatismo con sus bálsamos mezcla de manteca, aceites y, por supuesto, algún sapo.

No faltó en el pueblo quien defendiera a la Toruga, presentándola como una mujer ignorante, cuyas malas artes debían más a la escuela de la vida que a las enseñanzas del diablo; cuyo mayor delito había sido apropiarse de un guardapiés de la Cantarrola, en pago por los chocolates que le preparaba para aliviar sus males,  así como haberle dado un buen bofetón, sin duda merecido, al sinvergüenza de Manuel Cerilo. Actitud agresiva hacia Cerilo que contrastaba con la afabilidad que recibía en su casa a Francisco Olivares.


Archivo Histórico Nacional, INQUISICIÓN, 3735, Exp. 114. María Martínez, alias la Toruga. 1767

miércoles, 12 de octubre de 2016

Los Vargas y el crimen en el Villarrobledo de 1611 (II)

El proceso por la muerte de Catalina Martínez fue llevado en primera instancia por los alcaldes ordinarios de Villarrobledo Antonio Moreno de Palacios y Bartolomé Gómez Ortiz. Las primeras pesquisas ratificaban las complicidades de Juan García de Vargas que, después del asesinato había estado escondido en casa de varios vecinos del pueblo, entre ellos su cuñado Gregorio Millán, su concuñado Mateo Díaz sastre, el batanero Pedro Martínez y el tundidor Cristóbal Coronado. Todos ellos huyeron y contra todos ellos los alcaldes ordinarios emitieron órdenes de prisión.

Fue una mujer, Catalina López, quien con su testimonio implicaría a Ginés de Haro Cueva, familiar del Santo Oficio de la villa de San Clemente*. En la casa de Ginés servía como ama María de Vargas, la madre de Juan y viuda del pintor Cristóbal García; en esta casa se había refugiado el asesino tres semanas antes de cometer el crimen. Juan había mantenido una conversación con Catalina López en la que reconocía su voluntad de matar a Catalina y a su hermano el escribano Francisco Rodríguez. Pero la palabra de Catalina López, una expresidiaria valía muy poco y no era creíble. A pesar de que Francisco Rodríguez fue avisado de las aviesas intenciones y las comunicó a su hermana y de que los bandoleros andaluces fueron vistos por un mesón del pueblo propiedad de Baltasar Ortiz, Catalina Martínez volvió con su marido poco antes del crimen, quizás por los buenos sentimientos que albergaba hacia él o simplemente por la debida obediencia que la mujer debía al esposo; obediencia impregnada en el pensamiento de la época de resignación cristiana, tal como reconocía Catalina en sus palabras: no sé lo que se tiene en su coraçón, yo estoy confiada en la Virgen de los Ángeles, que en su bendito día me junte con él con buen pecho e para seruir a Dios y ella me a de librar. 

Aunque no todos en el pueblo tenían de Catalina una imagen de mojigata y buena cristiana. Algunas habladurías del pueblo, de las que se hacía eco el alguacil Alonso Pérez, contaban que la ruptura del matrimonio hacía cuatro o cinco años fue causada por la mujer que había cometido adulterio con un vecino llamado Juan Parra. Ante el escarnio público, Juan García Vargas había abandonado el hogar familiar y después de errar por Andalucía, había sentado cabeza en Zahara. A principios de julio de 1611 había vuelto a su tierra a recomponer su vida y después de unos días en casas de familiares, primero en casa de su hermana tres o cuatro días y luego en casa de su madre en San Clemente otros doce días y otros tantos en la feria de Villanueva de los Infantes, el primero de agosto había vuelto al hogar hasta el desenlace fatal de tres días después.

¿Cuál era el verdadero rostro de Catalina Martínez de Arce? Su matrimonio con Juan García Vargas era su tercer matrimonio; de sus dos matrimonios anteriores había enviudado: tanto del primero con Diego Martínez, vecino del Bonillo. como del segundo con el escribano Miguel Fernández, vecino de Villarrobledo. Que en el concierto de estos matrimonios debía estar Francisco Rodríguez de Arce es muy plausible, pues aparte del segundo marido, el tercero, nuestro Juan García de Vargas, también era escribano. Aunque Francisco Rodríguez negaba la concertación en este matrimonio,  era evidente que el interés importaba más que el amor o al menos de eso acusaba Francisco Rodríguez a su cuñado que había llegado al matrimonio no solo por la buena fama de su mujer sino por poseer gran cantidad de bienes muebles e rrayzes que tenía con promesas e halagos e otros tratos la atrajo a que se casase con él contra la voluntad de todos sus parientes. Catalina Martínez era una viuda rica codiciada por casamenteros, favorecida por la muerte de sus dos primeros maridos y con una amplia hacienda repartida entre el Bonillo y Villarrobledo (unas casas principales en la primera villa y bienes muebles por valor de 5.000 reales en la segunda). Esa era la visión de Francisco Rodríguez, que denunciaba el papel de su hermana en el matrimonio como la de una víctima, aunque consideraba que los ataques iban contra él. Francisco Rodríguez recordaba el pretendido caso de adulterio de Juan Parra con su hermana para denunciarlo como una trama organizada por sus enemigos, donde además de los Vargas estaban implicados otros amigos de esta familia como el alcalde Isidro Merchante y el escribano Alonso Ramírez, para dar fe del escándalo, que se habían presentado en el domicilio pillando juntos a Juan Parra y Catalina. La adúltera sería conducida a prisión donde permanecería ocho meses hasta confesar, vería embargados parte de sus bienes por valor de 500 ducados que acabarían en manos de Gregorio Millán, el cuñado de Juan García Vargas y solo conseguiría la libertad después del arreglo que le procuró su hermano. El marido de Catalina, Juan García de Vargas, que tenía bastante que callar, pues mantenía relaciones con otra viuda de nombre Isabel de Espinosa, retiraría la querella por adulterio, abandonaría la villa y a cambio el escribano Francisco Rodríguez de Arce le procuraba 1.000 reales. A partir de aquí comienza el periplo de Juan García de Vargas, que según la versión de Francisco Rodríguez, se asienta en Zahara, presentándose como hombre soltero y consiguiendo los favores de una mujer del lugar, conocida por el intachable nombre de doña Mariana la discreta. A pesar de su discreción doña Mariana, otra viuda rica, quedó preñada, para gran escándalo de una familia conocida por su buena fama y hacienda en la villa de Zahara. Como era costumbre en estos casos, y después de comprender lo inútil de mantenerlo preso durante seis meses en la cárcel o de enviarlo a galeras y de que el honor familiar solo se limpiaba con el matrimonio, que en esta situación exigía la muerte de la esposa legal. Así volvería Juan García de Vargas en abril de 1611 desde Zahara con los dos bandoleros y alojándose en Villarrobledo en casa de su hermana María y en San Clemente en casa de Ginés de Haro, intentaría matar a su mujer, aunque previamente se exigía asesinar a su hermano el escribano que desconfiaba de su presencia. El fracaso de este primer plan, llevó a Juan García de Vargas a presentarse de nuevo el mes de julio, esta vez como el marido arrepentido vuelto al hogar conyugal para rehacer con su mujer una vida cristiana, en el sentido literal de la palabra, pues no era raro ver a Juan García de Vargas esos tres primeros días de agosto rezando con un rosario en sus manos. Previamente se intentó vencer las resistencias del desconfiado Francisco Rodríguez con una inventada carta de arrepentimiento procedente de Socuéllamos y la intervención de algunos vecinos que abogaban por la reconciliación del matrimonio, entre ellos el batanero Pedro Martínez y el mayordomo del pósito Alonso Valero. Así hasta la noche del crimen que con el subterfugio de buscar un candil en la bodega de la casa, Juan García de Vargas había conducido a Catalina hasta la mencionada bodega, donde le aguardaban para matarla los dos bandoleros (en realidad uno de ellos era un criado de doña Mariana y el otro el propio Juan García de Vargas) y Gregorio Millán. Cometido el crimen Juan García de Vargas había acudido a Zahara para casarse con doña Mariana; dejaba tras de sí el cadáver de su mujer ensangrentado y semidesnudo con una camisa, unas calzas y unos zapatos y olvidados sus pocos objetos personales, testimonio de su oficio de escribano: unos papeles y un libro de prácticas de escribano.

Huidos los asesinos, el juez  Casillas ordenó la prisión de sus colaboradores y encubridores. Entre ellos, Gregorio Millán, Cristóbal Coronado en Villarrobledo, en Villarrobledo, y Ginés de Haro y María Vargas en San Clemente. Los dos últimos habían huido cuando llegó el alguacil Martín Mondragón, que se tuvo que conformar con recibir la noticia de la huida de boca de la criada Ana Rodríguez y el embargo de los bienes de Ginés. Del detalle de estos bienes, nos aparece la parquedad de la existencia vital de las personas en aquella época: seis sillas de nogal, un banco y una mesa de pino, una cama con su ropa y cortinaje, dos cofres herrados y un arca y dos paños azules. Era de más valor el embargo de diecisiete tinajas conteniendo cuatrocientas arrobas de vino, testimonio de la fuente de ingresos del familiar del Santo Oficio. Las malas relaciones entre Villarrobledo y San Clemente se manifestaron en los obstáculos de la comisión del alguacil Martín Mondragón. Ginés de Haro había encontrado acogida en la iglesia de San Sebastián para evitar a la justicia; en la subasta posterior de su bienes, a pesar de la concurrida asistencia de personas en la plaza del Ayuntamiento no se hizo postura alguna, teniendo que conformarse el alguacil con confiscar los dos paños azules, lo más llevadero, para pago de su salario. Huidos los principales actores villarrobletanos, las actuaciones del juez Casillas fueron obsesivamente contra Ginés de Haro, que por precaución había huido a Murcia. El auto del juez para el embargo de todos los bienes del familiar no llegaría a ejecutarse pues el pleito derivó a un conflicto de competencias entre el juez de comisión y la Inquisición. Esta derivación era intencionada, la Inquisición no entendió del pleito, pero Ginés de Haro consiguió dejar en un punto muerto con sus recursos al tribunal de Cuenca los autos del juez de comisión. Dicha comisión, a pesar de que se prorrogó por veinte días más, no llegó a acabar los autos y el caso quedaría por resolver. Es de suponer, que finalizado el plazo de la comisión, el juez Casillas, volvería a la corte, Ginés de Haro a San Clemente, Francisco Rodríguez de Arce obtuvo poca o ninguna compensación económica de la muerte de su hermana (pedía 1.600 ducados, que al fin y al cabo de dinero es de lo que se trataba); sobre la viuda María de Vargas no sabemos nada de su destino, pero había tenido la astucia de vender la mayor parte de los bienes de su hijo, que huido es de sospechar que rehizo su vida con doña Mariana la discreta.

Los autos judiciales nos muestran al escribano Francisco Rodríguez, contra lo que pudiera parecer, carente de rencor u odio. Francisco Rodríguez nos aparece como un hombre bastante frío, sabedor del peligro que para su vida supone Juan García de Vargas, pero lo considera un vecino más, compañero de gremio, con el que siempre es posible un arreglo. Evita el trato directo con él, pero mantiene la comunicación a través de intermediarios. Intenta un arreglo ofreciéndole cualquiera de la escribanías de El Bonillo, Lezuza o Peñas de San Pedro, pero Juan lo rechaza. Se vale de Mateo Díaz, para que durante ocho días de julio mantenga contactos con Juan en la feria de Villanueva de los Infantes, donde se encuentra. Del expediente judicial se entrevé que Villarrobledo en esta época mantiene una relación distante con San Clemente (y tirante como hemos estudiado en otro sitio) y se vuelca hacia los pueblos de lo que hoy es provincia de Ciudad Real, como Socuéllamos y Villanueva de los Infantes, más lejano, pero con una importante feria el 25 de julio. Incluso tiene la vista más allá: cuando Juan García de Vargas abandona el pueblo, acude a Sevilla. La razón es es que en esta ciudad hay una importante comunidad villarrobletana, entre los cuales intentan indagar los familiares de doña Mariana la discreta los lazos familiares de Juan. Los referidos Mateo Díaz, sastre, y el tundidor Cristóbal Coronado o el boticario Baltasar Moreno viajaban a menudo a Sevilla por negocios. La principal entrada al pueblo era el camino de Socuéllamos a Villarrobledo, que estaría muy transitado y la venta de Baltasar Ortiz debía ser un lugar muy concurrido.

Se nos presenta toda esta trama como un enredo de escribanos y de gente relacionada con el negocio de la lana: bataneros, cardadores, tundidores y sastres. No es casualidad, es más que probable que los negocios y escrituras del oficio del escribano Francisco Rodríguez de Arce se moviera en estos ambientes. Cuando una noche de agosto, Juan García de Vargas, ya juntado con Catalina, se presenta en casa del escribano Francisco Rodríguez, éste redacta unas ejecuciones por impagos de transacciones entre estos personajes. Juan García de Vargas quiere integrarse en ese mundo con su matrimonio, pero parece que este hijo de pintor tenía más dotes como don Juan que como redactor de testimonios notariales. El pleito derivó hacia la petición de responsabilidades en San Clemente; no es casualidad. Villarrobledo mantenía un enconado pleito con San Clemente, no tanto por su exención del corregimiento, como por el respeto de la primera instancia, y por la aportación de soldados de milicia. Muestra de la rivalidad entre ambas villas fue el encarcelamiento del alcalde mayor, doctor Vázquez, y tres alguaciles enviados desde San Clemente unos meses antes. Villarrobledo vivía una declinación irremediable; a las escasas cosechas de comienzos de siglo, se unían ahora otras de suma abundancia en todo el Reino; el trigo villarrobletano no encontraba salida por los precios tan bajos (tal como se reconoce el expediente); San Clemente era el polo opuesto, ser cabeza política del corregimiento le procuró ventajas suficientes para convertirse en centro de actividades diversas y mantener un renacer económico que se prolongó en el primer tercio del siglo.

La persecución y secuestro de bienes a los que se vio sometido el sanclementino Ginés de Haro Cueva contrastan con la inacción del juez Casillas en Villarrobledo. Aquí todo se arreglaba con transacciones. Las mediaciones para evitar que Juan García de Vargas llevase a término sus criminales intenciones fueron constantes durante el mes de julio, una vez detectada su presencia. Destacan las actuaciones en este sentido de Diego Muñoz de la Calera, procurador de la villa en la corte. Pero estos intentos parecían más encaminados a salvaguardar los intereses y la vida del escribano Francisco Rodríguez de Arce que la persona de Catalina Martínez de Arce. Catalina había vivido toda su vida encerrada desde que se casó en su casa, a la que se accedía por una calle que daba a unas puertas cerradas de noche y que daban paso a su hogar pero también al de un alguacil del pueblo y a un horno. Yendo de marido en marido en los matrimonios concertados que le preparaba su hermano, acabó llevando una vida desgraciada junto a la familia Vargas; su corta aventura con Juan Parra fue incluso preparada intencionadamente por su marido. El ensañamiento de su muerte era muestra del odio que se tenían las diferentes personas de esta historia, incapaces de resolver sus diferencias cara a cara y hacer víctima de esos rencores y odios a Catalina.



Archivo Histórico Nacional, INQUISICIÓN, 1923, Exp. 17. Proceso criminal de Ginés de Haro Cueva. 1611-1612


*El cuatro de septiembre de 1602, Ginés de Haro presenta ante el ayuntamiento de la villa de San Clemente el nombramiento que le confiere el título de familiar de la Inquisición para ser aceptado como tal y exigiendo se respeten las prerrogativas que tal título confiere. En la sala se hallaban presentes el corregidor don Antonio López de Calatayud, el alcalde ordinario Alonso de Guevara, y los regidores licenciado Miguel de Herreros, Jerónimo Martínez, Francisco de Astudillo, Pedro de Monteagudo, Pedro de Tébar Ramirez, Antonio García Monteagudo, Miguel de Perona Rosillo,

sábado, 8 de octubre de 2016

Los Vargas y el crimen en el Villarrobledo de 1611


El matrimonio entre Juan García de Vargas y Catalina Martínez de Arce, la hermana del escribano Francisco Rodríguez de Arce, se había contraído a comienzos de 1600. El matrimonio había sido un calvario para la mujer, sometida a un maltrato continuo de palabras injuriosas y agresiones físicas de un marido despreocupado de los asuntos familiares y de la hacienda familiar, que, habiendo sido en parte aportada por la mujer, menguaba de forma continua por los sucesivos derroches del marido. En 1608, este hombre, poco apegado a su familia, había marchado a Andalucía, donde había vagado por la ciudad de Sevilla y otros lugares hasta asentarse en un lugar próximo a Ronda llamado Zahara, allí se había amancebado con una moza, con la que había tenido un hijo. La aventura pasajera había tornado para nuestro inconstante personaje en obligación permanente, incapaz de escapar a las redes familiares de la joven zahareña y preso de una bigamia de hecho, aunque simple amancebamiento y no plasmada en matrimonio como era el deseo de la amante.

Juan García de Vargas tenía que elegir: o su matrimonio con la villarrobletana o regularizar su relaciòn con la zahareña. Una de las dos mujeres sobraba en sus planes y como estos planes eran trazados desde Zahara, era evidente que el destino jugaba en contra de Catalina Martínez de Arce. Su desaparición y asesinato fue planeado en tierras andaluzas en los círculos familiares de la amante zahareña, pero la ejecución se había de hacer en Villarrobledo. La planificación y ejecución del asesinato merecería ocupar la primera página de, valga el atrevimiento, El Caso de la época. En la comisión del asesinato se implicaron tanto la familia de la amante zahareña como la de Juan García de Vargas. Los primeros pondrían el dinero para pagar a dos sicarios andaluces, en palabras del expediente bandoleros, que se desplazaron hasta Villarrobledo. En la casa de la hermana de Juan García Vargas se refugiarían los sicarios andaluces a la espera de cometer su crimen.

Aunque la preparación del crimen tenía tanto de descabellado como de torpeza, el lugar elegido, Villarrobledo, era el más adecuado. Esta villa manchega se extendía por varias hectáreas, sus típicas casas de un sola planta, y un segundo falso piso ocupado por una cámara, se desparramaban apiñadas en una amplia superficie. Contaban con patios interiores, que daban acceso a cuevas o bodegas subterráneas, donde se conservaban los alimentos y vino para consumo doméstico. Un pueblo cuya extensión se desparramaba por el horizonte y cuya existencia vital se recogía en torno a los patios interiores, ocultaba multitud de actos violentos que quedaban sin castigo. Sus secretos quedaban en el interior de sus encaladas paredes. Cuando los delincuentes y asesinos eran descubiertos, aprovechaban las colisión de las jurisdicciones privativas de los lugares de señorío cercanos que chocaban con la real de los alcaldes ordinarios para huir a lugares próximos como El Provencio o Minaya. La justicia local impotente debía elegir entre la intromisión del corregidor en la primera instancia local o el envío desde la Corte de jueces de comisión propios, que solían estar actuando en la comarca. La lentitud de los procesos judiciales provocaban la acumulación de casos sin resolver y que los delitos quedaran impunes o que los delincuentes tuvieran tiempo suficiente para escapar a tierras de señorío, donde se encastillaban los delinquentes. Mientras pueblos como Villarrobledo, cuya producción cerealista, símbolo de su riqueza y poder empezaba a declinar, y mostraban la estampa de una villa en crisis, en la que los actos violentos se multiplicaban:

por ser la dicha villa grande y rrepartida y donde se solían cometer grandísimos delitos de noche y de día sin que pudiesen ser hauidos los delinquentes en todo lo qual abían cometido atrocísimos delitos dignos de exemplar castigo para lo qual convenía que nos fuésemos servido de que se proueyese un juez que castigase los culpados y los sacase de los lugares de señorío donde se encastillaban los dichos delincuentes por no ser castigados y ser hombres temerarios 

Pero al lugar perfecto para un crimen se unió la torpeza de su traza. Incompresible, teniendo en cuenta, como veremos, que los agentes implicados eran muchos y de lugares ajenos a Villarobledo, como San Clemente, y que entre las potenciales y deseadas víctimas estaba también el escribano Francisco Rodríguez de Arce. La presencia de los dos sicarios andaluces fue avisada por Gregorio Millán, marido de la hermana de Juan García Vargas, a las presuntas víctimas: Catalina Martínez de Arce y su hermano el escribano. Pero pronto se había desdicho de sus palabras; Catalina Martínez, engañada inocentemente con buenas palabras, pronto había vuelto, después de la ruptura con su infiel marido,al hogar matrimonial. La noche del miércoles 11 de agosto de 1611 fue el momento elegido para el crimen: Juan García Vargas sacó desnuda del lecho conyugal a su mujer, arrastrándola hasta la bodega situada bajo el patio de la casa, donde estaban los dos bandoleros andaluces, que apuñalaron hasta catorce veces el cuerpo de Catalina hasta dejarlo exánime. Dejaba una niña huérfana, llamada Ana, que, en los planes de los homicidas, sería la mensajera que, por no tener noticias de su madre, avisaría a su tío, el escribano Francisco Rodríguez de Arce. Éste, receloso con razón de ser la próxima víctima, evitó personarse en la casa del crimen, avisando a la justicia y salvando de este modo la vida.

Para entender en el crimen de Catalina se otorgaría comisión al licenciado García Pérez de Casillas, que ya entendía en la cercana localidad de Montalbanejo de otro asesinato: el de Marcos de Lara. Marcos era un labrador al servicio de Pedro de Vargas, alcalde de la hermandad en Montalbanejo. Su propio amo con la implicación de varios familiares había sido el autor de su muerte, intentado evitar así el pago de una deuda contraída con Marcos de Lara por Pedro de Vargas, que le había comprado dos mulas. El cadáver del desgraciado labrador había sido abandonado en un olivar de Villarrobledo para ser devorado por los buitres. El asunto que se había tratado ocultar por el inculpado Pedro de Vargas y algunos deudos de éste, entre ellos su tío Francisco Montoya, alcalde ordinario de Montalbanejo, finalmente había salido a la luz por denuncia de los familiares de Marco de Lara. Pedro de Vargas era hombre rico y se creía inmune a la justicia. Sus lazos familiares se extendían por toda la comarca, sobre todo en Villarrobledo, incluido el citado Juan García de Vargas. Se decía de la familia Vargas que controlaba la justicia de Montalbanejo y algún otro pueblo de la comarca y que no era ajena al control de esa misma justicia en Villarrobledo.  Así el licenciado Casillas, alcalde de casa y corte, veía como en el oficio de su escribano Pedro de Mata iban cayendo las causas contra la familia Vargas. Para actuar contra los Vargas, el licenciado Casillas recibiría los plenos poderes de una justicia privativa, con poder para nombrar alguaciles, secuestrar bienes y encarcelar las personas de los acusados, aunque, como se decía en el mandamiento judicial que le confería tal comisión, de las prisiones debían encargase los propios alguaciles del licenciado Casillas pues el caso era tan grave y la prisión tan flaca.

El juez Casillas pronto sacaría la conclusión que toda la familia Vargas mantenía una estrecha solidaridad entre sus miembros, cuyos delitos mancomunadamente procuraban encubrir. La primera en garantizar el secreto en la familia era María de Vargas, la madre de Juan García de Vargas. Contra ella fueron las acusaciones del licenciado Casillas, pasando por alto que estaba sirviendo en casa de Ginés de Haro Cueva, familiar del Santo Oficio de la Inquisición en la villa de San Clemente. Este conflicto de jurisdicciones no parecía preocupar al licenciado Casillas ni a su escribano que en un momento del proceso llegó a decir: estos dineros de los familiares que buenos son.


El proceso por la muerte de Catalina Martínez fue llevado en primera instancia por los alcaldes ordinarios de Villarrobledo Antonio Moreno de Palacios y Bartolomé Gómez Ortiz. Las primeras pesquisas ratificaban las complicidades de Juan García de Vargas que, después del asesinato había estado escondido en casa de varios vecinos del pueblo, entre ellos su cuñado Gregorio Millán, su concuñado Mateo Díaz sastre, el batanero Pedro Martínez y el tundidor Cristóbal Coronado. Todos ellos huyeron y contra todos ellos los alcaldes ordinarios emitieron órdenes de prisión.


Fue una mujer, Catalina López, quien con su testimonio implicaría a Ginés de Haro Cueva, familiar del Santo Oficio de la villa de San Clemente*. En la casa de Ginés servía como ama María de Vargas, la madre de Juan y viuda del pintor Cristóbal García; en esta casa se había refugiado el asesino tres semanas antes de cometer el crimen. Juan había mantenido una conversación con Catalina López en la que reconocía su voluntad de matar a Catalina y a su hermano el escribano Francisco Rodríguez. Pero la palabra de Catalina López, una expresidiaria valía muy poco y no era creíble. A pesar de que Francisco Rodríguez fue avisado de las aviesas intenciones y las comunicó a su hermana y de que los bandoleros andaluces fueron vistos por un mesón del pueblo propiedad de Baltasar Ortiz, Catalina Martínez volvió con su marido poco antes del crimen, quizás por los buenos sentimientos que albergaba hacia él o simplemente por la debida obediencia que la mujer debía al esposo; obediencia impregnada en el pensamiento de la época de resignación cristiana, tal como reconocía Catalina en sus palabras: no sé lo que se tiene en su coraçón, yo estoy confiada en la Virgen de los Ángeles, que en su bendito día me junte con él con buen pecho e para seruir a Dios y ella me a de librar.

Aunque no todos en el pueblo tenían de Catalina una imagen de mojigata y buena cristiana. Algunas habladurías del pueblo, de las que se hacía eco el alguacil Alonso Pérez, contaban que la ruptura del matrimonio hacía cuatro o cinco años fue causada por la mujer que había cometido adulterio con un vecino llamado Juan Parra. Ante el escarnio público, Juan García Vargas había abandonado el hogar familiar y después de errar por Andalucía, había sentado cabeza en Zahara. A principios de julio de 1611 había vuelto a su tierra a recomponer su vida y después de unos días en casas de familiares, primero en casa de su hermana tres o cuatro días y luego en casa de su madre en San Clemente otros doce días y otros tantos en la feria de Villanueva de los Infantes, el primero de agosto había vuelto al hogar hasta el desenlace fatal de tres días después.

¿Cuál era el verdadero rostro de Catalina Martínez de Arce? Su matrimonio con Juan García Vargas era su tercer matrimonio; de sus dos matrimonios anteriores había enviudado: tanto del primero con Diego Martínez, vecino del Bonillo. como del segundo con el escribano Miguel Fernández, vecino de Villarrobledo. Que en el concierto de estos matrimonios debía estar Francisco Rodríguez de Arce es muy plausible, pues aparte del segundo marido, el tercero, nuestro Juan García de Vargas, también era escribano. Aunque Francisco Rodríguez negaba la concertación en este matrimonio, era evidente que el interés importaba más que el amor o al menos de eso acusaba Francisco Rodríguez a su cuñado que había llegado al matrimonio no solo por la buena fama de su mujer sino por poseer gran cantidad de bienes muebles e rrayzes que tenía con promesas e halagos e otros tratos la atrajo a que se casase con él contra la voluntad de todos sus parientes. Catalina Martínez era una viuda rica codiciada por casamenteros, favorecida por la muerte de sus dos primeros maridos y con una amplia hacienda repartida entre el Bonillo y Villarrobledo (unas casas principales en la primera villa y bienes muebles por valor de 5.000 reales en la segunda). Esa era la visión de Francisco Rodríguez, que denunciaba el papel de su hermana en el matrimonio como la de una víctima, aunque consideraba que los ataques iban contra él. Francisco Rodríguez recordaba el pretendido caso de adulterio de Juan Parra con su hermana para denunciarlo como una trama organizada por sus enemigos, donde además de los Vargas estaban implicados otros amigos de esta familia como el alcalde Isidro Merchante y el escribano Alonso Ramírez, para dar fe del escándalo, que se habían presentado en el domicilio pillando juntos a Juan Parra y Catalina. La adúltera sería conducida a prisión donde permanecería ocho meses hasta confesar, vería embargados parte de sus bienes por valor de 500 ducados que acabarían en manos de Gregorio Millán, el cuñado de Juan García Vargas y solo conseguiría la libertad después del arreglo que le procuró su hermano. El marido de Catalina, Juan García de Vargas, que tenía bastante que callar, pues mantenía relaciones con otra viuda de nombre Isabel de Espinosa, retiraría la querella por adulterio, abandonaría la villa y a cambio el escribano Francisco Rodríguez de Arce le procuraba 1.000 reales. A partir de aquí comienza el periplo de Juan García de Vargas, que según la versión de Francisco Rodríguez, se asienta en Zahara, presentándose como hombre soltero y consiguiendo los favores de una mujer del lugar, conocida por el intachable nombre de doña Mariana la discreta. A pesar de su discreción doña Mariana, otra viuda rica, quedó preñada, para gran escándalo de una familia conocida por su buena fama y hacienda en la villa de Zahara. Como era costumbre en estos casos, y después de comprender lo inútil de mantenerlo preso durante seis meses en la cárcel o de enviarlo a galeras y de que el honor familiar solo se limpiaba con el matrimonio, que en esta situación exigía la muerte de la esposa legal. Así volvería Juan García de Vargas en abril de 1611 desde Zahara con los dos bandoleros y alojándose en Villarrobledo en casa de su hermana María y en San Clemente en casa de Ginés de Haro, intentaría matar a su mujer, aunque previamente se exigía asesinar a su hermano el escribano que desconfiaba de su presencia.

El fracaso de este primer plan, llevó a Juan García de Vargas a presentarse de nuevo el mes de julio, esta vez como el marido arrepentido vuelto al hogar conyugal para rehacer con su mujer una vida cristiana, en el sentido literal de la palabra, pues no era raro ver a Juan García de Vargas esos tres primeros días de agosto rezando con un rosario en sus manos. Previamente se intentó vencer las resistencias del desconfiado Francisco Rodríguez con una inventada carta de arrepentimiento procedente de Socuéllamos y la intervención de algunos vecinos que abogaban por la reconciliación del matrimonio, entre ellos el batanero Pedro Martínez y el mayordomo del pósito Alonso Valero. Así hasta la noche del crimen que con el subterfugio de buscar un candil en la bodega de la casa, Juan García de Vargas había conducido a Catalina hasta la mencionada bodega, donde le aguardaban para matarla los dos bandoleros (en realidad uno de ellos era un criado de doña Mariana y el otro el propio Juan García de Vargas) y Gregorio Millán. Cometido el crimen Juan García de Vargas había acudido a Zahara para casarse con doña Mariana; dejaba tras de sí el cadáver de su mujer ensangrentado y semidesnudo con una camisa, unas calzas y unos zapatos y olvidados sus pocos objetos personales, testimonio de su oficio de escribano: unos papeles y un libro de prácticas de escribano.

Huidos los asesinos, el juez Casillas ordenó la prisión de sus colaboradores y encubridores. Entre ellos, Gregorio Millán y Cristóbal Coronado en Villarrobledo, y Ginés de Haro y María Vargas en San Clemente. Los dos últimos habían huido cuando llegó el alguacil Martín Mondragón, que se tuvo que conformar con recibir la noticia de la huida de boca de la criada Ana Rodríguez y el embargo de los bienes de Ginés. Del detalle de estos bienes, nos aparece la parquedad de la existencia vital de las personas en aquella época: seis sillas de nogal, un banco y una mesa de pino, una cama con su ropa y cortinaje, dos cofres herrados y un arca y dos paños azules. Era de más valor el embargo de diecisiete tinajas conteniendo cuatrocientas arrobas de vino, testimonio de la fuente de ingresos del familiar del Santo Oficio. Las malas relaciones entre Villarrobledo y San Clemente se manifestaron en los obstáculos de la comisión del alguacil Martín Mondragón. Ginés de Haro había encontrado acogida en la iglesia de San Sebastián para evitar a la justicia; en la subasta posterior de su bienes, a pesar de la concurrida asistencia de personas en la plaza del Ayuntamiento no se hizo postura alguna, teniendo que conformarse el alguacil con confiscar los dos paños azules, lo más llevadero, para pago de su salario. Huidos los principales actores villarrobletanos, las actuaciones del juez Casillas fueron obsesivamente contra Ginés de Haro, que por precaución había huido a Murcia. El auto del juez para el embargo de todos los bienes del familiar no llegaría a ejecutarse pues el pleito derivó a un conflicto de competencias entre el juez de comisión y la Inquisición. Esta derivación era intencionada, la Inquisición no entendió del pleito, pero Ginés de Haro consiguió dejar en un punto muerto con sus recursos al tribunal de Cuenca los autos del juez de comisión. Dicha comisión, a pesar de que se prorrogó por veinte días más, no llegó a acabar los autos y el caso quedaría por resolver. Es de suponer, que finalizado el plazo de la comisión, el juez Casillas, volvería a la corte, Ginés de Haro a San Clemente, Francisco Rodríguez de Arce obtuvo poca o ninguna compensación económica de la muerte de su hermana (pedía 1.600 ducados, que al fin y al cabo de dinero es de lo que se trataba); sobre la viuda María de Vargas no sabemos nada de su destino, pero había tenido la astucia de vender la mayor parte de los bienes de su hijo, que huido es de sospechar que rehizo su vida con doña Mariana la discreta.

Los autos judiciales nos muestran al escribano Francisco Rodríguez, contra lo que pudiera parecer, carente de rencor u odio. Francisco Rodríguez nos aparece como un hombre bastante frío, sabedor del peligro que para su vida supone Juan García de Vargas, pero lo considera un vecino más, compañero de gremio, con el que siempre es posible un arreglo. Evita el trato directo con él, pero mantiene la comunicación a través de intermediarios. Intenta un arreglo ofreciéndole cualquiera de la escribanías de El Bonillo, Lezuza o Peñas de San Pedro, pero Juan lo rechaza. Se vale de Mateo Díaz, para que durante ocho días de julio mantenga contactos con Juan en la feria de Villanueva de los Infantes, donde se encuentra. Del expediente judicial se entrevé que Villarrobledo en esta época mantiene una relación distante con San Clemente (y tirante como hemos estudiado en otro sitio) y se vuelca hacia los pueblos de lo que hoy es provincia de Ciudad Real, como Socuéllamos y Villanueva de los Infantes, más lejano, pero con una importante feria el 25 de julio. Incluso tiene la vista más allá: cuando Juan García de Vargas abandona el pueblo, acude a Sevilla. La razón es es que en esta ciudad hay una importante comunidad villarrobletana, entre los cuales intentan indagar los familiares de doña Mariana la discreta los lazos familiares de Juan. Los referidos Mateo Díaz, sastre, y el tundidor Cristóbal Coronado o el boticario Baltasar Moreno viajaban a menudo a Sevilla por negocios. La principal entrada al pueblo era el camino de Socuéllamos a Villarrobledo, que estaría muy transitado y la venta de Baltasar Ortiz debía ser un lugar muy concurrido.

Se nos presenta toda esta trama como un enredo de escribanos y de gente relacionada con el negocio de la lana: bataneros, cardadores, tundidores y sastres. No es casualidad, es más que probable que los negocios y escrituras del oficio del escribano Francisco Rodríguez de Arce se moviera en estos ambientes. Cuando una noche de agosto, Juan García de Vargas, ya juntado con Catalina, se presenta en casa del escribano Francisco Rodríguez, éste redacta unas ejecuciones por impagos de transacciones entre estos personajes. Juan García de Vargas quiere integrarse en ese mundo con su matrimonio, pero parece que este hijo de pintor tenía más dotes como don Juan que como redactor de testimonios notariales. El pleito derivó hacia la petición de responsabilidades en San Clemente; no es casualidad. Villarrobledo mantenía un enconado pleito con San Clemente, no tanto por su exención del corregimiento, como por el respeto de la primera instancia, y por la aportación de soldados de milicia. Muestra de la rivalidad entre ambas villas fue el encarcelamiento del alcalde mayor, doctor Vázquez, y tres alguaciles enviados desde San Clemente unos meses antes. Villarrobledo vivía una declinación irremediable; a las escasas cosechas de comienzos de siglo, se unían ahora otras de suma abundancia en todo el Reino; el trigo villarrobletano no encontraba salida por los precios tan bajos (tal como se reconoce el expediente); San Clemente era el polo opuesto, ser cabeza política del corregimiento le procuró ventajas suficientes para convertirse en centro de actividades diversas y mantener un renacer económico que se prolongó en el primer tercio del siglo.

La persecución y secuestro de bienes a los que se vio sometido el sanclementino Ginés de Haro Cueva contrastan con la inacción del juez Casillas en Villarrobledo. Aquí todo se arreglaba con transacciones. Las mediaciones para evitar que Juan García de Vargas llevase a término sus criminales intenciones fueron constantes durante el mes de julio, una vez detectada su presencia. Destacan las actuaciones en este sentido de Diego Muñoz de la Calera, procurador de la villa en la corte. Pero estos intentos parecían más encaminados a salvaguardar los intereses y la vida del escribano Francisco Rodríguez de Arce que la persona de Catalina Martínez de Arce. Catalina había vivido toda su vida encerrada desde que se casó en su casa, a la que se accedía por una calle que daba a unas puertas cerradas de noche y que daban paso a su hogar pero también al de un alguacil del pueblo y a un horno. Yendo de marido en marido en los matrimonios concertados que le preparaba su hermano, acabó llevando una vida desgraciada junto a la familia Vargas; su corta aventura con Juan Parra fue incluso preparada intencionadamente por su marido. El ensañamiento de su muerte era muestra del odio que se tenían las diferentes personas de esta historia, incapaces de resolver sus diferencias cara a cara y hacer víctima de esos rencores y odios a Catalina.



Archivo Histórico Nacional, INQUISICIÓN, 1923, Exp. 17. Proceso criminal de Ginés de Haro Cueva. 1611-1612




*El cuatro de septiembre de 1602, Ginés de Haro presenta ante el ayuntamiento de la villa de San Clemente el nombramiento que le confiere el título de familiar de la Inquisición para ser aceptado como tal y exigiendo se respeten las prerrogativas que tal título confiere. En la sala se hallaban presentes el corregidor don Antonio López de Calatayud, el alcalde ordinario Alonso de Guevara, y los regidores licenciado Miguel de Herreros, Jerónimo Martínez, Francisco de Astudillo, Pedro de Monteagudo, Pedro de Tébar Ramirez, Antonio García Monteagudo, Miguel de Perona Rosillo







Archivo Histórico Nacional, INQUISICIÓN, 1923, Exp. 17. Proceso criminal de Ginés de Haro Cueva. 1611-1612

sábado, 27 de agosto de 2016

Francisco Ramírez, el deslenguado familiar del Santo Oficio de las Mesas (1629) - 2ª parte

El familiar del Santo Oficio de las Mesas Francisco Ramírez Ortíz tenía en 1629 cuarenta y seis años. Era desde el 16 de mayo de 1616 uno de los dos familiares con que contaba la villa. A decir de sus vecinos su lengua le perdía. Cuando pasaba con su borrica al lado de alguna mujer del pueblo de cuya fama dudaba solía exclamar arre puta pelleja y si iba acompañada de su marido soltaba un arre puto cornudo. Su uso del lenguaje no tenía desperdicio, a un vecino suyo al que tenía por enemigo le recordaba sus orígenes judíos, como descendiente de un penitenciado de Belmonte llamado Gómez Herráiz, diciéndole que no te ha de faltar el maná. Al cura le mostraba sus deseos que ardiera en el Infierno y al religioso con el que se había enzarzado en una pelea lo había tratado de Judas, que lo había vendido en la Iglesia y que lo iba a echar a una galera. Sus gestos eran no menos irreverentes; ya hemos mencionado su falta de respeto al Santísimo Sacramento, cuando el cura alzó la hostia y el cáliz en la misa, o el desplante al teniente de cura que le invitaba a salir de la iglesia por estar excomulgado y, que a decir de Francisco Ramírez, no era tal desplante sino simple dejación del clérigo de sus obligaciones religiosas prefiriendo irse a almorzar. Por faltar, había faltado hasta al cuarto mandamiento, enfrentándose a su madre por una herencia familiar. En la petición de bienes que hacía Francisco Ramírez era quizás más grave, que el detalle de cuentas saldadas con su madre propia de un fenicio, el modo con el que se refería a sus padres, muy impropio a decir del fiscal Vallejo:

no la llamava madre sino la muger de fresneda que es grabe delito de impiedad y contra el respeto que deven los ombres a sus padres, que dios suele castigar con rigor en esta vida.

Quizás, nada como la petición que ante la justicia hizo de los bienes en el pleito mantenido con su madre en 1618 para acercarnos a la personalidad de este hombre, en torno a su persona e intereses hacía girar la vida de los demás y de su pueblo:

... porque para en quenta de la dicha pollina que pide la dicha luisa ortiz me la dio que la bendiese y que le conprase un manto de anascote y otras cosas que avía menester para el gasto de su casa, el qual dicho manto le trage de belmonte que costó sesenta reales y más le conpre un tocino que costó setenta reales y más pagué por ellas ochenta reales a pero fernández carnicero por el alquilé de la casa por dos años a quarenta reales por cada un año= más pagué a grabiel sainz beinte y ocho reales del alquilé de casa de un año, más tengo gastados treinta y quatro reales los diez y seis que le di al doctor castillo por tres parezeres que dio para la hacienda que se le dio a el hijo de fresneda y diez i ocho reales de tres vezes que me ocupé en ir a velmonte a seis reales por día= más tengo gastado con la susodicha y su hijo en çapatos y chinelas= más tengo gastado en aceite pescado y sardinas i en carne diez ducados= más tengo gastado diez y seis fanegas de trigo que alguno dello me costó a dos ducados sin otras muchas cosas que a su tienpo ofrezco información de todo i para en quenta de todo esto me tiene dado la pollina que pide= y en quanto a la soldada que pide de su hijo no hizo hacienda de probecho cosa de dos meses que estubo en mi casa y no merezió la comida= demás que yo tube concertado a diego de briones por cinco meses en sesenta reales por ser el año caro y en rigor no se le debe dar más de como a un muchacho como lo es y esto se a de descontar de lo que les tengo dado a él i a su madre= y en quanto a lo que pide de las haças digo que no es ansí antes la dicha luisa ortiz me dijo que pues holgaban las dichas haças que las labrase pues les corría sus nezesidades que ella nunca me a dado trigo ninguno para que las senbrase ni gastado con peones cosa alguna por todo lo qual v. md. debe dar por ninguna la dicha demanda pido justicia.

Nuestro familiar era un auténtico Harpagón, conocido en todo el pueblo por su racanería a la hora de dar limosnas a pobres y cofradías. Aunque lo que más molestaba a sus vecinos era el uso que hacía de su familiatura que le convertía en poseedor de un poder despótico en el pueblo, emitiendo juicios de valor sobre los vecinos, amenazándoles constantemente con denunciarlos al Santo Oficio por sus conductas, faltando al respeto a los clérigos y fabricando genealogías de sus enemigos en toda la comarca para acusarles de ascendencia mora o judía, en especial de una familia, los Pellejero, que habían detentado el cargo de familiares con anterioridad a él. Francisco Ramírez había hecho de su cargo un contrapoder, llegando a desplazar en alguna ocasión a las justicias del lugar del asiento preferente del que gozaban en la iglesia. El malestar contra Francisco Ramírez lo recogió un vecino que se atrevió a presentar un memorial de capítulos acusatorios contra el familiar y a dar el nombre de más de sesenta vecinos a los que pedía se les tomase declaración. Este vecino se llamaba Miguel Fernández Carnicero. Finalmente solo declararían contra Francisco Ramírez diecisiete.

El nueve de febrero de 1630, Francisco Ramírez declararía por segunda vez ante los inquisidores Frías y el licenciado Peralta y Cárdenas. Como ya había hecho cuatro meses antes negó todos los cargos. No obstante el fiscal Vallejo elaboraría una segunda acusación contra él, centrada en las falsas acusaciones de amancebamiento de algunos vecinos y de falta de limpieza de sangre y sobre todo en no guardar el secreto a que estaba obligado como familiar y notario del Santo Oficio en las diversas informaciones que había hecho. Al igual que en octubre más allá de la réplica de las conclusiones del fiscal no aportó testigo alguno en su favor para rebatir a sus enemigos; lo que daba idea de su aislamiento en el pueblo.

La muerte de su mujer, permitirá a Francisco Ramírez obtener licencia del Tribunal de Cuenca para volver a su pueblo a atender una casa sola y la cosecha del verano. Intentará de nuevo obtener otra prórroga para ocuparse en los negocios de la vendimia y la sementera de otoño. Pero esta vez los inquisidores no tienen clemencia, a pesar de los escritos del cura de las Mesas, maestro Pedro Ramírez de León, absolviéndole de la excomunión que pesaba sobre él. El ocho de octubre dictarían sentencia condenándole a un año de destierro de la villa de las Mesas y 4.000 maravedíes de pena, a los que se sumaban 14.000 maravedíes más de costas del proceso.

La suerte de Francisco Ramírez se había decidido mucho antes. Su arrogancia y su impulsividad le habían condenado. Poco después de las primeras informaciones realizadas por el comisario del Santo Oficio, Diego de Montoya, a comienzos de septiembre de 1629, había amenazado públicamente y acusado de perjurio la noche del dieciséis de septiembre a los testigos presentados en su contra. Entre ellos estaban aquellos a los que había acusado de amancebamiento o de cornudos engañados por sus mujeres con religiosos; se presentaban a sí mismos como vecinos principales, honrados y ricos de la villa y auer tenido los más dellos oficios de alcaldes y rregidores, sus nombres eran Juan Pérez, Sebastián Martínez Ortiz, Baltasar Fernández, Ambrosio de Guadalupe, Diego Muñoz, Alonso López de San Bartolomé, Alonso Iniesta, Francisco Fernández y Francisco Provencio. Soliviantados habían conseguido que el alcalde Miguel Pérez de Posadas encerrara con cadenas en la cárcel del pueblo a Francisco Ramírez y que hasta el pueblo se desplazase el comisario de Mota del Cuervo, Cristóbal Fernández Izquierdo, a averiguar lo ocurrido.

Esta es la única ocasión en la que Francisco Ramírez se defiende, presentándonos su caso como el resultado de las acusaciones de los enemigos capitales que tiene en el pueblo, liderados por el cura Baltasar Ramírez de León, e intentado una información de testigos propia ante el comisario Pedro Ramírez de Fuenleal que desde Villaescusa de Haro ha enviado el Tribunal de Cuenca. La información de testigos favorables al reo no llegó a realizarse, porque hubo un desistimiento de los acusadores, que decidieron apartar la causa de falsa acusación de perjurio ante un proceso contradictorio. Se demostraba así cuanto había por ocultar por parte de todos en la villa de las Mesas. También que la causa de la perdición de Francisco Ramírez no eran sus conductas indecorosas o sus palabras heréticas sino el haber usado sus oficios de familiar y notario de Santo Oficio sin el recato debido, guardando el sigilo y secretos obligados. Su mala lengua le había perdido y marginado en la cerrada comunidad de vecinos de las Mesas y será motivo de condenación del Tribunal de la Inquisición de Cuenca. Prueba de ello es que el proceso no siguió en el Consejo de la Suprema, que celosamente guardo los autos, pero también el título original de familiar del Santo Oficio de Francisco Ramírez, de cuyo ejercicio no se había hecho merecedor.

Archivo Histórico Nacional, INQUISICIÓN, 1925, Exp.2. Proceso criminal de Francisco Ramírez, familiar del Santo Oficio de Las Mesas. 1629

viernes, 26 de agosto de 2016

Francisco Ramírez, el deslenguado familiar del Santo Oficio de las Mesas (1629)

Las Mesas era el pueblo del corregimiento de San Clemente más alejado en su extremo occidental. No solía dar lugar a muchos conflictos. Situada en el antiguo camino real de Toledo a Murcia, se había visto desplazada por otras villas como Las Pedroñeras o El Pedernoso más al norte y favorecidas por el mayor peso en dicho camino de Madrid frente a Toledo; su existencia cotidiana pasaba sin más sobresaltos. Las diferencias entre vecinos raramente salían de la villa y llegaban al corregidor de San Clemente. No ocurrió así en 1629.

El doce de julio de 1629 el corregidor de San Clemente don Diego Gallo de Avellaneda, a instancias de una denuncia del cura de Las Mesas, decide iniciar pesquisas para ver qué ocurre en el pueblo con los desmanes que provoca un familiar del Santo Oficio llamado Francisco Ramírez. La gota que ha colmado el vaso ha sido la pelea que dos días antes ha tenido con un fraile de la Santísima Trinidad llamado Pedro Escribano, procedente de Santa María del Campo Rus, pero que lleva  asentado ya en Las Mesas catorce años. A los oídos del corregidor han llegado los alborotos y escándalos que provoca este hombre, pero parece preocuparle el vacío existente en la aplicación de la justicia, pues los alcaldes ordinarios de la villa, deudos del alborotador, parecen mantener una actitud de pasividad. Francisco Ramírez acumulaba diecinueve procesos correspondientes a otras tantas denuncias, pero ninguno estaba concluso. La mayoría de ellos correspondían a conflictos habidos con religiosos de la villa, que no cesaban de denunciar el amancebamiento de Francisco Ramírez con una mujer casada.

Para poner freno a tales desmanes el corregidor mandará al alguacil Pedro de Arce a Las Mesas. El interrogatorio de Pedro de Arce se hará casi exclusivamente a mujeres de Las Mesas, pues la pelea entre Francisco Ramírez y el fraile había ocurrido a las cuatro de la tarde, con los hombres en el campo. Aunque había otra razón; Francisco Ramírez era un fustigador de los vicios de clérigos y frailes de la villa y parece que nadie sabían más que las mujeres del pueblo. Todas las testigos recalcaban las enigmáticas palabras que Francisco Ramírez había dirigido al fraile, palabras que estaban en el origen de la pelea

mala  es de salir el alma de las carnes

Las palabras eran una clara acusación de amancebamiento contra el fraile. Es más, Francisco Ramírez ponía nombres y apellidos a tres mujeres casadas del pueblo a las que acusaba de relaciones con otros tantos religiosos. De hecho, su relación con los religiosos del pueblo era muy tirante y los conflictos se sumaban por doquier; en palabras de un testigo, Francisco Ramírez era un perseguidor de relixiosos

y a tenido pleyto con ellos como fue con el padre pedro ortiz y con don baltasar ponze de león cura desta dicha villa de que rresultó que estando el dicho don baltasar diziendo misa en el altar de mª ssª de la yglesia mayor desta villa estaua el susodicho en un escaño y coxía el dicho altar por las espaldas y aunque alçó la ostia y el cáliz el dicho francisco rramírez no quiso volver la cabeza de que mucha xente que estaua vyendo la dicha misa lo mormuró diciendo que lo hacía por estar enemistado con el dicho cura y otro día estando en la plaça o parador oyendo unas comedias que se querían rrepresentar por la uera del dicho francisco rramírez y su mala lengua pudo suceder una grande  desgracia con el padre juan lópez clérigo presbítero y aora el que tuvo con el padre fray pedro de la orden de la santísima trinidad  ...

Tras el incidente con el fraile, Francisco Ramírez sería excomulgado. No se arredraría y se presentaría en la iglesia para interrumpir la misa y obligar a su suspensión. Era demasiado, por lo que su caso se puso en conocimiento del provisor de Cuenca. La acusación ahora presentada contra él era un turbio asunto de amancebamiento con una mujer casada del pueblo. La información mandada por el provisor de Cuenca acabaría decidiendo al Tribunal del Santo Oficio de Cuenca a intervenir y actuar contra Francisco Ramírez el uno de septiembre de 1629. Hasta las Mesas se encaminará por orden del Tribunal el comisario de las Pedroñeras, licenciado Diego Montoya. Los testimonios ratificarán las acusaciones contra Francisco Ramírez, a decir de los testigos, hombre deslenguado y desvergonzado, cuyos principales defectos eran un anticlericalismo militante (públicamente deseaba a los curas que ardieran en el infierno) y su odio a las mujeres, a las que veía como putas y alcahuetas al servicio de curas y frailes. En pocas palabras, a pesar de estar emparentado con la justicia del lugar y ser hombre principal en el pueblo, don Francisco Ramírez no era muy popular en el pueblo. De los doscientos vecinos que tenía las Mesas por aquel entonces, veintiséis testificaron contra el familiar del Santo Oficio. A ellos, se sumaban los que ya lo habían hecho en las comisiones encargadas por el corregidor de San Clemente y el provisor de Cuenca.

Francisco Ramírez había perdido la partida. El dos de octubre los Inquisidores le conminan a presentarse ante el Santo Oficio en el Castillo de Cuenca. Allí deberá afrontar las acusaciones del Santo Oficio. Ya su poder había sido contestado en el mismo pueblo, cuando el alcalde ordinario Cristóbal Pérez de Posadas le había encarcelado con una cadena de ocho arrouas.

2ª parte



Archivo Histórico Nacional, INQUISICIÓN, 1925, Exp.2. Proceso criminal de Francisco Ramírez, familiar del Santo Oficio de Las Mesas. 1629

miércoles, 3 de agosto de 2016

Pedro de Espinosa, alférez mayor de Iniesta: la lucha por el poder local

Casa de los Espinosa
El 1 de septiembre de 1615, don Pedro de Espinosa apela la sentencia condenatoria de los Inquisidores de Cuenca. Ha implorado una y otra vez para conseguir una copia de su proceso. No tanto por ser necesario para la apelación ante la Suprema, sino para conocer de primera mano los nombres de aquellos que le han delatado. Por primera vez plantea su desgraciada situación como una venganza de sus enemigos políticos, con los que ha estado enfrentado en la elección de oficios de años anteriores

en esta causa han depuesto el licenciado sierra y el bachiller soria y pablo ximénez y el bachiller garcigómez, el licenciado granero y miguel de mendraca y antón palmeros que se me an dado ratificados con sus nombres, los quales son enemigos míos capitales y lo heran al tiempo que dijeron sus dichos por muchos enquentros que con ellos e tenido sobre las elecciones de oficios de la dicha villa en que a auido pleitos conmigo y con mis deudos por lo qual y por auer hecho justicia contra ellos en las ocasiones que se an ofrecido siendo yo alcalde tiniéndolos presos y castigándolos son mis enemigos declarados

Aunque si acusa a alguien especialmente es a quien considera su peor enemigo, don Pedro López Cantero, la figura en ascenso en la política municipal de Iniesta y que luchará por desplazar del primer plano a los Espinosa

Yo tengo por enemigo a Pedro López Cantero, Juan de Guzmán, Juan de Luján, Bartolomé López Cantero, Benito Ruiz Lerma, la muger de Alonso de Briz sastre y temo abrán buscado esta ocassión para vengarse 

Pero su situación no ha mejorado y desde finales de agosto se halla preso en Madrid, donde ha sido conducido por un alguacil en un viaje riguroso con excesivo calor a través de la Mancha, que ha mermado bastante su salud. Su apelación ha sido precedida por una nueva delación desde Iniesta: Catalina Martínez sigue en Iniesta desde la sentencia de 1 de junio. Desde la cárcel pedirá licencia para poder trasladarse a Iniesta, temeroso de que sus enemigos declaren contra él en las informaciones que se van a hacer, a petición propia.

Las informaciones de testigos favorables a don Pedro de Espinosa nos permiten presentar una semblanza de la familia. El progenitor de la saga familiar era el licenciado Pedro de Espinosa, que había muerto hacía treinta y dos años, hacia 1583; encabezaba una de las ramas familiares de los Espinosa que nos describen las Relaciones Topográficas, descendientes de Antón García que había participado en la conquista de Granada en tiempos de los Reyes Católicos, recibiendo previlegio y merced de caballería, y con Martín Gómez de Espinosa habían sabido mantenerse fieles a la Corona durante la guerra de las Comunidades. Posteriormente en 1543, un hijo de Martín Gómez de Espinosa, sería nombrado capitán en la guerra con Francia y participado con otros Espinosa en el cerco de Perpiñán.. Ahora alejados de las guerras, los Espinosa se hallaban centrados en el ejercicio de oficios públicos. Una de las ramas familiares, había colocado a uno de sus miembros, el doctor Martín Gómez de Espinosa, como corregidor de Madrid. Otra de las ramas, los hijos del licenciado Pedro de Espinosa, nuestro protagonista y su hermano Gregorio, y los hijos del regidor Jerónimo Espinosa, estaban involucrados en la vida política de Iniesta y la lucha por el control del gobierno municipal. En esta lucha tenían como enemigos declarados a los López Cantero.

Don Pedro de Espinosa debió nacer pasada la mitad de la centuria del siglo XVI; su amante Catalina Martínez del Pozo hacia 1576. Sabemos que aparte de su hijo Martín, capitán de milicias,casado en Cartagena, tenía cuatro hijas más de su matrimonio con Luisa Espinosa y una bastarda con Catalina. La carrera de don Pedro como corregidor, lo fue de Ciudad Real, se truncaría, volviendo a fines del quinientos a su pueblo, donde tenía un regimiento perpetuo, el título de alférez mayor y en su persona recaía también, heredado de los Parra, el título de alcaide y castellano de la villa de Ves.

Aunque ya antes a comienzos de la década de 1580 había tenido problemas con la Inquisición que le habían costado la excomunión, por repartir soldados a los familiares del Santo Oficio de la villa, el proceso abierto ahora por amancebamiento fue una clara vendetta de sus enemigos políticos. Las primeras denuncias contra don Pedro fueron de 1608, era tal su poder en Iniesta, que las primeras actuaciones llegaron del comisario de la Inquisición de San Clemente; intentándose parar el proceso con sendas amonestaciones del provisor del obispado de Cuenca y el vicario de Iniesta. Pero en 1613, las denuncias fueron múltiples e iban acompañadas de parcialidad en el uso de los oficios públicos. Desde octubre de 1613, que recibe la primera condena no se le da tregua y sus pasos y los de su amante Catalina son seguidos aviesamente con la intención de buscar nuevos hechos acusatorios. Ni el alejamiento de Catalina, primero en Belmonte y luego en Jorquera, basta para amainar el ambiente de maledicencias, rumores y rencores, que vivía la villa de Iniesta. No hay pruebas concluyentes, aparte de las acusaciones de Pedro de Espinosa, pero las sospechas de que detrás de todo el proceso estaba el doctor Pedro López Cantero, casado por cierto con una Espinosa, se pueden dar por seguras. Irónicamente, un sobrino del doctor, Juan López Cantero, arruinaría su posición política y su propia vida por otro amancebamiento con Quiteria Herreros.

Desde que el 22 de septiembre de 1615 la Suprema dictará sentencia confirmatoria condenando a don Pedro de Espinosa y retirándole el título de familiar del Santo Oficio, su situación personal y su salud se degradan. En octubre sigue preso en Madrid, pues no se le deja volver a Iniesta donde todavía está Catalina (con la aquiescencia de sus enemigos que quieren ver alejado de los negocios municipales a don Pedro), además su mujer cae gravemente enferma y tres de sus hijas padecen de tabardillo.

El treinta de octubre, presionada sin duda por los Espinosa (y tal vez don Pedro que ha obtenido permiso para personarse en Iniesta) Catalina deja la villa de Iniesta, trasladándose a vivir a Jorquera; aunque no será hasta el 23 de noviembre cuando pedirá una información, que atestigüe su residencia en este estado, para que sea llevada a Madrid y se permita a Pedro de Espinosa volver a la villa de Iniesta. Pero su prisión en Madrid continúa, pues el dos de diciembre ha sido devuelto a la cárcel; para el 17 de diciembre anuncia un empeoramiento de su salud, mientras su mujer Luisa se muere en Iniesta. Sólo el veintidós de diciembre se le concede el permiso definitivo para volver a Iniesta, bajo amenaza de doscientos ducados si vuelve a ver a Catalina, y sometido a la vigilancia de la Inquisición. La vuelta ha sido allanada por Catalina Martínez del Pozo, que ha decidido emprender acciones legales frente a quienes le acusan de amancebamiento.



Archivo Histórico Nacional, INQUISICIÓN, 1922, Exp. 12. Proceso criminal contra Pedro de Espinosa, familiar del Santo Oficio de Iniesta, por amancebamiento con Catalina Martínez del Pozo. 1613-1615