El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

sábado, 20 de febrero de 2021

LA SIGNIFICACIÓN HISTÓRICA DE SANTIAGO DE LA TORRE

 



Santiago de la Torre se llamó en origen El Quebrado; "que ahora llaman Santiago" se dirá en una carta de avenencia entre el obispo de Cuenca y el comendador de la Orden de Santa María de Cartagena por la partición de los frutos decimales de su iglesia, fechada en 1279. Sin embargo, Santiago, como otras tantas poblaciones, desaparece de los textos en el desierto documental del siglo XIV, justo en el momento que nace El Provencio como puebla a la Historia. El andar renqueante de ambos pueblos en el trescientos confundirá a los hombres varias decenas de años después y en el deseo de buscar identidad a los pueblos hará a uno y otro, sin razón en el caso de Santiago, como lugares de Alcaraz amputados a esta tierra. Ni uno ni otro pagarán diezmo a las tazmías de Alarcón.

Pero es en la primera mitad del siglo XV, cuando Santiago el Quebrado surge a la historia. Se dice que un criado de los Pacheco, Rodrigo Rodríguez de Avilés, es quien adquiere el lugar, aunque quien presta sus servicios a Juan Fernández Pacheco (prestaciones carnales incluidas) es su suegra, pero este judío de Ocaña, que presta sus servicios al rey Juan II con varias lanzas, es para los de Alarcón caballero que defiende sus intereses y en virtud de los cuales recibe Santiago como donadío en 1404. A este Rodrigo Rodríguez de Avilés le acompañó la desgracia, preso de los moros, la fortuna de este arrendador de impuestos se pierde en su rescate, pero sus herederos llevarán la sangre de la madre Beatriz Hernández, conocida como la pachequita, bastarda y hermanastra de María Pacheco, y a su sombra medrarán, cuando se hacen con el señorío de Minaya.
No obstante, el protagonismo de la política de esta zona de la Mancha conquense corresponde en el segundo cuarto del siglo XV al doctor Pedro González del Castillo. De este hombre y de su familia apenas si se sabe nada en su origen; procedente del Castillo de Garcimuñoz, se ha asociado como un miembro más de una de las familias más enigmáticas del obispado de Cuenca: los Origüela. A la espera de que otros demuestren la filiación, no tenemos más constatación de su sangre Origüela que el testamento de su sobrino Pedro, pero tenemos sospechas para pensar que su sangre judía debía quizás más a los Cabrera que a los Origüela. De su padre letrado, Lope Martínez, heredó el oficio en la corte; de su madre Teresa nada sabemos, ni siquiera el apellido. De hecho, el doctor Pedro no quiso recordarlo, adjudicando el paterno, y su hermano Hernán, que se llevó los huesos del padre a enterrar a San Clemente, se olvidó de los de su madre.
El doctor Pedro González del Castillo y su hermano Hernán eran figuras al alza, bajo la sombra y poder del condestable Álvaro de Luna y ambos constituyeron, con permiso de los Pacheco de Belmonte, el núcleo de poder más fuerte en las inmediaciones del Záncara y del río Rus. En 1428, el doctor Pedro convierte el donadío de Santiago comprado a los Avilés en señorío jurisdiccional, esa jurisdicción se extiende a Santa María del Campo Rus, al tiempo que se dota de una hacienda inmensa, centrada en Santiago y en Las Pedroñeras, sus tierras llegarán a los muros de este lugar. Aunque la base de su poder serán los molinos, en el Júcar y en el Záncara. Su hermano Hernán intentará lo propio en San Clemente, aunque parece llegar tarde a cualquier intento de creación de señorío jurisdiccional.
Es en torno a la década de 1430 cuando esta zona nace para la Historia, aquellos pequeños lugares de Santa María del Campo Rus o San Clemente, donde don Juan Manuel descansaba en sus salidas de Castillo de Garcimuñoz, comienzan a tener historia escrita (desgraciadamente desaparecida en gran parte). Para los aldeanos la visión de ese renacer son las torres que se levantan ante sus ojos: la de Santiago, que ahora se llamará de la Torre, y la de San Clemente, la llamada Torre Vieja. Con estos González del Castillo, los aldeanos de las cuencas del río Rus y el Záncara despiertan a la historia de una familia los González Castillo, y sus parientes Origúela, incardinados en la política del Reino como miembros de los Consejos, embajadores en los concilios o entablando hábiles alianzas con poderosas familias, tales los Portocarrero en Salamanca, los Prestínez en Burgos o los Franco, judíos conversos de Toledo. El símbolo de ese poder es la torre de Santiago y esa otra fortaleza de Torres del Castillo en Salamanca. El doctor Pedro González del Castillo sueña con su fortaleza de Santiago y sus deudas con sus tierras de origen conquenses, quiere ser enterrado en la iglesia del Quebrado, hasta parece renegar de su alianza con los Portocarrero, pues, olvidando un malogrado primer matrimonio, quiere hacer de su bastardo el licenciado Hernán el heredero de su linaje, obviando los intereses de su mujer. Ahora bien, la fortuna es cambiante y la del doctor Pedro irá ligada a la del condestable Álvaro de Luna; cobijado a su sombra ha sido incapaz de ver el fulgurante ascenso de Juan Pacheco.

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Los sueños del doctor Pedro González Castillo de crear un gran señorío en torno a Santiago de la Torre pronto se desvanecieron. Su dominio en Santiago de la Torre y Santa María del Campo Rus era pequeño Estado, que, al igual que El Provencio en manos de los Calatayud, era sombra de la concesión regia del marquesado de Villena al maestre don Juan Pacheco. Además, los capítulos entre el doctor Pedro y el concejo de Santa María del Campo tenían más de concordia que de sojuzgamiento.
Las disputas familiares acabaron con toda posibilidad de crear una entidad de importancia. La mujer del doctor Pedro González del Castillo, Isabel Portocarrero, se apresuró a garantizar de su marido la constitución de un mayorazgo que legara a su hijo Juan los bienes familiares, pero en esa costumbre e invento castellano de la llamada mejora del tercio y quinto, gran parte de los bienes fueron a un hijo bastardo anterior, el licenciado Hernán González del Castillo, que daría lugar a dos linajes diferenciados, los Alarcones de Sisante, y los Ruiz de Alarcón, otros más, que conservarán la parte de la herencia en torno a la llamada aldea y molino del Licenciado (en Castillo de Garcimuñoz y junto al Júcar). Como se ve, los apellidos habían cambiado, en este caso, por asunción de apellidos maternos, pero es que estamos ante una de las familias conquenses más camaleónica, ya no tanto por ocultar el apellido Origüela sino por mandar a hacer puñetas un apellido tan común como el de González, pero que en boca de los contemporáneos debía ir acompañado de algún otro tenido por infecto, es decir, judío.
Muerto el doctor, ni la viuda ni los hijos hicieron mucho por mantener la obra del padre. Juan Castillo y su hermano Alonso Portocarrero andaban a la gresca, el segundo ni aceptaba la herencia del bastardo Hernán ni el mayorazgo del primogénito. Dicho en pocas palabras, el hecho de que el padre le legara sus libros no lo debió dejar muy satisfecho. Y, es que, aunque el chico salió buen estudiante, su madre Isabel Portocarrero, de la que tomó el apellido, pensaba para él la herencia centrada en tierras salmantinas e incluida en el mayorazgo de Juan. Alonso, al que se le insinuaba la posibilidad de vestirse los hábitos, comprendió que si quería ser alguien, mejor letrado que cura, y mejor en la Corte que en el pueblo. Fue su elección (sería maestre sala de los Reyes Católicos), la que salvó a la familia, pues su hermano Juan tuvo la idea de declararse partidario de la Beltraneja en la primera fase de la guerra de Sucesión castellana, allá por 1476. Si conservó sus posesiones de Santiago de la Torre, fue más por la inteligencia ajena de los reyes, que por la propia, pues, con ánimo de dividir a sus enemigos, le perdonaron su error y su hacienda. Quiero decir que su cambio de fidelidad, malgré lui, evitó que el castillo de Santiago de la Torre se convirtiera en una de esas fortalezas desmochadas o aniquiladas, tal como le pasó al castillo de El Cañavate.
Mientras los hermanos Juan y Alonso seguían con sus disputas familiares (las normales, cuando hay dinero por medio); disputas que llegaron hasta la muerte de Juan; el pueblo de Santiago de la Torre parecía ajeno a todo y vivía la segunda mitad del siglo XV como un revival. Los viejos siempre recuerdan un pasado mejor, pero en el caso de Santiago, no parecían equivocarse, pues había conocido un lugar habitado por cien vecinos, es decir unas cuatrocientas almas, un pueblo feliz con sus fiestas y sus músicos y, sobre todo, un pueblo de pastores. De Santiago, será la familia, luego sanclementina, de los Herreros, que decían ser descendientes de los conquistadores de Madrid (algo, de esa u otra ciudad, a lo que todos podremos aspirar si rascamos en nuestros ancestros) o tal decían doscientos años después, ahora, a finales del siglo XV, se dedicaban a hacer dinero: criando ganado y predicando su odio a los Pacheco o a cualquiera de sus aliados. Era un caso notorio, pues los santiagueros no disponían de tantas cabezas de ganado, aunque fue la posesión de ovejas y cabras la causa de su decadencia como pueblo y su reducción a menos de treinta casas hacia 1520.
En esa decadencia, parte de culpa, bastante diríamos, tuvieron los provencianos y los sanclementinos, que, aunque de amigos tenían poco, por no decir nada, sí participaron de una idea común: intentar hacerse ricos, o al menos salir de la miseria, plantando viñas. Fue un movimiento roturador frenético; largas lenguas de hileras de viñedo salieron de ambos pueblos para confluir. Su resultado fue que acabaron con los pastos de las ovejas de Santiago de la Torre y, mucho peor, desecaron los lavajos y arroyos. Las aguas corrientes devinieron en estancadas y, de ahí, en foco de enfermedades que diezmaron las ovejas y la población de Santiago de la Torre. Los más arriesgados, o necesitados, abandonaron el pueblo, se convirtieron en agricultores y emigraron a Las Pedroñeras en cuyo auge no es ajena la migración santiaguera.
Mientras sus vecinos se iban, su señor, Bernardino del Castillo Portocarrero, hijo de Juan y nieto de Pedro, competía con su amigo Alonso de Calatayud, por establecer un régimen de terror con sus vasallos. La fortaleza de Santiago era tan odiada como la de los Calatayud en El Provencio. Si la de los Calatayud sería arrasada por los provencianos en Las Comunidades, la de Santiago de la Torre se había librado treinta años antes de ser quemada por los mismos provencianos que hasta allí acudieron con sus carros llenos de paja. No parece que eso arredrara a don Bernardino con fama de colgar de las almenas a alguno de sus alcaides.

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Cuando Hernando de Colón, el hijo de Cristóbal, llega a Santiago de la Torre en 1517 o algún año antes, si es que le dio tiempo a visitar tantos lugares para su Cosmografía, encuentra un lugar en irremediable decadencia: treinta vecinos lo pueblan, nos dirá, cuando ha poco tenía doscientos, en cifra tan exagerada como lo será él mismo, que el hombre intentaba emular en sus descubrimientos en España lo que su padre el Almirante encontró en Indias. Sobre el declinar de Santiago no le faltaba razón, sin saber las causas. Hemos adelantado algunas de ellas, la más sugerente en estos tiempos de pandemias es la de unas aguas infectas y estancada y unos ganados transmitiendo sus enfermedades a los hombres. Causa subsidiaria de otra principal. "La revolución del año mil quinientos en la Mancha conquense" provocó la huida de los vecinos de las tierras de señorío; no hemos de pensar en vecinos agazapados y con escasos enseres huyendo nocturnamente de sus pueblos, no, sino familias que a plena luz del día destejaban los techos de sus casas y demolían las piedras de sus muros para construir nuevas casas en tierras de realengo. Quien lo relataba así era un impotente Alonso de Calatayud, que veía desmochar su pueblo de El Provencio en vano intento de crear otro en 1510: Villanueva de la Reina. Todo el mundo quería casa libre de ataduras señoriales y campos o viñas en propiedad... tierra sobraba. Era la misma tierra que los pastores santiagueros hollaban; la ruina de los pastores y sus ganados los obligó a mutar sus ocupaciones y a adaptarse a los cambios. Hoy se llama a eso resiliencia o al menos eso dicen los próceres y triunfadores de este capitalismo equinoccial, entonces era ganarse el pan, llevados los hombres de la necesidad.
Los hombres abandonaron Santiago de la Torre hacia las villas de realengo en busca de la tierra que sobraba, bien a El Provencio bien a San Clemente o bien a la arruinada, por las guerras, La Alberca. Aunque su principal destino fue Las Pedroñeras. Sin ánimo de crearme enemigos en este pueblo he de decir que Las Pedroñeras debe sus existencia histórica a Santiago de la Torre. Solo la vitalidad de los nuevos repobladores santiagueros dio el impulso a esta pequeña villa para lograr la suficiente identidad que garantizara su existencia frente a la amenaza de los Castillo Portocarrero y los Pacheco de Belmonte, con ambiciones en Robredillo de Záncara, sus molinos y sus tierras. Las Pedroñeras a comienzos del siglo XVI fue un peón más en las ambiciones territoriales de la villa de San Clemente, que quería llevar sus fronteras hasta el Záncara y se inventó un aliado en los pedroñeros para negar su existencia a provencianos y santiagueros. Aunque quien pusieron los hombres para hacer posible ese proyecto fueron los santiagueros. El modelo fue el mismo, que por ejemplo en El Cañavate. Los pastores santiagueros, devenidos por la necesidad en labradores, explotando como renteros las tierras que los Castillo Portocarrero poseían en Las Pedroñeras (alrededor de dos mil ducados de hacienda); al faltar hombres y sobrar tierra, las condiciones de los arrendamientos eran favorables a los colonos, que pronto comenzaron a roturar otras tierras llecas y conseguir su propiedad por las ventajas forales del suelo de Alarcón. Señores y colonos se beneficiaban de la nueva situación, aunque el conflicto estalló por los usos tradicionales... y comunales. A todos les movía el interés particular, pero todos necesitaban de los viejos usos comunales: mientras la propiedad privada crecía, la comunal menguaba. Dehesas boyales empequeñecidas, mientras las bestias de labranza aumentaban; tierras de pastizal sustituidas por las viñas, en tanto que los nuevos colonos comprendían que mantener el ganado era una oportunidad de negocio para el abasto de unas villas de realengo en crecimiento desaforado, y, en fin, cosas tan simples como necesidad de esparto para alpargatas para los pies, troncos de carrasca para edificar casas o labrar arados, masiega para colchones de las camas o bellotas para comer.
Para impedir estos usos comunales se erigía ahora la fortaleza de Santiago de la Torre (o para esconder el trigo que tanto Alonso de Calatayud o Bernardino del Castillo robaban con eso que llamaban el rediezmo). No hemos de pensar en grandes mesnadas al servicio del señor ni los lugareños lo veían así tampoco. La fortaleza de Santiago estaba en manos de un alcaide y un puñado de criados armados al servicio de don Bernardino: una pandilla de malhechores a los ojos de los contemporáneos o ,más bien, unos de tantos necesitados en un mundo de bribones en el que todos perseguían lo mismo, su propio interés, en el que todos se conocían o tenían lazos familiares y en el que lo común eran los tratos... hasta que los labradores se internaban en los espacios comunes que don Bernardino ahora adehesaba; entonces, y los más propicios a ser víctimas eran los pedroñeros, de los tratos se pasaba a la somanta de palos que solía recibir el intruso de los "caballeros " de don Bernardino, aunque la cosa se solía arreglar con alguna multa o embargo de algún útil, mediante la visita a las mazmorras del castillo de Santiago de la Torre, situadas en el inferior de su torre de homenaje. Como siempre, los hay con exceso de celo y dispuestos a hacer del servicio a su señor la negación de su persona; tal era un alcaide Cisneros, quizás ocupara el puesto en el umbral de los años 1520 a 1530. Este hombre inspiraba terror en los pueblos vecinos por su crueldad. Quizás (y disculpen la digresión) era como aquel guarda de Castillo de Albaráñez un cabrón redomado, un tal de la Madre, que hizo imposible la vida a mis antepasados de Arrancacepas y llegó a matar a alguno de ellos en sus aventuras nocturnas por hacerse con leña. El alcaide Cisneros, sin ser consciente, sustituía en crueldad a su señor don Bernardino del Castillo, que decidió colgarlo de las almenas del castillo y exponer su cuerpo a la visión de los labradores, no tanto porque su crueldad compitiera con el señor, sino porque se estaba quedando con las exacciones que le pertenecían. Claro que para ganarse esas rentas "feudales" don Bernardino se lo había trabajado desde comienzos de siglo; lo sabían bien alberqueños o santamarieños. ¿El principal motivo de disputa? La caza de conejos. Claro que si París bien vale una misa, don Bernardino se dio cuenta tarde que un conejo no valía la pena para desencadenar una revolución, la de las Comunidades.

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La figura del doctor Pedro González del Castillo sigue siendo una incógnita. Hombre de gran significación en la corte de Juan II, comenzamos a tener noticia de él por algún documento del Archivo Municipal de Cuenca, que en su día transcribió TIMOTEO IGLESIAS MANTECÓN, situando a Pedro González de Castillo en 1426 como Alcalde de Provincia. No obstante, las genealogías familiares sitúan a nuestro doctor como uno de los letrados castellanos destacados en el compromiso de Caspe defendiendo en 1412 los intereses de Fernando de Antequera a la Corona de Aragón. ¿Cuál es el problema? pues que tanto Zurita en sus Anales como Bofarull en el estudio de los documentos señalan que el doctor que acudió a Caspe fue Pedro Sánchez del Castillo. Es cierto que sabemos de un criado de Pedro González del Castillo, también doctor, ambos compartirían capillas de enterramiento en el convento de agustinos de Castillo de Garcimuñoz. La familia siempre defendió que Pedro González del Castillo era el Pedro Sánchez del Castillo citado por Zurita en sus Anales. Nosotros por nuestra parte estamos habituados a estos Origüela jugando indistintamente con el apellido Sánchez y González.
Pero de la genealogía de los Castillo Portocarrero destacamos su expresa mención a la construcción del castillo de Santiago de la Torre, tanto en la genealogía de la BNE como en esa otra menos conocida, donada al archivo de Trujillo por los descendientes (y cuyo conocimiento debo a Juan de Orellana Pizarro). Es difícil dar total veracidad a una familia que inventó varias genealogías (donde por no coincidir no coincidía el nombre del padre del doctor), pero no podemos de dejar de transcribir el siguiente párrafo (que confirma y detalla ese otro de la BNE), en este momento que se va a comenzar la restauración del castillo de Santiago:
"Sirvió Pedro González del Castillo con singular valor y fidelidad a los señores Reyes don Juan el Segundo de Castilla y don Fernando el I de Aragón, de los quales recibió grandes honores y mercedes que se omiten por no dilatar este memorial. Fundó a sus expensas con facultad real el castillo de Santiago de la Torre, en tierra de Cuenca, y en tierra de Salamanca la casa fuerte de la Quatro Torres, sumptuoso edificio. Edificó en su villa de Sancta María del Campo, en la capilla mayor de la Yglesia matriz , un magnífico sepulchro par él y sus descendientes, assí mesmo un convento de trinitarios calzados"

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Don Bernardino del Castillo Portocarrero salió reforzado de la guerra de las Comunidades de Castilla; a diferencia de su colega don Alonso de Calatayud había visto el movimiento comunero del verano de 1520 desde lejos, en Salamanca. Había evitado el bochorno de su aliado, el señor de El Provencio, sometido a un juicio popular por sus vecinos. Ninguno de los dos se había visto libre de la ira popular, pues si los provencianos la emprendieron contra la fortaleza de la familia Calatayud y sus odiadas mazmorras. don Bernardino vio como los santamarieños saqueaban el palacio de los Castillo Portocarrero en Santa María del Campo Rus y robaban (o expropiaban) el trigo de sus cámaras. Sin embargo, no tenemos noticias de que el castillo de Santiago de la Torre fuera objeto de la furia del populacho, aunque dudamos que fuera centro de la resistencia señorial en un momento que los Calatayud estaban retirados en Las Mesas y los Portocarrero lejos de la zona.
Acabadas las guerras de las Comunidades es probable que el emperador buscase una política de conciliación con los perdedores a la par de la represión del movimiento, pero los patricios de las repúblicas pecheras habían perdido su oportunidad y Carlos V no les perdonará su tibieza. El sanclementino Antonio de los Herreros se había ofrecido al prior de San Juan para luchar con los focos rebeldes persistentes después de Villalar, pero para mayo de 1521 se le comunica que ya no es necesario. Es más tres años después, cuando en los interminables conflictos entre El Provencio y San Clemente, los últimos invaden la primera villa con dos compañías de cuatrocientos hombres (¡todo el pueblo sanclementino armado!), Carlos V decide poner fin a esos micropoderes pecheros. Se habla del señorío de Isabel de Portugal como la época dorada de la villa de San Clemente, pero esta época fue de regresión señorial en la propia villa y de reforzamiento de los poderes externos. Es ahora, cuando don Bernardino del Castillo Portocarrero cierra su villa de Santa María del Campo a los usos comunes tradicionales y es ahora cuando Santiago de la Torre adquiere el valor de símbolo del poder señorial. Claro que junto a los vecinos apaleados por robar leña en las dehesas de Santiago surge el gran propietario que adquiere tierras en el segundo movimiento roturador de los años alrededor de 1530 que sigue a ese otro de comienzos de siglo.
La reacción de don Bernardino Castillo Portocarrero fue tajante, impidiendo a los vecinos foráneos labrar sus tierras; entre los perjudicados estaba el provenciano García Sánchez que poseía en propiedad varias hazas en el donadío de Santiago de la Torre. Sabemos que los provencianos con propiedades en Santiago sacaban su trigo del donadío hasta las eras de El Provencio para evitar las exacciones de los Castillo Portocarrero. Entre ambos contendientes se debió llegar, en los primeros años de la década de 1520, a acuerdo, que no era sino reforzamiento del poder señorial de los Castillo Portocarrero tras la guerra de las Comunidades, con la obligación de los labradores de ceder una oncena parte de su cosecha a don Bernardino del Castillo. La solución vino después de pleito entre los provencianos y don Bernardino del Castillo Portocarrero, sustanciado en la Chancillería de Granada, que reconocía a los provencianos a sacar sus mieses del donadío y a don Bernardino cobrar un onceno de cada fanega cosechada. Las relaciones con los labradores de Las Pedroñeras también se enturbiaron. Era un punto de inflexión que acababa con una época, en la que santiagueros o pedroñeros se consideraban un mismo pueblo, como hermanos y revueltos se decía (de hecho, era común que los pedroñeros hicieran un alto con sus mulas y carros en Santiago, donde, convidados, comían en común), y en la que no se conocían fronteras. Hacia sus dos montes de encinas, el viejo, en el camino de las Pedroñeras, y el nuevo, en el camino de La Alberca, acudían los convecinos a por la bellota, y hacia la dehesa de Majara Hollín y sus humedales habían acudido hasta los años veinte los provencianos, los pedroñeros y sanclementinos con sus carretas para recoger la masiega empleada para rellenar los colchones de sus camas, mientras sus mulas pacían, o para buscar espárragos entre las primeras viñas plantadas. Ahora, Majara Hollín se desecaba, sus ganados se perdían y lo que era dehesa santiaguera era objeto de disputas entre provencianos y sanclementinos por su control. Entre los provencianos que compraban tierras en Santiago el Quebrado destacaba Julián Grimaldos, además del citado García Sánchez, y otros como Pedro Sánchez de Bartolomé Sánchez que se dedicaban a romper los llecos en el camino de La Alberca, que se avinieron a pagar el onceno a don Bernardino, según recogía el testimonio de un labrador provenciano que andaba entre su pueblo y Santiago para recoger limosnas para el ermitaño que guardaba la ermita de Santa Catalina. Mientras El Provencio y Las Pedroñeras crecían en la década de los treinta, con trescientos diez y ciento ochenta vecinos, respectivamente; Santiago de la Torre, apenas si llegaba a los veinte. El empuje roturador de los vecinos de Las Pedroñeras se centraba en la hoya de Hernán Gil y en el camino de Santiago a Robredillo de Záncara.

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El poder de los Castillo Portocarrero estaba muy debilitado a mediados del siglo XVI y su fortaleza de Santiago de la Torre era mole tan impresionante como desolada. En 1565 era un lugar poco deseado como vivienda, aunque el alcaide tenía residencia allí, prefería la vivienda de Santa María del Campo Rus. Aparte de su mujer y su hija por la fortaleza se dejaba ver únicamente una cuadrilla de canteros vascos, alojados temporalmente.
Ahora, desde mediados de siglo, el mayorazgo de los Castillo Portocarrero había caído en Antonio, hijo de Bernardino, nieto de Juan y biznieto del doctor Pedro. El hombre no hizo mucho por mejorar la imagen de los Castillo Portocarrero en la comarca y, de hecho, se convirtió en el miembro del clan más odiado, sin llegar a hacer los méritos de su padre Bernardino. Siguió haciendo de la fortaleza de Santiago su centro de operaciones para, con unos pocos criados y su alcaide, negar el acceso a los espacios adehesados de la familia, pero su autoridad estaba siendo discutida en su principal villa, Santa María del Campo Rus. Quien ponía en duda su autoridad eran los García de Mingo Martín, unos labradores a los que su enfrentamiento con los Castillo Portocarrero había convertido en forajidos con cierta aureola romántica que andaban con escopeta en la mano para matar a don Antonio. No es que los hijos fueran agresivos, más bien el padre y la madre encarnaban un clan de alma indómita, creyéndose capaces de acabar ellos solos con toda la nobleza de la zona. Al menos, valentía e ira mostraba el tal Miguel García, que arrancó de un mordisco la oreja del alguacil de don Antonio, después de matar a Martín Chaves, aliado de don Antonio. El clan se atrevía a atacar la fortaleza de Castillo de Garcimuñoz, para liberar a un tal Rubio de la garra de los Melgarejo. En fin, "un mal ejemplo para la república" que decía el hombre de confianza de don Antonio. El resto es una novela de Merimée, un Miguel García refugiado en la iglesia de Santa María, vista por los santamarieños como refugio y lugar de jurisdicción real, además de eclesiástica, frente al poder señorial; apresado el malhechor en la iglesia por un iracundo don Antonio, poco dispuesto a respetar jurisdicciones ajenas, y la vergüenza pública del reo a lomos de asno y torso desnudo, mientras su anciano padre se plantaba delante de la procesión punitiva en desafío al poder de don Antonio al grito de que "quien osara meterse con su hijo no quedara cojón de ellos". Miguel García arrestado en las mazmorras de Santiago de la Torre y su fuga después que madre y hermana, y la complicidad de algún provenciano la facilitaran. La fuga de Miguel García fue clásica, valiéndose de unas sábanas hechas jirones, aunque según otros fue por la puerta, cosa creíble porque carcelero y preso solían jugar juntos a las cartas. Gracias a la cárcel y fuga de Miguel, conocemos cómo era la torre de Santiago: Miguel García fue encerrado en la mazmorra, sita en lo hondo de la torre de la fortaleza, que era un habitáculo con un único agujero en la parte superior, desde donde se bajaba al preso con una cuerda. Sobre el techo de la mazmorra había una primera pieza y desde aquí por unas escaleras se accedía a una piso superior, la cámara de armas, encima de la sala de armas había otras piezas superiores, aunque no se dice cuántas, todas ellas sin puertas y de libre acceso. Los testigos decían que para sacar a un hombre de la mazmorra eran necesarios otros tres o cuatro hombres tirando de una soga. Difícilmente podía escapar de allí el preso, aparte que el acceso exterior a la torre donde se hallaba era por una puerta con llave y un guarda de vigilancia.
Muestra de que el poder de don Antonio Castillo Portocarrero estaba muy debilitado es que la pagó con sus padres. Claro, él no, que andaba huido. Pero, tanto Pedro García el padre como su mujer Francisca Redonda era un matrimonio de armas tomar; ni en la cárcel los doblegaron: el viejo amenazaba, sus barbas eran canas pero prietas.
¿Quiénes eran estos García? Era una familia extensa, a Francisco, hermano de Miguel, se le conocían seis hijos. Sabemos de parientes en La Alberca y en El Provencio. Era una familia muy estructurada y jerarquizada en torno al patriarca de la familia, Pedro, de setenta y ocho años, y su mujer Francisca, de sesenta y seis años. Era asimismo una familia de campesinos, Miguel llevaba mies en sus mulas cuando se enfrentó con el alguacil Francisco Moreno; su sobrina Cristina Redonda estaba trillando en la era a comienzos de agosto y el secuestro de bienes de Pedro García comienza por trece fanegas de cebada y él mismo llega, en el preciso momento del secuestro de bienes, procedente de la era con una horca. Pero es de suponer que era una familia campesina acomodada. Labradores ricos, pero analfabetos. Se dedicaban al cultivo de campos de cereal, cultivo con tierras muy aptas en Santa María del Campo Rus frente a las poblaciones del sur dedicadas a la vid. Los vestidos de Miguel García, encontrados en una arca y embargados, demostraban una posición social: dos calzas, unas plateadas y otras blancas, capa y sayo de velarte, gorra de terciopelo y jubón de telilla. El colchón y almohada que su padre le llevó a la mazmorra estaban rellenados de lana, no de paja. Pedro García es rico; sabemos por su mujer, que en la arenga de la plaza, Pedro le recordó a su señor haberle dado ya once mil maravedíes; muestra que intentó una solución de conciliación en las muertes provocadas por su hijo y muestra de su riqueza. Además, Pedro García estaba metido en el lucrativo negocio de echar las yeguas al garañón; creemos que los problemas que aquí tuvo están relacionados con la orden real de facilitar la reproducción de caballos para la guerra frente a lo más común en la época que era la cría de mulas, un animal que estaba sustituyendo de forma acelerada a los bueyes para la labranza, alcanzando precios astronómicos. Y para ser simples campesinos, eran campesinos muy bien armados. Aunque, como siempre, las armas llegan después, los conflictos de intereses son anteriores.
Las complicidades de los García en la zona mostraban la debilidad de los Castillo Portocarrero, enfrentados a los vecinos de los pueblos por las cortapisas al disfrute de los bienes comunales. El clima era de subversión total al poder señorial. Esa es la razón por las que don Antonio decide abandonar su Cuenca en 1579, con un trato con la Corona que le cede Fermoselle a cambio de Santa María del Campo Rus, pero el paso de esta villa a realengo costó a sus vecinos 16000 ducados. Santa María del Campo Rus como villa de realengo fue un experimento fallido, pero fue, en mi opinión, una de las causas del fin de la gobernación del Marquesado de Villena, escindido en dos corregimientos (San Clemente y Chinchilla) tras la sublevación de la villa contra el gobernador Rubí de Bracamonte y la nobleza regional que acudiendo a la ceremonia de colaciones, pensaba que el pueblo era fruto maduro para apropiarse de él. Las terribles condenas sufridas por los santamarieños son conocidas.
Santiago de la Torre continúo en poder de don Antonio unos años más, hasta mayo de 1590, que la vende a don Alonso Pacheco de Guzmán, regidor de Toledo, aunque de los Pachecos sanclementinos, descendientes de Alonso Pacheco, segundón del señor de Minaya. Junto a su mujer, fundarán mayorazgo, pero la descendencia, femenina, no acompañará. Su hija casará con Juan Pacheco Guzmán, el otro, es decir el imbécil, caballero de Alcántara, pero una marioneta en manos de su madre. Su culpa no fue tanto andar enfrentado con los Ortega de San Clemente, a lo que tenía por bastardos por intentar emparentarse con los Pacheco, recordando a estos y a su pesar, los torcidos que son los troncos de los árboles genealógicos, sino ser incapaz de garantizar una línea sucesoria digna, precedente de esa situación de múltiples herederos que ha llevado al castillo de Santiago a la ruina.