El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

domingo, 3 de marzo de 2019

Las intrigas en la villa de San Clemente hacia 1590

San Clemente era la cabeza del corregimiento y, por tanto, lugar donde las intrigas en torno al corregidor eran mayores. La figura ascendente en la villa de San Clemente era el alférez mayor de la villa, don Juan Pacheco Guzmán, que unía en su persona la herencia de los Pacheco y los Castillo, por su matrimonio con Elvira Cimbrón, la hija del menor de los tres hermanos Castillo, Francisco. Don Juan Pacheco reactivó, junto a su cuñado Francisco Mendoza, un antiguo pleito que estaba muerto desde la muerte el abuelo Alonso del Castillo en 1528: la jurisdicción señorial para la familia del lugar de Perona. La defensa del título jurisdiccional vino acompañada por la usurpación, vía de los hechos, de una parte de la dehesa del río Rus, que el concejo de San Clemente tenía por suya.

Los estratos medios de la sociedad sanclementina, representados por los regidores Diego de Montoya o Alonso Martínez de Perona, denunciaban al alférez mayor de haberse apropiado de una porción de dehesa entre Perona y Villar de Cantos, en la margen izquierda del río Rus, desde la Puente Blanca hasta la Peña Bermeja; setenta almudes de tierra, valorados a diez ducados cada almud. La supuesta pretensión por don Juan de las cabezadas de sus hazas se convirtió pronto en deseos de quedarse con toda la dehesa. El corregidor Antonio Pérez de Torres sentenció a favor del alférez, después de una vergonzosa visita sobre terreno en la que el alférez le espetó al corregidor con claridad un lo quiero todo. La villa perdía así unos ingresos de quince mil maravedíes anuales que obtenía del arrendamiento para la labranza de esta dehesa y que por licencia real usaba como arbitrio para pago del servicio de millones. 

En torno a los intereses de don Juan Pacheco, se agrupaban el colectivo de escribanos como Francisco de Astudillo o Pedro Castañeda, con gran influencia sobre el corregidor y determinantes en sus decisiones. La influencia de este grupo era perniciosa; pronto convencieron a los nuevos corregidores de las diecisiete villas de la fuentes complementarias de ingresos de un oficio como el de corregidor mal pagado; se subieron a un real, de los doce maravedíes, los derechos de las sentencias de remate de las ejecuciones, fijando un nuevo arancel que exigía derechos de un real para ejecuciones de más de dos mil mrs. y 16 mrs. para ejecuciones inferiores a esas cifras. Los Pérez Torres pronto se arrogaron frente a la justicia ordinaria sanclementina todos los juicios por deudas, obteniendo como fuente de ingresos, a decir de algún testigo, doscientos ducados. Las prebendas obtenidas por los corregidores fueron seguidas por aquellas otras de los alguaciles, tal el alguacil mayor del partido Cristóbal de Mendoza, con un salario de quinientos maravedíes diarios, pero cuyos ingresos aumentaban enormemente con las cobranzas de los deudores del pan del pósito. Aunque quien se llevaba la palma de la corrupción era el ya citado Diego de Agüero, en la plaza de la villa de San Clemente eran motivo de murmuraciones los cohechos cometidos en las villas del partido: en Iniesta, se decía que alguien le había metido trescientos reales por favorecer la elección de uno de los alcaldes; en Quintanar, le habían dado seis ducados por hacer la vista gorda con las cuentas; en Villanueva de la Jara había recibido diez doblones de a cuatro por dar por buenas las cuentas del pósito; en Tarazona, el alguacil recibió una olla de miel y doscientos reales; en Villarrobledo, el alguacil chocó con la probidad de los depositarios pero eso no fue óbice para que prolongara artificiosamente su comisión para llevarse salarios adicionales. EL regidor Miguel de los Herreros es uno de los que reconvenía públicamente en la plaza al alguacil prevaricador que, viendo su conducta natural, le contestaba aquello de !y os espantáis¡

El carácter remiso y timorato del corregidor Antonio Pérez de Torres era denunciado por los vecinos, especialmente en el abasto de carnes, donde se servían borregos y primales de mala calidad en las carnicerías. La villa de San Clemente estaba revuelta y presta para el motín; por sus calles se daban gritos de !abajo el mal gobierno¡... que pues la justicia lo consentía, que auían de hazer ellos (la justicia). El hecho de matar borregos en vez de carneros había procurado unos beneficios a los abastecedores de seiscientos ducados. Otro tanto ocurría en los abastos de pescaderías y panaderías y con la conservación de los montes como los de Alcadozo o el Pinar Nuevo. Las denuncias tenían especial valor por venir de Francisco Rodríguez de Garnica, antiguo escribano de comisiones y conocedor como nadie de las corruptelas, que no recordaba una situación de desgobierno similar en los últimos treinta años y que imploraba a Dios para restablecer la justicia. Era tal el clima de desgobierno al finalizar el oficio don Antonio Pérez de Torres, que su sucesor Juan de Benavides Mendoza manifestó su deseo ante el cabildo sanclementino de no impartir justicia para mantener su buen nombre.

El escándalo del gobierno de Antonio Pérez de Torres llegaba a casos extremos, que a veces parecían sacados de la obra de Cervantes y su personaje Ginés de Pasamonte. Un ladrón llamado Julián de Iniesta fue condenado a galeras por Juan de Mondéjar, alcalde de la Hermandad y alférez de Tarazona; intercediendo, consiguió el perdón del corregidor, para continuar con sus fechorías en Vara de Rey. Otras veces, eran los oficiales los que reconocían sus excesos. Así, el escribano Francisco de Garnica reconocía haber llevado excesivos derechos en Ledaña y otras aldeas de Iniesta de unas ejecuciones. La solución no vino del corregidor, sino que la mediación se llevó a cabo en casa del escribano Miguel Sevillano para tapar el escándalo.

A la altura de 1590 el poder económico de la villa de San Clemente estaba en manos de los herederos de los Castillo y los Pacheco, riqueza que había confluido en Francisco de Mendoza y Juan Pacheco, pero la figura pública y ascendente en la villa, en boca de todos, era el escribano Francisco de Astudillo. En compañía de alguaciles como Diego de Agüero, se había adueñado de la vida pública sanclementina. Diego de Agüero encarnaba la figura del matón, Francisco de Astudillo el de nuevo leguleyo, que como escribano, daba carta de naturaleza a los excesos. Un caso criminal vino a revolver las conciencias sanclementinas: la agresión al joven Juan Peinado, malherido a palos con una horca y muerto por Pedro Cañaveras, criado de Diego Agüero. El procurador del menor, Pedro Monedero pidió justicia y parece que el corregidor Melchor Pérez de Torres estuvo presto a concedérsela, pero la repentina muerte del corregidor y su sustitución por su hijo dejó el ejercicio de la justicia empantanada en la villa de San Clemente. Cuando el alguacil Llorente Martínez fue a detener a Pedro Cañaveras en casa de Diego Agüero, se encontró esperándole en el zaguán de la casa a la mujer de Diego, dispuesta a defender su casa a voces con palabras malsonantes y manifestando que en su casa, en referencia al alguacil Llorente, no era bien recibido ningún embajador. A la misma casa acudió Francisco de Astudillo, no en su papel de escribano, sino amenazante en apoyo de la mujer. Amilanado por la mujer y el escribano, Pedro Monedero fue a pedir justicia al corregidor, que con buenas palabras despachó al suplicante Pedro, para reconocer a continuación que no disponía de alguaciles para apresar a nadie. Del caso se habría de encargar Francisco de Astudillo, que, en seguida, pidió para sí los autos del caso que obraban en poder del escribano Gaspar de Llanos. Ambos escribanos, enemigos irreconciliables, tenían sus escritorios en la misma calle, frente a frente. Pedro Monedero fue al escritorio de Astudillo a pedir justicia y fue despachado con malas palabras. A partir de ahí, la discusión crecida de tono acabó a cuchilladas entre ambos. Nos hemos de imaginar a Francisco de Astudillo, cuyos ascendientes habían servido como alguaciles de gobernadores del Marquesado, como una persona alejada de la figura del amanuense sentado en su mesa, pues entre sus gustos estaba el pasearse a caballo y con espada por la villa de San Clemente y no parece que le arredrasen las peleas. A cuchilladas se enzarzó con Pedro Monedero hasta que el vecindario acudió a poner fin a la riña. Astudillo era una figura independiente que solo velaba por su interés; acusado por sus enemigos de ser un origüela, junto a esta familia, vivía en la calle de la Amargura (nombre en memoria de la pasión de Cristo, víctima de los judíos); sin embargo, él y Diego de Agüero se encontraban enfrentados a esta familia y sus allegados como Francisco Carrera, Pedro González de Herriega o Miguel Cantero, tenidos en la villa por conversos, que acusaban al escribano y al alguacil de esquilmar los montes públicos.

No obstante, había diferencias entre  Diego de Agüero y Francisco de Astudillo. El segundo procuraba, a pesar de su genio, cuidar las formas; el primero, no. Diego de Agüero, que pagaría su osadía con la cárcel decretada por el juez de residencia Gudiel, se valía de un pastor de Pozoamargo, llamado Pablo Martínez, para ejecutar en las villas la comisiones encargadas por el corregidor. Uno y otro aceptaban dineros y sobornos sin remilgos: en Iniesta, el regidor Espinosa metía directamente trescientos reales en la faldriquera de Agüero por favorecerle en la elección de oficios. Otras veces, Agüero se concertaba con el escribano Francisco Garnica, del que se decía que había vuelto con los bolsillos repletos de reales de su visita a Ledaña, aldea de Iniesta. Estos Garnica, Francisco el escribano y su hijo Juan el alguacil andaban en turbios negocios con los portugueses existentes en la villa, en el al arrendamiento de algunas casas.



Francisco de Astudillo jugaba con la ambición de los alguaciles, e igual que utilizaba a Diego de Agüero hacía lo propio con Cristóbal Vélez de Mendoza, condenado también por Gudiel, y que cometía veinte mil tropelías en las cobranzas de los deudores del pósito de don Alonso de Quiñones, obra piadosa que su fundador difícilmente hubiera reconocido veinte años después. En las cobranzas, aparecía dando fe como escribano Francisco de Astudillo, pero sus asientos era ejemplo de intachable contabilidad; para los excesos, ajenos a las escrituras del papel, se usaba de la ambición desmedida del alguacil. No tuvo cortapisas en defender la honradez del alguacil y limpio procedimiento de las cobranzas de los deudores del pósito, para a continuación dejar caer que alguacil y mayordomo podrían explicar mejor que él la parte que cobraban en exceso de cada fanega adeudada por los ejecutados. En vano, Cristóbal Galindo se defendía, diciendo que era Astudillo el que determinaba las cantidades a cobrar, pero en los asientos de las cobranzas la que aparecía era su firma. Claro que en las mil irregularidades que se cometían en la villa de San Clemente, participaban al completo los regidores. Hernán González de Origüela denunciaba las posturas, unas mordidas de la época, que recibían los regidores de los mercaderes que vendían sus productos en la plaza del pueblo. La cosa había comenzado con el ofrecimiento a los regidores por los mercaderes de un plato de frutas; el gesto había derivado hacia pagos subrepticios, que en el caso del regidor Hernando del Castillo eran descarados y a plena luz del día.

En aquellos años el verdadero poder de la villa de San Clemente estaba en los escritorios de los escribanos, que por lo general estaban en los locales de la planta baja de la plaza Mayor. Juan Robledo tenía su propio escritorio y vio cómo se lo destrozaban una noche de julio de 1591, acabando sus papeles en un pozo de la iglesia de Santiago. El autor del agravio fue un tal Alonso Hernández Gemio, que debió pensar que desaparecidos los procesos, desaparecían sus cuentas con la justicia. De hecho, a pesar del dominio de figuras como don Juan Pacheco, la base del poder municipal en San Clemente era muy amplia, una centena de vecinos participaban del poder en la villa a través del desempeño de oficios públicos, la posesión de regidurías perpetuas o como escribanos. En los años de mandato de los Pérez de Torres, pasaron por el ayuntamiento de San Clemente treinta y dos regidores, catorce escribanos, once procuradores, ocho alcaldes ordinarios otros tantos de la hermandad, un alguacil mayor de la villa,cada año, acompañado de dos tenientes y trece caballeros de sierra. A esto habría que sumar la estructura del partido con su corregidor, alcalde mayor, alguacil mayor y sus siete tenientes o un escribano de comisiones, y la estructura de la Tesorería de rentas reales del Marquesado con un tesorero, un escribano y varios receptores, cuando no ocasionalmente varios ejecutores. Si a esto sumamos una serie de oficios menores de mayordomos, fieles, pregoneros y verederos o algunos otros ocasionales en comisión como jueces de residencia o jueces de corte y de comisiones, con su alguacil y escribano incluidos, los receptores enviados desde Granada y una legión de solicitadores de pleitos que deambulaban por la Corte, los Consejos y la Chancillería, se entiende el por qué San Clemente era llamada la pequeña corte manchega. Una ingente tropa de leguleyos andaban de un lado para otro, los pleitos se multiplicaban por doquier en una sociedad extremadamente pleiteante; resmas de papeles se acumulaban en los escritorios de los escribanos, pero también en las mesas de esa institución paralela de la Inquisición, que controlaba la vida y las conciencias, con sus siete familiares, un comisario y su notario. El círculo se cerraba con los curas y clérigos, que vía testamentaria controlaban gran parte de las donaciones post mortem y los diferentes actos sacramentales que fijaban las etapas por la que pasaban la vida de los hombres. Los papeles se guardaban con excesivo celo: privilegios de la villa en el arca de tres llaves de ayuntamiento, contratos privados en los escritorios de escribanos, genealogías y papeles acusatorios de heterodoxia en los archivos inquisitoriales, libros de cuentas en el arca del pósito, libros de rentas en los arrendadores, que acababan desapareciendo en las inspecciones de los administradores de rentas, libros sacramentales en el archivo de la iglesia parroquial, y multitud de archivos privados, en una sociedad en la que eran muchos los que sabían escribir (más de los que pensamos), donde se guardaban con celo los títulos de propiedad familiares. Las familias sanclementinas mandaban a sus hijos a aprender las primeras letras a preceptores privados, unas veces, y otras a los estudios de gramática existentes en la villa: el del concejo y el de los franciscanos de Santa María de Gracia, pero en otras ocasiones se desplazaban a los estudios de pueblos comarcanos en el deseo de obtener el ansiado título de bachiller, complementado los estudios de cánones o leyes en la Universidad de Alcalá o, quien huía de las etiquetas de conversos, en la Universidad de Salamanca. No hemos de olvidar que uno de los principales Colegios universitarios, el de San Clemente Mártir o de los Manchegos fue fundado por el doctor Tribaldos, vecino de la villa. En suma, una sociedad, excesivamente regulada, donde cada uno de los actos públicos y privados aparecían reflejados en un papel o en varios, en manos de escribientes diversos, y, a veces, simplemente contradictorios. Por esa razón, cuando Alonso Hernández Gemio arroja los papeles del oficio de Juan Robledo al pozo de la Iglesia Mayor de Santiago, es un gesto que simboliza la necesidad de liberarse de las ataduras plasmadas en aquellos papeles, no solo de las múltiples denuncias que padecía por el mal uso de los bienes públicos, también de la mala fama que gozaba en el pueblo por las fuerzas cometidas contra su propia mujer, por la que había sido acusado, ya en aquella época, de malos tratos. Lo que no estaba en los papeles, estaba en la memoria oral de los hombres. Una memoria y unos recuerdos que eran capaz de sumar mil hojas en las acusaciones de moro y judío que padeció Francisco de Astudillo Villamediana en sus intentos de conseguir el hábito de caballero de Santiago. Entonces, como en otras ocasiones, la cruz jacobea se consiguió por cuatro mil ducados, pero los papeles acusatorios contra él siempre pesaron como una mácula que le impidió el reconocimiento de sus vecinos. Incluso cuando era joven y estudiaba leyes en Salamanca debía aguantar ante sus ojos libelos que le recordaban las cenizas de su abuela quemada por practicar el judaísmo.

Sobre esta superestructura ociosa, que en nada tenía que envidiar la del propio Rey Prudente, se intentaba crear el corregimiento de las diecisiete villas. Una apuesta regeneradora de creación de una estructura de gobierno sobre un territorio más reducido y controlado. En 1564, el Consejo de Castilla era consciente de las limitaciones, ya en una provisión real avisaba que los gobernadores al llegar al Marquesado perdían el tiempo juzgando en residencia a sus antecesores y oficiales, ocupándose muy poco tiempo en sus labores de gobernación. La figura del corregidor era más cercana y por esa misma razón apegada a la vida de los pueblos, pero también a los intereses de las minorías. Se necesitaban hombres fuertes para imponer una voluntad de la Corona, que redujera los intereses particulares a los generales, o, al menos, a los intereses fiscales de una Corona arruinada. Sin embargo, la desgracia se abatió sobre los hombres que tenían que llevar a cabo ese cometido. El primer corregidor, Pedro de Castilla, que tomó posesión el 20 de noviembre de 1586, murió en el cargo; el segundo, Melchor Pérez de Torres, que ocupó el cargo el 16 de mayo de 1588, le siguió en la desgracia. Su hijo Antonio, un jovenzuelo inexperto, asumió el deber de regenerar y reformar una comarca que, una decena de años antes, Rodrigo Méndez veía repleta de riqueza, tanto como de ladrones dispuesta a llevársela.  Antonio Pérez de Torres intentó llevarse bien con todos y complacer a todos; acabó por ser utilizado por el círculo de sus hechuras más próximo y sirviendo a sus apetencias.

La relación de cargos contra Antonio Pérez de Torres era una sucesión de agravios contra un gobernante que, pusilánime, no había actuado contra nadie y en su inacción había favorecido a los más ricos. Don Juan Pacheco se había apropiado de una superficie de sesenta almudes en Perona, por las bravas y con la queja inútil de regidores como Alonso Martínez de Perona. A los excesos señoriales se seguían otros peor vistos: aquellos que atentaban a la moral de una sociedad fundada en la religión y en las buenas costumbres. Isabel García, alcahueta por naturaleza, había convertido su casa en lugar de citas de hombres y mujeres donde daban riendas sueltas a sus pasiones e infidelidades a costa de sus parejas cornudas. Entre los papeles Juan Robledo, que acabaron anegados en el pozo de la iglesia, se encontraban todas las miserias carnales de una sociedad desenfrenada que vivía del placer y por él; entre los papeles, la prostitución forzada de la mujer de Alonso Hernández Gemio o el rapto de Catalina Pareja, mujer casada, en manos de Ginés de la Osa y sus compinches Francisco Merchante y Miguel de la Osa.

Pero Antonio Pérez de Torres también tenía sus apoyos, entre ellos, la familia poderosa de los Pacheco  y otros principales como Diego de Oviedo o Alonso López de la Fuente. Aunque la fuente real en que se apoyaba su gobierno eran los escribanos, entre ellos, el mencionado Francisco de Astudillo, un hombre de poco más de treinta años. Junto a él, otros cuatro escribanos testificaron a favor del corregidor. En el gremio de los escribanos surgió el principal enemigo de la residencia del licenciado Antonio Pérez Torres; era Gaspar de Llanos, que tenía su escritorio junto al de Astudillo: la fortuna del segundo, sería causa de desgracia del primero. Compañeros de oficio, su enemistad era irreconciliable, pues, al fin y al cabo, tenían dos formas de ver su propia profesión. Gaspar de Llanos era el escribano que veía en su oficio un fin en sí mismo; Francisco de Astudillo, una simple plataforma para ganar poder.

El licenciado Gudiel fue todo lo indulgente que pudo ser con el corregidor Antonio Pérez de Torres, pero aun así no pudo evitar pronunciar algunas condenas el 31 de julio de 1592: dos mil maravedíes por ser parcial en el pleito entre la villa de San Clemente y su alférez Juan Pacheco; cuatrocientos maravedíes por dejar usar del cargo de alcalde mayor a su hermano Luis Bernardo de Torres; mil maravedíes por no respetar los derechos y salarios marcados a las comisiones por las provisiones ganadas por las villas; seiscientos maravedíes por llevar derechos por encima del arancel en los juicios ejecutivos; cuatrocientos maravedíes por no visitar las villas de su partido; de su actuación en el caso del ladrón Julián de Iniesta debía responder individualmente ante los acusadores, los alcaldes de la Hermandad de Tarazona. Era una condena leve, atemperada por las últimas palabras del juez Gudiel
le declaro y pronuncio por muy buen juez que ha vivido con mucho recato y limpieza en su oficio y que su majestad podrá servirse de él en oficios de más calidad
El licienciado Gudiel no solo había sido indulgente, sino que había blanqueado la corrupción y dado carta de naturaleza a la proyección futura de la carrera de Antonio Pérez de Torres. No lo vio así el corregidor, que pidió la absolución de todos los cargos, aunque fue presto a pagar las condenaciones y pasar así página de una aventura de gobierno que no había de ser mancha en su prometedora carrera.






AGS, CRC, LEG. 465, Juicio de residencia de los corregidores Melchor y Antonio Pérez de Torres. 1592 

viernes, 1 de marzo de 2019

Vida y obras de Julián de Iniesta: la honra de un ladrón

Ginés González y su mujer María Granera tenían en el paraje de Las Escobosas unas casas de campo, donde guardaban el grano cosechado y diversos aperos de campo. Un dieciséis de noviembre de 1590, un tal Julián de Iniesta decidió forzar la casa, haciendo un agujero, y entrar a la misma. Era mediodía, y el ladrón, una vez abiertas puertas, decidió volver a media noche para llevarse el trigo y la cebada allí almacenados. Dos días después el jareño Ginés descubría el robo y acudía a la justicia. El hurto se había cometido, a decir de Ginés, en los términos de Tarazona (que ya pretendía jurisdicción sobre Las Escabosas, aunque los testigos señalaban el lugar como término de Alarcón) y en el campo, por tanto, era un claro caso en que debía entender la Santa Hermandad; aquel año los alcaldes eran Juan de Mondéjar y Luis Caballero.

Paraje y casas de las Escobosas, en 1590 pertenecía al término de Alarcón, aunque confinaba con el de Tarazona, que había conseguido término propio por el privilegio de villazgo de 1564. La parte superior, que se prolonga más allá del plano es la Cañada Ancha, término de Alarcón.  Las Escobosas estaba en el camino por donde se entraba a Tarazona, viniendo desde Villalgordo del Júcar, por donde se pasaba el río Júcar por el puente de don Juan, y era lugar de paso obligado. 

Como en tales casos, en medio del campo, se buscaba por el ladrón la soledad de los parajes para no ser descubierto y como era habitual, sin embargo, no habían de faltar testigos oculares que vieran los hechos. El primero de ellos fue un criado de Agustín de Valera, alférez mayor de Villanueva de la Jara, y es que el campo parecía solitario y, sin embargo, estaba lleno de vida. No muy lejos de la casa de campo de Ginés González, a dos leguas de Villanueva de la Jara y que nos aparece como integrante de aldea despoblada llamada Las Escobosas, se levantaba la casa de un vecino de Quintanar, García Donate y las tierras de los herederos de Juan Sanz de Heredia; allí mismo se encontraba el olivar de Agustín Valera, andaban pastando los ganados del vecino de Quintanar Francisco Donate y no faltaba un vecino de Casasimarro con cinco burros, que volvía camino de Albacete. Entre todos ellos, acorralaron a un Julián de Iniesta, que se había asentado junto a una atocha o esparto, con preguntas insidiosas. Julián de Iniesta era para sus vecinos un ladrón de profesión, conocido con el sobrenombre de Chamaril, un bellaco que llevaba con altivez su condición: lo mismo hurtaba hatajos de ganado en Albacete, que robaba a clérigos en Tarazona o asaltaba casas de campo, cuando no timaba a doncellas bajo falsa palabra de matrimonio. Sin embargo, la altivez de Julián de Iniesta nacía del convencimiento de su honradez y que sus vecinos acusadores no eran mejor que él.

Julián Iniesta vivía con su madre viuda, Catalina de Iniesta, y una hermana, Mari Gómez, casada con un tal Francisco de Cuenca. Se le conocía otro hermano, llamado Juan Fernández, casado. Todos ellos vivían con gran pobreza en la casa de Tarazona. Hasta allí fue a buscarlo la justicia en cumplimiento de la requisitoria de Joaquín Ruipérez, alcalde de la hermandad de Villanueva de la Jara, que había recibido la denuncia del hurtado Ginés González. No lo hallaron en la casa, por lo que se procedió al embargo de los pocos bienes existentes: cuatro arcas, ropa de cama, una albarda con cincha y una carretada de paja.

En el caso habría de entender los alcaldes de la hermandad de Tarazona, Juan de Mondéjar y Luis Caballero, que se arrogaron el caso en virtud del nuevo término que al pueblo concedió el derecho de villazgo de 1564 y en virtud del cual amplios campos de dehesas y labranzas, hasta entonces pertenecientes a Alarcón, pasaron a Tarazona, a al menos en parte. Entre estas tierras, Tarazona pretendía como propias Las Escabosas.

Julián Iniesta había nacido en 1564, el mismo año que Tarazona recibió el privilegio de villazgo. Con veintitrés años ya estaba preso en la cárcel de Tarazona por robar una taza de plata a un clérigo llamado Juan Aroca y venderla después en Albacete a un platero. En los robos, era cómplice otro vecino de Tarazona, llamado Francisco Bueno, que andaba por los pueblos vendiendo cerdos. Seis años antes, con diecisiete, Julián andaba pastoreando con ovejas cerca de Mahora, pero las cabezas que llevaba eran robadas en parte, como denunciaba Alonso Barriga, que reconocía entre las ovejas algunas marcadas con su hierro. Con Martín Tébar se había empleado a soldada como peón de labranza, pero aprovechó la confianza para hurtarle un costal de una fanega de trigo y esconderlo en un jaraíz de Pozoseco. Julián de Iniesta era hombre que trabajaba a jornal, que a todas luces consideraba insuficiente; nunca consideró que los robos de los que le acusaban fueran tales, sino pagos en especie por sus salarios. Lo suyo era justicia, declaraba cómo con trece años camino de Malcasadillo y muerto de frío encontró una capa abandonada de Pedro de Aguilar, que tomó por suya para abrigarse, pero aseguraba que aquel y único mal gesto en su vida había sido enmendado pagando la capa a su dueño.

No debería ser de la misma opinión Pedro de Aguilar, que en 1587 apresó por sus hurtos al joven Julián de Iniesta. El joven de veintitrés años, a efectos legales un menor, tuvo que buscar curador que defendiera su causa. No quiso hacerlo Sebastián de la Torre, pues no era propio de hidalgos ser curadores, así que su defensa recayó en Sebastián Picazo.

El caso es que la mala fama de Julián de Iniesta iba creciendo y las acusaciones verdaderas o falsas también. Luis Caballero le acusaba, con nocturnidad, de robarle otra taza de plata valorada en doscientos cincuenta reales. Era marzo de 1588 y Julián ya llevaba tres meses preso. Había confesado, pero versado en leyes, sabía que la confesión de un menor no tenía valor. Julián era un mozo de mediana estatura, moreno y de cara pecosa, dato que no pudo pasar inadvertido al platero Gaspar Román, que había comprado la taza y que en su favor declaró que Julián no le había vendido taza de plata alguna. Era el testimonio, escrito, que esperaba para conseguir la libertad; además contaba con la confesión del verdadero ladrón, un tal Pedro Serrano, que se había ufanado de ello en la dehesa de Albacete. Sin embargo, para Pedro de Aguilar, el juez y alcalde de la Santa Hermandad, se trataba de simples apaños del condenado en el tiempo que había estado en libertad bajo fianza en el mes de enero. Por eso la sentencia de uno de abril de 1588 fue muy dura: Julián era declarado culpable y condenado a destierro a dos leguas de la villa de Tarazona durante cuatro años, dos obligatorios y dos voluntarios, con amenaza de condena a galeras al remo sin sueldo alguno y al servicio del Rey nuestro señor, si se quebrantaba el destierro.


En aquel tiempo, una cosa era ser condenado a galeras y otra muy diferente que hubiera alguien dispuesto a llevarse al galeote y embarcarlo en Cartagena. Por tanto, Julián de Iniesta asumió la simple condición de desterrado de su pueblo y de figura errante por los campos, donde se empleaba a soldada de nuevo donde podía y sobrevivía con los recursos que el campo le daba, que no eran pocos y que en la libertad del prófugo no conocían de dueño. En abril de 1589, Julián de Iniesta andaba por las colmenas del Vado del Parral, junto a la ribera del Júcar; este lugar donde García Mondéjar había puesto su hacienda hacia 1500, era en la época de las Relaciones Topográficas todavía tierra de Alarcón. Julián de Iniesta lo sabía y, en suelo y jurisdicción de Alarcón creía estar a salvo. Escarzando la miel, este desterrado que hacía del campo su patria, de las colmenas de Juan de Gualda y otros vecinos de Tarazona. Entre los campos de Albacete, el Vado del Parral y los cercanos términos de Tarazona merodeaba Julián de Iniesta a riesgo de ser llevado a galeras por quebrantar su destierro, cosa que a buen seguro hacía a menudo.

Julián de Iniesta servía como pastor a un vecino de Albacete, de la familia Carrasco, por cuyos campos desarrollaba su actividad; al otro lado del río Júcar; hacía de recadero, llevando trigo a lomos de pollino y de vez en cuando pasaba al otro lado del río, quebrantando el destierro. Pero en las acusaciones había mucha maledicencia y pocas pruebas, por lo que el juez de la Hermandad se limitó a ratificar el destierro que Julián ya padecía en su sentencia.

Víctima de las circunstancias de la vida, sin embargo, Julián de Iniesta era un joven que ambicionaba la propiedad de la tierra y soñaba con ella. Cuando en noviembre de 1590 es acusado de robar en Las Escobosas, Julián reconoce que llega hasta allí desde Casas de Guijarro (por el paso natural del puente de don Juan en Villalgordo), donde posee un pegujar de veintitrés almudes, es decir una parcela pequeña que recibe como salario por trabajar la hacienda de un amo. Julián de Iniesta es aún un pegujalero, que aunque en múltiples ocasiones trabaja a soldada, no ha caído todavía en la masa de los desheredados de los que viven de un jornal; él aún confía en ser labrador. Muestra de ellos es que Alonso de Picazo está labrando en el momento de su detención con dos pollinos suyos en la aldea de Algibaro, término de La Gineta. Pero también ve las grandes haciendas que, como la alquería de Las Escabosas, se levantan ante sus ojos y auguran una dualidad social muy marcada. Es un hombre que no ha roto con su comunidad; el año 1590 aprovecha la existencia de un nuevo alcalde de la Hermandad para intentar regresar a su villa natal de Tarazona. Tiene enemigos que le procuran mala fama, pero también quienes le defienden. Sus acusadores son hombres que tienen, curiosamente, sus propiedades sobre los bienes comunales del antiguo suelo de Alarcón: la antigua dehesa de Las Escobosas, camino de entrada a Tarazona, y ahora ya roturada, y el Vado del Parral, donde varios colmeneros se han apropiado de esta actividad. En el robo de Las Escabosas encuentra los graneros y el lagar llenos, pero lo que se lleva es un par de azadones.

Juan de Iniesta es un emprendedor, que rompe los esquemas sociales, que quiere emular la riqueza de los pocos que tiene a su alrededor y eso le hace sospechoso. Se mueve bien en los negocios, sin que sepamos a ciencia cierta cuánto hay en ellos de trato y cuánto de hampa. Intercambia palomas con un villarrobletano, vende un atajo de ganado al mismo Martín de Buedo, comprado antes a un Francisco González, vecino de Villanueva de la Jara, en la operación gana cuatro reales por cabeza; y revende un borrico a un Fajardo morisco, previamente comprado en la plaza de Villanueva de la Jara a un tal Bonilla de Iniesta. En realidad, pide que se le paguen sus servicios en bienes con los que piensa hacerse una hacienda, especulando con ellos. Nuestro Julián de Iniesta intenta emular a otros, es heredero de la vieja tradición: la riqueza se gana con el mérito personal, pero olvida que las malas artes de las que se vale son imperdonables para un pobre como él. No hace nada diferente a lo que ve: concierta con el asesino de su hermano Martín el perdón a cambio de un hato de ovejas, pero ese sentido de la justicia no existe para los pobres.

Julián de Iniesta se movía en el terreno de la leyenda, que le permitía gozar de cierto respeto y aureola entre sus paisanos. Exhibía ante sus vecinos doblones de oro y sus paisanos maravillados decían que había encontrado un tesoro y era poseedor de una fortuna de cuatrocientos reales de a dos y de dieciocho doblones. La historia, sin embargo, era más prosaica e inventada por el propio Julián, que narraba cómo había desenterrado un tesoro junto a un morisco:
un día de San Juan de junio que fue el pasado hizo dos años (1590) viniendo este que declara del río Xúcar a dar agua a una manada que guardava de Antonio de Monuera Carrasco vezino de la villa de Albacete vido que un morisco y un muchacho estavan en la Morrica Ballonguel que es ende mojón donde parten términos la villa de Albacete y la Gineta y que este declarante fue allá y el vido sacar al dicho morisco muchos güesos de cuerpo umano y que el dicho morisco fingió des que lo vido que le quería ayudar allí y que este declarante se desvió un poco y que le vido como luego tomó cierta cosa de allí y lo cargó en un pollino con unas aportaderas el dicho morisco le dio ciertos dineros que no se acuerda quantos le dio ni en qué moneda 
Sus enemigos acusaban, los dineros venían del hurto. Y es que a Julián de Iniesta se le veía por todas partes: en Madrigueras robando lana o en Albacete, robando dinero en la casa de uno de los hombres más ricos de esa villa, Pedro Carrasco, que, junto a Catalina, viuda de su hermano Pablo, poseía como suyas las casas de Pozorrubio,  en las casas de Juan Felipe o en la aldea de la Grajuela. El carácter inquieto e inestable de Julián molestaba a aquella sociedad rural. Hombre, se decía de mala fama y reputación, de malos tratos y malas palabras, que siempre andaba por el campo merodeando y que no tenía oficio. Dicho en otras palabras, cualquier bien o dinero que adquiriera Julián solo podía venir del robo.
onbre que trabaxa sino tarde y mal antes anda holgando y paseando lo más de tienpo sin tener oficio ni bienes con que poder pasar la uida
A su mala vida se sumaba el objeto de sus fechorías, que no eran otros que los hombres más ricos de la comarca. Los Carrasco eran junto a los Cañavate la familia más rica de Albacete; Ginés González uno de los hombres ricos de Villanueva de la Jara al igual que Martín Tébar, si a ello sumamos su enemistad manifiesta con los Ruipérez es comprensible el infortunio de nuestro protagonista. Las acusaciones contra su persona eran para Julián Iniesta infundios; mentiras de gente parcial que lejos de fundarse en los hechos se basaban en el prejuicio de la duda de su honra,
y en las causas como esta que se trata de la honrra de un honbre y de su vida las probanzas han de ser más claras que la luz del mediodía
Esa era la opinión de algunos convecinos suyos, que reconocían que Julián de Iniesta había vuelto a Tarazona para agosto de 1590, una vez cumplidos dos años de destierro y levantado el mismo, comportándose a partir de ese momento como un cristiano ejemplar, temeroso de Dios y de su conciencia, que acudía a misa los domingos y fiestas de guardar. Para el escribano Juan Guilleme, el procesado era un hijo de una familia honrada, un trabajador por costumbre, como pastor o como labrador. De su trabajo, procedía su hacienda.

La defensa de algunos de sus paisanos poco le valió, pues el 27 de febrero de 1591 fue condenado por los alcaldes de la Hermandad Luis Caballero y Juan de Mondéjar a pena de galeras de por vida y a unas costas judiciales que ascendían a ciento siete reales y que se pagaron de las venta de las dos pollinas propiedad de Julián de Iniesta
y en ellas sirua de galeote y sin sueldo alguno por todos los días que viva
Julián no aceptó la condena y la apeló ante la justicia real encarnada por el corregidor de San Clemente, Antonio Pérez Torres. La sentencia fue muy mal aceptada por una parte de sus convecinos y familiares; hasta el punto, que el alcaide de la cárcel de Tarazona, Pedro García, no garantizaba la prisión del reo y temía por su fuga de la cárcel. Juan de Mondéjar intentaba llevar al reo a la cárcel de la villa de Albacete, pero el licenciado Luis Bernardo de Torres, alcalde mayor de San Clemente, pedía los autos originales para entender en la causa. Mientras Juan de Mondéjar se hacía el olvidadizo con las requisitorias del alcalde mayor de San Clemente y para el nueve de marzo decía que ya había mandado a Julián de Iniesta a Albacete, pero Julián sería entregado finalmente para su remisión a San Clemente al alguacil Juan de Garnica.

El corregidor Antonio Pérez de Torres no se atrevió a revocar la sentencia de los alcaldes de la Hernandad de Tarazona, pero la permutó por una pena de destierro de cuatro años de la villa de Tarazona y las demás villas de su partido. Gracias a las alegaciones que en su defensa hizo el corregidor Antonio Pérez de Torres, entendemos la inquina de las autoridades tarazoneras contra Julián de Iniesta. Aparte de motivaciones jurídicas, sin prueba de delito, no puede haber caso; las motivaciones del proceso contra Julián radicaban en las diferencias familiares de la villa de Tarazona. El alcalde de la Hermandad, Juan de Mondéjar, y el detenido Julián de Iniesta eran deudos. El primero tenía por oprobio y afrenta y una mancha para el buen nombre de su familia que un deudo de esa calaña compartiera vecindad con él. Manifestaba públicamente su voluntad de echar a su familiar del mundo y de la tierra.

Además, en las disputas banderizas en el seno del corregimiento de San Clemente, el corregidor había tomado partido contra Juan de Mondéjar al que acusó de ser parcial en el ejercicio de la justicia y desobediente, pues había mandado a la cárcel de Albacete al preso en contra de las requisitorias emitidas desde San Clemente. Parcialmente había actuado en la tasación de las dos pollinas embargadas a Julián, valoradas en diez ducados, la mitad de su valor. Antes de fijar su sentencia, en un gesto de buscar la mayor imparcialidad,se buscó el parecer del prestigioso doctor Francisco de Espinosa, que juzgó que los alcaldes de la Hermandad actuaban apasionadamente en un caso con muchas sombras.

El corregidor Antonio Pérez de Torres vería ratificado su proceder por el juez de residencia Gudiel, pero Julián de Iniesta ya había sido condenado por la sociedad que le tocó vivir antes que por la justicia. Para 1592, Juan de Iniesta se había convertido en un apestado, desterrado de las diecisiete villas andaba desarraigado por los campos en busca de rehacer una vida imposible. De nuevo conocería la prisión por acusaciones de nuevos hurtos y encarcelado en La Roda. En la Tarazona de su deudo Juan de Mondéjar no había lugar para él, en los campos albaceteños, donde había osado enfrentarse con la poderosa familia Carrasco, tampoco.
AGS. CRC. Leg. 465-3. Juicio de Residencia contra Melchor Pérez de Torres y su hijo Antonio, corregidores de San Clemente y su partido

sábado, 23 de febrero de 2019

El Corregimiento de las diecisiete villas, una administración bajo el signo de la corrupción (V)

La villa de Villanueva de la Jara era en 1592 una de las tres grandes del corregimiento de las diecisiete villas, junto a San Clemente e Iniesta. Por tanto, no es extraño que el ambicioso escribano Francisco de Astudillo se reservase para sí las comisiones de esta villa. Las actuaciones del corregidor fueron contra notables de la villa, como Gabriel Clemente Carrasco, al que se le tomaron prendas por valor de cien ducados.

Villanueva vivía una lucha por el poder local, manifestada en disputa entre pecheros e hidalgos por el poder municipal. Los hidalgos alegaban que tenían ejecutoria que les otorgaba la mitad de los oficios concejiles. Por tanto, pedían que las pelotillas para la elección de oficios se echaran en cántaros distintos. La decisión del licenciado Antonio Pérez de Torres de intervenir en la elección de oficios del año 1591, metiendo a todos los candidatos en un cántaro, fue contestada por el concejo de Villanueva de la Jara protestando a la Chancillería de Granada. Todavía, en esas fechas, los hidalgos jareños luchaban por un derecho que los sanclementinos habían conseguido hacía ya medio siglo. En la elección de oficios del año 1591 había intervenido, por comisión del corregidor, el escribano Francisco de Astudillo, que era acusado de cohecho por haber recibido más de cuatrocientos reales. Quien acusaba era el escribano Juan Prieto, que denunciaba a una facción de regidores encabezada por Ginés Rubio y Bernardo Alcocer de tratos secretos con el escribano sanclementino.

El clima de rivalidades en el concejo jareño era patente. De hecho, el ayuntamiento había sido asaltado una noche por unos desconocidos y, ante el temor, se había decidido quitar los privilegios de la villa del arca de tres llaves de su archivo y guardarlos en casa del escribano Alonso García. Tal cosa aseguraba el regidor Llorente López de Tébar, de cincuenta años; el cual denunciaba asimismo las intrigas de Martín de Buedo Gomendio, que tras asegurarse el abasto de las carnicerías por San Juan de 1591 tras cesión de la navarra, viuda de Juan de la Osa, había traspasado este ramo a Juan Martínez Talaya, al ser elegido alcalde ordinario en las elecciones de San Miguel de ese año. El mencionado Juan Martínez Talaya era un testaferro, sin ganado alguno, al servicio de los intereses de Martín de Buedo, que le proveía con la carne de sus ganados que libremente pastaban en la dehesa carnicera. Éste último era acusado además de usar el oficio de alcalde en provecho propio, incumpliendo las ordenanzas sobre guarda de rastrojos y montes. No obstante, las irregularidades eran la norma general; cuando Diego de Agüero llega a tomar las cuentas del pósito, lo encuentra sin un real; se la calla la boca con cuatrocientos reales, a cambio, mira para otro lado cuando algunos regidores meten en el arca el dinero faltante, para sacarlo inmediatamente en cuanto acaba la toma de cuentas. En beneficio de Diego de Agüero, hay que decir que se movía en una sociedad corrupta hasta la médula. De hecho, cuando fue acusado de cohecho por el regidor Francisco Sancho en la plaza de la villa, delante de los escritorios que para el ejercicio de su oficio los escribanos poseían, respondió que si el tomaba dineros es porque alguien como el regidor se los daba. De todos modos, de la comisión de Diego de Agüero nos podemos hacer una idea de lo que era aquel mundo; un alguacil que llega a villa extraña a tomar las cuentas del pósito a finales de octubre de 1590 y que promete públicamente el máximo rigor en su cometido, mientras privadamente se le da encubiertamente seis escudos y se le aloja con cargo a Hernando de Utiel, el mayordomo del pósito, que ha de rendir cuentas, y que agasaja al alguacil con una exquisita hospitalidad de buena comida y lecho, pagando los gastos de su alojamiento en la llamada posada de la parreña. Se asegura al alguacil un salario de cuatrocientos maravedíes diarios, el doble de lo fijado, hasta sumar cuatro mil ochocientos maravedíes. Mientras, cada una de las tres llaves del arca del pósito andaban de mano en mano, metiendo y sacando dinero para dar fe del equilibrio de las cuentas; el tanteo se hizo con una espuerta, pero sin medir el trigo existente. Además de tomar las cuentas del pósito, Diego de Agüero tomó en mayo de 1591 las cuentas de los propios de la villa a su mayordomo a Martín de Zomeño; tardó en hacerlo nueve días, por los que percibió un salario de cinco mil doscientos maravedíes, y lo hizo con tanta parsimonia, que en el pueblo se recordaban sus largos paseos y descansos. Un mes antes, el escribano Mateo Sacedo había recibido catorce ducados por una declaratoria sobre la elección de oficios y la reserva de la mitad de los mismos a los hidalgos.

La familia Clemente, aunque precavida, mostró su rechazo a la labor del corregidor, aunque eran más los intereses encontrados con otras familias principales. Sus intereses económicos iban más allá de Villanueva de la Jara, para extenderse por Quintanar o Tarazona. En está última villa eran, como en la Jara, regidores. En cualquier caso, las fuertes diferencias existentes en la villa quedaron ocultas a ojos del juez de residencia para denunciar una mala actuación funcionarial de cuyos cohechos participaban todos.

Esa precaución en las denuncias era la norma en El Peral. donde los testimonios del regidor Pedro de Tévar o Diego de Alarcón. Las quejas venían de nuevo contra alguaciles como Francisco de Astudillo o Diego de Agüero pero no tanto por sus cohechos sino como simples transmisores de la justicia del corregidor, que se entremetía en la justicia ordinaria de los alcaldes de El Peral, llegando a conciertos con los sentenciados a los que daba por libres a cambio de una cantidad de dinero. No obstante, el testimonio del escribano Adriano Gómez de las cuentas tomadas de los propios y el pósito dejaba ver los abusos de los alguaciles sanclementinos y de otros como el motillano Pedro Luján o Pedro Sánchez Carretero, vecino de La Roda.

Manuel (Ortiz) de Ojeda
En Motilla, el escribano Alonso de Córdoba aseguraba que el alguacil enviado para tomar las cuentas del pósito, Cristóbal Morales, se hospedaba en casa de Jorge Ortega, encargado de rendir las cuentas y que guardaba el libro de cuentas en su propia casa, a su decir, bajo llave. La situación de Motilla del Palancar no era muy diferente al resto de las villas del corregimiento. El gobierno de ese año estaba en manos de Juan de Luján y Juan de Bonilla, alcaldes ordinarios, y desempeñaban oficios de regidores Pedro de Bonillo y Juan de Toledo. No eran los únicos principales de la villa, pero, a decir de Manuel de Ojeda, eran los encargados de gestionar los negocios de la villa en Madrid y Granada a través del procurador Luis de Vacas. Lo sabía bien Manuel de Ojeda, pues había sido denunciado ante el Consejo Real por varios vecinos de la villa, que le acusaban de malversación de los caudales del pósito. Estos vecinos habían elevado sus quejas hasta Madrid para que el corregidor Melchor Pérez de Torres pusiera orden en el alhorí motillano. El corregidor condenó a Manuel de Ojeda, depositario del pósito, en veinte mil maravedíes de multa, que no aceptó la sentencia y apeló al Consejo Real.

En Iniesta, las irregularidades en la administración del pósito fueron denunciadas por el nuevo depositario Pedro Jiménez de Contreras, que veía cómo eran entregados por su antecesor trigo podrido y mezclado con tierra a los labradores. Aunque las versiones variaban sobre quien estaba detrás de tan turbias operaciones, pues el tal Pedro Jiménez había sido condenado también por tales prácticas y posteriormente perdonado por el corregidor. Varios regidores de Iniesta serían llevados presos a la villa de San Clemente. En el origen, estaban los tejemanejes de Pedro Espinosa Castañeda, alcalde ordinario de la villa, que había mandado a Antonio Ibáñez, familiar del Santo Oficio, con comisión a las aldeas de Iniesta para expropiar a los labradores trigo y cebada para el pósito y los frailes; el grano nunca entró en los almacenes y fue vendido en Valencia. El control de señorío que Iniesta pretendía sobre sus aldeas estaba liderado por Pedro Espinosa Castañeda, pero dentro de la villa había una facción liderada por el alcalde ordinario Juan Garrido, que defendía los intereses de las aldeas y sus labradores. No es extraño que el enfrentamiento ocurrido entre Antonio Ibáñez y Juan Garrido en la aldea de Alcadozo finalizara con las despectivas palabras del familiar de la Inquisición, alcalde de mierda y con el alcalde ordinario llevado preso a Iniesta por Antonio Ibáñez.

La intervención en la constitución del gobierno municipal de Iniesta por Melchor Pérez de Torres fue muy contestada por la supresión de una figura concejil muy antigua, el procurador síndico, establecida por ejecutoria de los Reyes Católicos y tradicional defensora de los intereses del común; ahora, se denunciaba su supresión como cesión a las peticiones de los hidalgos que pedían para sí dicha elección. La supresión de este oficio el año de 1588 coincidió con la ejecutoria ganada por los hidalgos para reservarse la mitad de los oficios concejiles. A ello, se sumaba la intromisión del corregidor en la primera instancia de la villa, que era tanto como decir que las irregularidades del pósito se resolvieran en el seno de la Iniesta y no en San Clemente. Hasta esta villa, los iniestenses mandaron al doctor Francisco de Espinosa y el licenciado Jorge de Lorca para negociar con el corregidor, que respondió con el encarcelamiento de los oficiales del ayuntamiento de Iniesta; llevados presos a San Clemente en el crudo invierno de 1592, en penoso viaje, soltados solamente tras pagar fianzas y con unas costas judiciales de quinientas reales. Antes de soltarlos, los encerraron en la sala del ayuntamiento de San Clemente y tomada confesión a cada uno de los oficiales. La prisión de los alcaldes y regidores, gente principal y algunos hidalgos, fue vista como una afrenta imperdonable por la villa de Iniesta.

Iniesta se hallaba inmersa en un contencioso por términos con La Minglanilla, antigua aldea que había conseguido el villazgo. Para defender sus intereses en la Corte se hizo, en concejo abierto, un repartimiento de ciento cincuenta ducados entre los vecinos. La Minglanilla, que se había independizado como villa en 1564 no tenía recursos para pagar la expedición de la carta de privilegio de villazgo; ese era el fin del repartimiento de 28 de mayo de 1592. Al no contar con la licencia real, el alcalde Martín Briz y el regidor Bartolomé López tuvieron que responder con la cárcel. La necesidad del repartimeinto se trató en el concejo abierto de 29 de marzo de 1592. Se presentaba la villa en gran estado de necesidad, las deudas por el privilegio de villazgo eran de dos mil trescientos reales, de los que solo se habían pagado cien ducados, se hacía necesario un repartimiento entre los vecinos. Una nueva desgracia se había cernido sobre la villa de La Minglanilla, la avenida del río Cabriel se había llevado los molinos del pueblo en la Puenseca, que solicitaba en vano al corregidor licencia para la construcción de unos molinos nuevos. Se solicitaba la edificación de dichos molinos, distantes de los antiguos, una legua más arriba del Cabriel, en el lugar llamado Castillo de Castilseco. Se dejaban abandonados unos antiguos molinos que, tras la delimitación del término municipal por el privilegio de villazgo habían quedado en tierra de Requena. Un nuevo concejo de 17 de abril de 1592 decidió la construcción de los nuevos molinos, tomando dinero a censo. La Minglanilla era un municipio sin apenas propios, las rentas de la almotacenía, caballería y correduría apenas si rentaban entre 28000 y 35000 maravedíes.



El establecimiento de un corregimiento de las diecisiete villas fue un intento de regeneración política, nacido de las propias denuncias de los funcionarios reales llegados un quinquenio antes a la zona. Es de creer que el primer corregidor, Pedro de Castilla, del que apenas sabemos otra cosa más que tomó posesión del cargo un 26 de noviembre de 1586, dedicó sus esfuerzos a consolidar una administración novedosa. Las primeras actuaciones de su sucesor Melchor Pérez de Torres fueron a la raíz de los problemas: la administración de propios y pósitos; dos instituciones garantes del bien común y factores de equilibrio social en el interior de las comunidades. Melchor Pérez visitó todas las villas el primer año de su mandato, en cumplimiento de la obligación de su cargo, pero también compelido por una Corona, que veía como las quejas de los labradores llegaban hasta el Consejo Real (caso citado de la oposición que despertó entre los labradores la gestión del pósito municipal en Motilla por Manuel de Ojeda). Las visitas un años posterior las hizo su alcalde mayor licenciado Rodríguez de Vera, una vez se elegían para estos cometidos juristas de sólida formación; pero a partir de 1591, la muerte de Melchor lo vino a cambiar todo. Las oligarquías locales debieron ver en su hijo Antonio, una marioneta a utilizar en servicio de sus intereses propios; la participación de alguaciles como Diego de Agüero, Francisco de Cárdenas o el escribano Francisco de Astudillo hizo el resto: la extensión de una red de corrupción que integraba a los poderes locales con los funcionarios sanclementinos del corregimiento; éstos eran hombres avezados y curtidos en mil lides. El caso de Francisco de Astudillo es ejemplar: había participado, junto a su suegro Rodríguez de Garnica, en todas las comisiones junto al último gobernador del Marquesado de Villena, el masón y pirronista avant la lettre Rubí de Bracamonte, entre ellas, sentenciando, penas de muerte y destierros incluidos, las rebeliones y altercados de Santa María de Campo. La posición ganada por Astudillo en estos años junto a la sombra del poder fue acompañada de grandes ingresos económicos, como escribano y como alguacil que imponía sus propios derechos, que triplicaban los que las villas estaban obligados a pagar. Astudillo pronto se ganó el favor de los Buedo, con intereses regionales en Vara de Rey, Villanueva de la Jara y Barchín, y que además controlaban la Tesorería de rentas reales del Marquesado; le fue confiada la recaudación de las rentas de Iniesta. Así Francisco de Astudillo iba amasando una ingente fortuna personal, paralela a la concentración de poder político como alcalde de San Clemente. Este hombre lo supeditaba todo al poder y a la riqueza; retrasó su matrimonio hasta 1600 buscando la mejor perfecta, Ana María García de Villamediana, hija del escribano Rodríguez Garnica, que poca honra aportaba a la familia, pero procedente por vía materna de la familia más piadosa de San Clemente; renunció a la hidalguía en Granada, una vez comprendió la fuerza de sus enemigos para recordarle sus bajos orígenes; cambió el apellido Fernández por el de Astudillo, de más rancio abolengo; envío a su hijo a estudiar leyes a Salamanca, sabedor que sus enemigos, Tribaldos y Lucas, le negaban el acceso en la Universidad de Alcalá, y no tuvo miramientos para deshacerse de los Buedo y apropiarse de la Tesorería de las rentas reales en dura competencia con los Ortega. En suma, la familia Astudillo, ligó su fortuna personal al propio devenir de la Monarquía española: con Felipe II, contribuyó a sus grandes proyectos, para acabar participando de los mezquinos intereses de unas oligarquías locales; con Felipe III, supo aprovechar los años de paz, y corrupción, para consolidar la principal fortuna de la zona, y con Felipe IV, fue fiel servidor de unas políticas imperiales, tan ambiciosas como evanescentes, que provocaron la ruina de la familia.

Padecer un juicio de residencia es algo que deploraban los oficiales que dejaban el cargo a los tres años del mandato, pero mucho más las villa que padecían dicha residencia y que habían de soportar las cargas de unos salarios abusivos. El juez de residencia Gudiel cobraba mil maravedíes al día, su alguacil, quinientos, y el su escribano Melchor Pletel, cuatrocientos. Los cargos se hacían sobre los propios de las villas que aportaban por repartimiento entre sus vecinos, que iban de los setenta y cinco reales de La Alberca a los ciento cincuenta de Santa María del Campo Rus, aunque en villas más grandes estas cantidades se superaban con creces. 

sábado, 9 de febrero de 2019

El Corregimiento de las diecisiete villas, una administración bajo el signo de la corrupción (IV)

Ginés de Vala de Rey, arrendador del voto de Santiago en
Quintanar del Marquesado
La villa de Vara de Rey veía a Martín Alfonso de Buedo, vecino de la villa y tesorero del Marquesado de Villena, como figura en alza. Se acusaba al corregidor Antonio Pérez de Torres de parcialidad con él y con su padre Martín de Buedo. Especial odio les tenía a ambos Francisco González, regidor de Vara de Rey, y otro regidor llamado Rodrigo López, preso veinte días en San Clemente por negarse a entregar la ejecutoria de las mojoneras de las villas de San Clemente y Vara de Rey. Era un grupo de hombres, que junto a otros como Felipe Valero, Alonso de Jávega habían detentado el poder y ahora empezaban a perderlo. Los alcaldes ordinarios de la villa eran desaforados al sustanciarse los juicios en San Clemente. 

Las críticas más graves  contra el corregidor Antonio Pérez de Torres y la familia Buedo fueron proferidas por Alonso de Jávega. Iban dirigidas contra Diego de Buedo, tío de Martín Alfonso de Buedo, y hermano de Martín de Buedo. El hermano de Alonso, Gil Sanz de Jávaga, había recibido en depósito dos mil reales del derecho de tanteo de una venta de una heredad a Juan de Madrigal. Pedro de Andújar, alcalde ordinario, ordenó el depósito en poder del mayordomo Diego López de Andújar, pero el dinero se esfumó una vez formalizada la venta al removerse el deposito por orden de Diego de Buedo para destinarse al pago de un censo contraído contra el caudal del pósito. Aparte de la estafa, el corregidor se arrogó una causa que pertenecía al siguiente alcalde vararreyense Diego de Gabaldón para endosar la deuda de dos mil reales al concejo de Vara de Rey y exonerando a Diego de Buedo. Tan enrevesado asunto escondía, hombre de paja incluido, la venta de la regiduría perpetua de Diego de Buedo a favor del mencionado Gil Sanz de Jávega y el arrepentimiento de esta venta para intentar ceder la regiduría a favor de Hernán Pérez de Oviedo. En esta lucha por el poder había sido determinante la intervención a favor de los hidalgos, Buedo y Oviedo, del alguacil del corregimiento Juan de la Torre. La familia Buedo dominaría, con el control de la Tesorería de rentas reales, y su hacienda agraria de Pozoamargo, la política municipal de Vara de Rey y tendría una gran influencia en San Clemente en el período que va de 1580 hasta la muerte de Alfonso Martín de Buedo en 1605 y la posterior bancarrota de la Hacienda de 1607.

En el caso mencionado de las mojoneras, el conflicto había surgido por la apropiación de un trozo de término de Vara de Rey por el concejo de San Clemente. El corregidor dio la razón a San Clemente y llevó a la cárcel de San Clemente al regidor Rodrigo López por no entregar la ejecutoria original de la delimitación de términos; finalmente, Vara del Rey obtendría la restitución del término arrebatado, acudiendo al Consejo Real, que mandó un juez de comisión, el licenciado Núñez de Chabes, para entender en el pleito y que acabaría dando la razón a los vararreyenses. Aunque es erróneo pensar en un concejo vararreyense unido en la defensa de los intereses de la villa frente a un enemigo, la familia Buedo, y la parcialidad del corregidor. Los Buedo tenían solidas alianzas familiares con los Montoya; contra el regidor Pedro de Montoya Vizcarra y otro regidor Alonso Ruiz de Alarcón, además alférez de la villa, iban las críticas y acusaciones de talar los pinos del monte del Azaraque, situado en las actuales tierras de Casas Benítez. Este Alonso Ruiz de Alarcón, del que desconocemos su presencia como vecino de Vara de Rey, debía contar con el favor del corregidor, pues salía indemne de juicios por deudas con un vecino de la villa llamado Pedro López de Espinosa.

Las depredaciones de los ganados de los regidores vararreyenses se llevaban a cabo en el pinar de Azaraque, ya por entonces una dehesa, pues la mayoría de los pinos habían sido talados. Las acusaciones venían de los tres molineros de los molinos inmediatos al pinar y junto al río: La Losa, Los Nuevos y El Batanejo. Allí los ganados de Pedro Montoya Vizcarra, el capitán Martín de Buedo Montoya, Salvador de Buedo y Martín de Buedo Gomendio pastaban libremente ante los ojos de los guardas de sierra de Vara de Rey. No faltaban los ganados de algún otro regidor, como un Jávega, cuyas casas no muy lejos de allí había dado lugar a un embrión de aldea, llamada Las Talayas. El surgimiento de nuevos núcleos, como se citan en la Relaciones Topográficas, por la roturación de las dehesas era algo común. En algún caso, los núcleos surgían alrededor de los molinos como las Casas de Juan López en los molinos de EL Batanejo.

Sobre la fortuna que podía hacer un simple alguacil de corregimiento en las comisiones para la toma de cuentas de propios y del pósito encargadas por el corregidor, es paradigmático el caso de Diego de Agüero. La toma de cuentas de los años 1591 y 1592, supusieron para el alguacil, ya acusado en otras villas de llevar salarios de trescientos maravedíes frente a los doscientos estipulados, unos salarios de 2002 maravedíes por la toma de cuenta de propios al mayordomo Alonso López de Andújar, de San Miguel de 1590 a 1591, en los tres días de su comisión; añadir a ello, otros dos mil maravedíes por la toma de cuentas del pósito en 1592 al mayordomo Diego de Honrubia. El que acusaba era el escribano del concejo Martín Gómez.

En Quintanar del Marquesado los enfrentamientos del corregidor venían con Ginés Vala de Rey. Si la acción gubernativa del corregidor en la localidad era encomiada por el escribano Francisco Serrano, el alcalde de la hermandad Francisco Sainz o el regidor Juan Gómez, no era este el parecer general de la villa. Las primeras denuncias las destapó un principal como Onofre Martínez, acusando al alférez mayor de la villa, Alonso Martínez Donate de participar en sobornos junto al alguacil Diego de Agüero en la toma de cuentas. El caso de este Onofre es digno de mención; personaje que ya conocemos en otros desaguisados, sabemos de él que era boticario. Onofre no parecía muy contento con la inspección que sufrió su botica por el alguacil Cristóbal Mendoza y un vecino de Santa María del Campo, llamado Miguel López cirujano, ni con los dos mil maravedíes que se llevaron de la inspección en un proceso bastante irregular y del que no quedaba papel alguno. El boticario solo contaba en su denuncia con lo que pudieran aportar en su testimonio oral el escribano Francisco Serrano, el médico licenciado Pedro López y el cirujano Francisco de León.

Aunque el que denunciaba la rapiña e inoperancia de la burocracia sanclementina era el escribano Pedro el Royo, acusando a alguaciles como Diego de Alfaro o Alonso de la Fuente Zapata de acudir para San Miguel a la elección de oficios, únicamente para llevarse un salario de cuatro o seis ducados en presencias fugaces por la villa de Quintanar. Como en otras villas, eran los alguaciles los que visitaban las villas; de los corregidores, apenas si sabía nada. El primer corregidor de las diecisiete villas, llamado Pedro de Castilla, había pasado sin pena ni gloria por el partido; Melchor Pérez de Torres, al menos, había visitado las villas, Quintanar le acogió para el día de Todos los Santos de 1488, pero su hijo no había dado señales de vida por el pueblo.

La ausencia de los corregidores de las villas tal vez era precaución. Si tomamos como ejemplo el caso de Quintanar, vemos un pueblo entero que se negaba a pagar las rentas reales al cogedor de las mismas. Éste, llamado, Martín Gómez reconocía que los vecinos deudores de las alcabalas eran un total de cuatrocientos. Por esta razón, Antonio Pérez de Torres evitaba su presencia en Quintanar, que quedaba a expensas de las actuaciones de alguaciles como el ya reiterativo e insaciable Diego de Agüero. Sus actuaciones eran denunciadas por Ginés de Vala de Rey, ya no solo por contravenir la común provisión del salario diario de doscientos maravedíes, sino porque el alguacil, además de llevarse cuatrocientos salarios diarios, solía recibir sendos pares de gallinas o capones por arreglar las cuentas de la villa en casa de Juan Parreño Talaya. Ginés de Vala de Rey no era un testigo cualquiera, arrendador del voto de Santiago, conocía bien su comarca y era bien conocido en ella; no solo las tierras de las aldeas antiguas de Villanueva al sur, también comarcas como la de Motilla del Palancar. Sabía de un hecho ocurrido allí por Juan Sainz Moreno, alcalde ordinario de Motilla, cuando unos arrieros se vieron obligados a pagar una imposición de ochenta reales a los alguaciles del corregimiento, añadida a la que ya habían pagado en los puertos secos de Valencia por las mercaderías que de aquel Reino traían; dieciocho reales llevaba otro alguacil en Tarazona por una comisión contra Martín Sánchez de Talaya.

Pero las denuncias de Ginés de Vala de Rey afectaban a sí mismo. Ginés de Vala de Rey había ganado paulina de Su Santidad para actuar contra los deudores del voto de Santiago, del que era arrendador. Los deudores eran moradores del lugar de Gil García; hasta allí se desplazaron Gines de Vala de Rey y su amigo Martín Sánchez de Talaya, tras entregar la paulina al sacristán de Gil García, esta admonitoria contra los deudores fue leída en la iglesia de Gil García. El intento de ejecución de deudores por Ginés de Vala de Rey y su amigo debió ser visto como una intromisión eclesiástica en las competencias propias de la justicia civil del corregimiento; el alguacil Francisco de Cárdenas metería en prisión a Gines de Vala de Rey y procedió del mismo modo contra Martín Sánchez de Talaya, arrendador de alcabalas por haber colaborado en la publicación de la paulina. El calvario que sufrieron los dos amigos fue sangría de maravedíes en salarios a los alguaciles Francisco Cárdenas y su sobrino Francisco de Santiago. El asunto acabaría en la Chancillería de Granada.

La villa de Quintanar andaba en pleitos con la de Tarazona por haber hecho esta villa una dehesa para pagar el nuevo servicio de millones, dentro de los arbitrios que la Comisión del Reino concedió para el pago de este servicio.  En realidad, Tarazona había adehesado dos términos, la Torquilla, en disputas con Quintanar, y la Cardosa, hacia la parte de Madrigueras. El caso es que el corregidor Antonio Pérez de Torres entendió en este asunto que no era de su competencia, según ambas villas para expoliarlas con gastos judiciales de cien ducados. Aparte de las quejas comunes, la cuestión es que las decisiones del corregidor, hasta ser contradichas por el Consejo, fueron favorables a los pastores de Quintanar que seguían pastando en la dehesa de las Torquillas, en algunos casos, protegiendo a los pastores con cuatro hombres armados con arcabuces. Otras veces la colisión de intereses era entre las necesidades fiscales de la Corona y el obligado abasto de la villa. El corregidor decidió dejar en depósito para su embargo con destino a la recaudación del servicio de millones los dos mil reales del arca de tres llaves del pósito de Tarazona, sin embargo el dinero fue utilizado para comprar trigo en las villas de Montalbo, Villar de Cañas y Carcelén y hacer pan cocido para gasto de sus vecinos. El corregidor Antonio Pérez de Torres respondería condenando a los oficiales tarazoneros a multas de cinco mil maravedíes a cada uno y llevándolos presos a Ineista y Villanueva de la Jara.

El acotamiento de dos dehesas por la villa de Tarazona entró, además, en conflicto con la villa de Alarcón, pues las tierras cercadas eran propios históricos de esta villa: una, cerca de Villalgordo, donde dicen los Pozos de la Cañada hasta la Cardosa, y la otra en el término de Pozo LLorente y la Abanilla. Alarcón pidió la restitución de sus términos y lo consiguió por provisión de dos de mayo de 1591. Curiosamente, la villa de Alarcón no otorgaba más término a Tarazona que aquel de los canales y goteras adentro. Se contradecía así la confesión que la propia villa de Tarazona había hecho en las Relaciones Topográficas en que pretendía por derecho de villazgo habérsele concedido una legua de término hacia el oeste y media legua hacia el norte y este, amén de toda la tierra que hasta el río Júcar se extendía por el sur, obviando que el propio villazgo de 1564 reconocía el derecho de Alarcón a usar de su derecho y jurisdicción como hasta entonces lo había usado y fijaba los límites en los mojones que ya se habían establecido en 1483 por el licenciado González Molina y que Tarazona se había cuidado de derribar. La villa de Tarazona no reconoció estos límites y recurrió a Granada la propiedad de las dehesas de Alarcón, que ahora consideraba suyas. Mientras decidía la Chancillería, Tarazona hubo de acotar las ya referidas dehesas de las Torquillas, en disputa con Quintanar, y la de la Cardosa, esta vez en dirección hacia Madrigueras.

En Tarazona era importante la opinión de Dionisio Clemente, vecino de Villanueva de la Jara pero que gozaba del ejercicio de una regiduría en aquella villa. Era hombre de confianza del corregidor, pero no por ello dejó denunciar la arbitrariedad y cohechos del alguacil Diego de Agüero y la injusticia del embargo de los sesenta mil maravedíes del pósito de Tarazona, decisión que había quebrantado la paz social en el pueblo y causado gran alboroto. Denunciaba Dionisio Clemente cómo no todo era opresión real para esquilmar al pueblo con el servicio de millones, pues la concesión de arbitrios y arrendamiento de dehesas eran excusas para que los regidores hicieran uso de estos bienes en beneficio propio. Así, denunciaba cómo se los regidores Diego Tabernero, Luis Caballero y Francisco Cépedes habían utilizado a García Picazo para concederle el arrendamiento de una dehesa a muy bajo precio para que los ganados de los regidores pastaran libremente en los pastos adehesados. La almoneda de la dehesa se había hecho en el mesón que el alférez Juan Mondéjar tenía en la plaza pública. La realidad era que los tarazoneros habían comprado su libertad y villazgo de los jareños a costa de endeudar a la villa; no era extraño que los tres regidores mencionados y el alférez Juan Mondéjar anduvieran por las calles de Tarazona pidiendo  a los vecinos aportaciones de veinte a treinta reales para pagar los réditos de los censos tomados para comprar le villazgo. Las aportaciones de veinte a cincuenta reales sumaron hasta ciento cincuenta ducados, repartidos entre cincuenta y seis vecinos, y es que en la villa el año 1591 había tres ejecutores para cobrar las deudas de los censos del villazgo, cuyo tenedor era Urgenio Conejero. El repartimiento, entendido como préstamo, se cargaría a costa de los propios del concejo. El caso es que las denuncias de Dionisio Clemente, que había contribuido con cincuenta reales, ante el juez de residencia Gudiel .acabarían con los oficiales del concejo de Tarazona en prisión

Dionisio Clemente, regidor de Tarazona y
vecino de Villanueva de la Jara


domingo, 3 de febrero de 2019

El Corregimiento de las diecisiete villas, una administración bajo el signo de la corrupción (III)

Las intromisiones del corregidor en la villa de Santa María del Campo Rus continuaban, después de la desgraciada intervención del último gobernador mosén Rubí de Bracamonte, que acabó con tumultos sangrientos en la localidad. Es más, solo se conocía desde esta rebelión santamarieña la visita de un corregidor, Melchor Pérez de Torres; visita, al parecer, muy apresurada y en un contexto de visita del resto de las villas. El día de Año Nuevo de 1592, el encargado de vigilar la correcta elección de oficios concejiles fue el alguacil Alonso Lafuente Zapata, que llevó de salarios diez ducados. La villa protestó por los diez ducados del alguacil en un poco exitoso pleito que mantuvo en su poder el fiel escribano Francisco de Astudillo. Mientras a la villa se le quitaban tantas razones como maravedíes, los alguaciles del corregimiento veían en los contenciosos una fuente de ingresos. Diego de Agüero, nuestro ya conocido alguacil, prefería ahora recibir salario en especie de capones y cabritos. El caso de Alonso Lafuente es ejemplo de los abusos de estos alguaciles. Su comisión en la elección de oficios duró tres días; el salario cargado sobre la villa fue de diez ducados, es decir, 3750 maravedíes. El corregidor intentó mediar en el conflicto, imponiendo un salario de quinientos maravedíes diarios; sin embargo, el salario marcado por las provisiones ganadas por las villas marcaban un salario de seis reales o doscientos maravedíes. Los abusos de los oficiales del corregimiento en Santa María del Campo Rus venían de antaño, de los últimos tiempos de la gobernación del Marquesado.

No hemos de considerar a los regidores santamarieños, sin embargo, defensores de las libertades municipales. Sabemos que los regidores Hernando Gallego Patiño, Hernán González, Pedro de Ortega y Juan Galindo Castillo aprovecharon una provisión del Consejo Real que intentaba aliviar la necesidad de los labradores, prestando trigo de los pósitos, para hacerse con el grano del alhorí municipal. El corregidor los llevó presos a la villa de San Clemente, aunque al final hubo una solución concertada: su libertad de prisión a cambio del pago de una multa de tres mil maravedíes. Su relación con la autoridad real sedente en la villa de San Clemente había mejorado mucho en los años finales del corregidor Antonio Pérez de Torres. Si al comienzo del corregimiento las autoridades habían apoyado a la familia Rosillo, en 1592 el alcalde elegido es Hernando de Chaves, de una familia rival; conocemos de las actuaciones favorables de la justicia del partido contra el concejo de El Cañavate por entrar sus vecinos en los montes de Santa María del Campo Rus.

La villa de El Cañavate nos aparece como un pueblo celoso de su buen gobierno. Las preguntas de la secreta son comunes, pero hay que diferenciar entre aquellas que denuncian los abusos y esas otras que refieren la administración del gobierno local. En las respuesta de estas últimas, El Cañavate se presenta como una villa respetuosa con las ordenanzas, los aranceles que aparecen colgados en sus tiendas y mesones, el cuidado de sus calles y mesones, la escrupulosidad en las pesas y medidas, registro de sus presos en un libro del alcaide de la cárcel, el abasto de sus tiendas y pósito o la correcta aplicación de las penas de cámara. Especialmente cuidado y diligencia se tenía en la administración de pósito, tanto en la custodia de caudales y panes como en su registro en libros:
ay un arca con tres llabes en el pósito desta villa adonde se echa el dinero dél e que las llabes las tienen un alcalde y un rregidor diputados por el ayuntamiento e la otra el mayordomo e sabe que la panera tiene dos llabes y la una tiene en su poder un rregidor diputado y la otra un mayordomo e como se va cobrando el trigo se va echando en la panera e ansimismo y luego que el dinero entra en poder del mayordomo se entra en el arca de tres llabes y ay dos libros uno en poder del rregidor que tiene las llabes del dinero y alhorí y otro en poder del mayordomo e que cada uno en su libro asientan las partidas de trigo que se sacan y en que día y quién lo manda y ansimismo que en el arca de tres llabes ay otro libro donde se asientan las partidas del dinero que se mete y se saca de la dicha arca y que dentro el dicho dinero entran luego el libro y se cierra luego el arca quedando debajo de tres llabes donde está de ordinario.
Esta villa celosa de sus libertades y franquezas, guardadas en el arca de tres llaves de su archivo, que en otro lugar hemos definido como república de labradores, y que se asemejaba a la alegoría que tiempo después y en otro lugar intemporal el barón de Mandeville nos presentará como ejemplo de colmena de abejas incorruptas, donde no tiene cabida el principio de vicios privados, virtudes públicas, mostraba ya los primeros signos de aristocratización y desigualdad, aunque sus vecinos todavía veían a estos Ortega-Montoya o Cañavate como ejemplo de familias virtuosas
Pedro de Montoya alcalde ordinario desta villa tiene un hijo que es alférez mayor del ayuntamiento y el otro hijo rregidor perpetuo pero que cada uno bibe en su casa con su muger y familia de por sí y que este testigo los tiene por jente de tanto balor que antepondrán el bien público a sus bidas y de sus padres y Francisco López Cañabate rregidor desta villa tiene un hijo alcalde hordinario en esta villa el qual no fue nombrado por su boto ni parescer y otro hijo rregidor y que el uno y el otro son tan celosos del bien público que por él pospondrán el amor paternal y que el dicho Francisco López Cañabate tiene otro hermano rregidor que se dize Juan López Cañabate el qual es tan celoso de la rrepública que meritoriamente se le puede llamar padre della
El narrador, el regidor Bartolomé Gallego, era un hombre de los viejos tiempos. En su cabeza, no había otros principios que aquellos valores de la virtud, el bien común y el buen gobierno, pero la colmena virtuosa ya mostraba los primeros signos de un cuerpo estratificado, donde los vicios privados eran el fundamento del bien común. La vieja república de El Cañavate, que había sobrevivido a la sangre comunera que tiñó de rojo las aguas de su río Rus, cedía al dominio de los Ortega y los Cañavate, patricios y padres de la nueva república. El escribano Cristóbal Jareño ya denunciaba las primeras irregularidades en la administración del pósito el año 1590 a cargo de su mayordomo Andrés Redondo, ajeno a lo que marcaba la pragmática en la custodia y guarda de caudales y panes. El escribano denunciaba sin ambigüedades el control del gobierno municipal por Pedro de Montoya y Francisco López del Cañavate, así como las irregularidades en el ejercicio de sus compañeros escribanos, como Alonso Roldán, que falsificaban probanzas a favor de Juan López de Cañavate y contra un vecino llamado Diego Lezuza. Tampoco faltaba en las denuncias las talas nocturnas en el monte por un alcalde ordinario de la familia Cañavate con la ayuda de un caballero de sierra llamado Pedro de Cuenca.

sábado, 2 de febrero de 2019

El Corregimiento de las diecisiete villas, una administración bajo el signo de la corrupción (II)

Las relaciones del licenciado Melchor Pérez Torres con la justicia villarrobletana era buena. El alcalde Andrés Peralta encomiaba al corregidor, ejemplo de buen gobierno. Recordaba cómo en la casa del cabildo había hecho construir una alhacena para la custodia de los privilegios de Villarrobledo. O al menos eso decía uno de los bandos favorables al corregidor, pues la realidad de la villa era más compleja. La relación del corregidor con los vecinos de Villarrobledo era más agria de lo que se quería presentar, pues sus intereses colisionaban  si no con los del corregidor sí con los de la villa de San Clemente. La razón residía en la negativa a dejar plantar viñas a los villarrobletanos en un momento que estos habían entendido el callejón sin salida en el que se encontraba el monocultivo de trigo.

En la secreta de Villarrobledo la afabilidad de su alcalde no coincidía con la del resto del vecindario. Pedro Montoya acusaba, en lo que se habría de convertir en agrio conflicto que se extendió durante dos décadas, que el corregidor no respetaba la primera instancia de la villa. De hecho, Villarrobledo reconocía haberse gastado quinientos reales en la Chancillería de Granada para frenar las intromisiones del corregidor en su jurisdicción. Sobre el pleito, que el mismo padre Cavallería consideró causa de la ruina de Villarrobledo, ya hemos hablado en otro lugar, así como de los intereses en torno al trigo villarrobletano. San Clemente y Villarrobledo tenían una relación complementaria e interesada en sus estructuras agrarias. Si Villarrobledo era granero de la comarca, y de la Corte; San Clemente se había especializado en las viñas. La extensión del cultivo de trigo a tierras poco aptas para ello, por el adehesamiento de nuevas tierras provocará el hundimiento de los rendimientos de la producción. Sin embargo, los terrenos que eran malos para el trigo no lo eran tanto para el viñedo. Algunos vecinos como Mateo Saiz Lozano o Francisco Vázquez lo vieron, desmontando sus cultivos y plantando en sus hazas viñas el año 1591. El corregidor, incapaz de aguantar la presión sanclementina ordenó arrancar los majuelos e impuso fuertes multas a los agricultores de Villarrobledo. El caso era de oportunidad económica, pero planteaba un grave contencioso jurídico. La licencia para plantar viñas fue otorgada por el concejo villarrobletano; la denegación obra del corregidor que se entrometía en la primera instancia de la justicia local y juzgaba por sí mismo. Además hacía caso omiso de una conquista de las villas del Marquesado: los juicios que el corregidor iniciase en las villas debían pasar ante los escribanos locales. En los años cincuenta, los gobernadores intentaron dotarse de un escribano de provincia; no lo consiguieron, pues la oposición de las villas desbarató la implantación del oficio. Como sucedáneo se creó la figura de un escribano de comisiones para entender en los pleitos en los que los gobernadores y luego corregidores fueran cometidos en delegación por los Consejos y Chancillerías. El cargo recayó en un personaje que haría gran fortuna, el escribano Francisco Rodríguez de Garnica, que acompañaba al corregidor de un lado para otro para entender de cualesquier pleitos, entre los que primaban aquellos de causas en primera instancia en contravención de los privilegios de las villas. Allí donde no llegaba Francisco Rodríguez Garnica, echaba una mano un primo suyo llamado Francisco Rodríguez de Tudela. Tal era el odio que despertaba la familia, a la que se hacía proceder de Hellín, que era conocida como los pelagatos, pues se consideraba que el antecesor de la familia era un hombre de origen valenciano, llegado a Hellín muerto de hambre y que sobrevivía despellejando a estos felinos. Como la cosa iba de escribanos, a este círculo pronto se unió el sanclementino Francisco de Astudillo, un escribano tan huraño como valiente (no en vano era el único que desafiaba las pedradas de los vecinos de Santa María del Campo, cuando algún aguacil o escribano asomaba por el pueblo). Este personaje tuvo tal ascenso social que en su vejez su familia era reconocida como la más rica de la villa de San Clemente, superando a los Ortega o a los Pacheco (incluida hacienda de los Castillo sobrevenida). Con la riqueza llegaron los odios, Astudillo sería acusado de ser descendiente de moros y de judíos. Los ataques arreciarían cuando la generación siguiente de Astudillos y Garnicas se aliaron matrimonialmente.

La parcialidad de los corregidores en Villarrobledo era manifiesta, interviniendo en su justicia, ya sea llevándose las informaciones a San Clemente, caso del asesinato de Alonso Morcillo o las de una riña entre el señor de El Provencio y los Gutiérrez, ya fuera interviniendo en la elección de oficios, como Melchor Pérez de Torres, apoyando el bando de Blas Ortiz de Vargas o Francisco Díaz frente a Juan López de Ávila, Antonio Sedeño, Pedro de Montoya y Diego de Vizcarra. Estas parcialidades se alternaban en el gobierno municipal de Villarrobledo, haciendo de la gobernanza pública un servicio a sus intereses privados. Se denunciaba al regidor Francisco Díaz por haber empleado los quinientos ducados recibidos en depósito para el pósito de la villa en la compra de unos borregos para sí. Las luchas banderizas acababan a veces a cuchilladas. El mencionado Francisco Díaz estaba acusado, junto a dos compinches, de intentar matar a cuchilladas al regidor Gabriel de León, que previamente había denunciado las irregularidades del mayordomo del pósito, Andrés de Losa, a la hora de prestar el trigo a los labradores.

Era tal el clima de rivalidades, que la elección de oficios menores, como alguaciles, caballeros de sierra o mayordomos se hacía al margen del ayuntamiento y fuera de su sala. No era extraño que los regidores acapararan los cargos de arrendamientos de rentas; sabemos del caso del regidor Juan Merchante, el año 1591. Aunque lo que estaba en juego era la apropiación de tierras llecas y montes, sobre todo por regidores como Francisco Díaz y Juan Merchante. Se burlaban las residencias que sufrían los escribanos. Así, con motivo de la practicada por el licenciado Marañón hacia 1590, el escribano Gálvez escondía sus escrituras en casa de un abogado, el doctor Belloso.

No siempre eran los principales de las villas los que esquilmaban los montes. En ocasiones, caso de Las Pedroñeras, se hacía por el mandato del propio corregidor. No sabemos los motivos, pero el corregidor ordenó la tala masiva de árboles en el monte de la Vacariza, pasando por encima los intentos del concejo de Las Pedroñeras de limitar la corta con la concesión de una licencia y supervisión de dos guardas. Las tres carretas que se permitieron en un principio se convirtieron en una tala de 196 carrascas bajo el control de un alguacil del partido. En El Pedernoso, las denuncias por cortas en el monte del Arenal vinieron de vecinos particulares e iban dirigidas contra los regidores de la villa. En lo que todos estaban de acuerdo era en mantener bien provistos de camas los mesones de El Pedernoso, una villa situada en el cruce de caminos, en el que desde Belmonte bajaba hacia el sur y el camino real hacia Murcia. Aunque si algo asemejaba a las villas de Las Pedroñeras y el Pedernoso era la homogeneidad de las minorías rectoras de sus concejos. Especialmente este hecho era notorio en la villa de Las Mesas, donde no se presentó ningún cargo en la secreta, a sabiendas de que la villa estaba demasiada alejada para ser molestada. Las respuestas a las preguntas fueron contestadas por el escribano Mateo Hernández Gallego, corroboradas por algunos testigos.

No ocurría tal cosa en La Alberca, donde el dominio de la política municipal por el regidor Francisco Sánchez era muy contestado por otros regidores. En su favor, como en tantos otros casos y para acabar con las luchas banderizas o favorecerlas, intervino el corregidor de San Clemente. El corregidor no intervenía directamente, sino que enviaba dos alguaciles con una misión puramente ejecutiva, para el cobro de deudas o el apresamiento de encausados. Quien padeció estas actuaciones en La Alberca fue el escribano del concejo Juan Manuel. En el origen de las presiones recibidas estaría su negativa a entregar los papeles de su oficio. Pagó sus negativas con multas de doce ducados y con el encarcelamiento de su persona. Pero su actitud díscola era muestra de una oposición más generalizada a la intromisión del corregidor en los asuntos de la villa
que este testigo era el que buscaba (el escribano Juan Manuel) y entonces el dicho Antonio Rromero (alguacil del corregidor) diziendo muchas palabras soberbias echó mano de este testigo para llebalo preso y el dicho alcalde que estaba presente dijo que él lo tomaba a su cargo y sin embargo desto el susodicho en gran desacato del dicho alcalde dijo que votaba a Dios que él lo abía de llebar rrastrando a la carzel y que sin ser alguazil por su persona se mataría con diez desta villa haçiendo fieros
El escribano acabaría preso en la cárcel, ante las miradas y alboroto de todo los vecinos. Aunque la situación se tensó por la actitud despreciativa que el alguacil Romero tuvo con el alcalde Garcilópez y el apoyo que prestaron al alcalde sus deudos y partidarios, que debían ser muchos.

El enfrentamiento entre el corregidor y La Alberca traspasaba las fronteras del pueblo y afectaba a los contenciosos que mantenía con sus vecinos sanclementinos por el uso del monte albequeño, aunque de uso comunal para los pueblos integrantes del suelo de Alarcón. Pedro Gallego se quejaba que su trigal era comido por los ganados del alcalde sanclementino Rojas, que tenían su paridera en dicho monte. Iguales quejas venían de otros vecinos, un tal Peñaranda y Miguel Rubio. El conflicto no venía tanto porque el corregidor fallara a favor del alcalde sanclementino, sino porque se entrometía en un asunto, la guarda de montes propios más allá de sus servidumbres comunales, perteneciente en exclusiva a la jurisdicción de la villa de La Alberca. No obstante, la idea de una villa enfrentada al corregidor sería errónea. Antonio Pérez de Torres se apoyaba en el poder del mencionado Francisco Sánchez para entrometerse en la jurisdicción de La Alberca. La contrapartida es que éste se aprovechaba de los montes de La Alberca en beneficio propio y con la fidelidad de algunos caballeros de sierra: Alonso del Castillo, Juan López de Perona o Francisco Cantarero