El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

domingo, 3 de marzo de 2019

Las intrigas en la villa de San Clemente hacia 1590

San Clemente era la cabeza del corregimiento y, por tanto, lugar donde las intrigas en torno al corregidor eran mayores. La figura ascendente en la villa de San Clemente era el alférez mayor de la villa, don Juan Pacheco Guzmán, que unía en su persona la herencia de los Pacheco y los Castillo, por su matrimonio con Elvira Cimbrón, la hija del menor de los tres hermanos Castillo, Francisco. Don Juan Pacheco reactivó, junto a su cuñado Francisco Mendoza, un antiguo pleito que estaba muerto desde la muerte el abuelo Alonso del Castillo en 1528: la jurisdicción señorial para la familia del lugar de Perona. La defensa del título jurisdiccional vino acompañada por la usurpación, vía de los hechos, de una parte de la dehesa del río Rus, que el concejo de San Clemente tenía por suya.

Los estratos medios de la sociedad sanclementina, representados por los regidores Diego de Montoya o Alonso Martínez de Perona, denunciaban al alférez mayor de haberse apropiado de una porción de dehesa entre Perona y Villar de Cantos, en la margen izquierda del río Rus, desde la Puente Blanca hasta la Peña Bermeja; setenta almudes de tierra, valorados a diez ducados cada almud. La supuesta pretensión por don Juan de las cabezadas de sus hazas se convirtió pronto en deseos de quedarse con toda la dehesa. El corregidor Antonio Pérez de Torres sentenció a favor del alférez, después de una vergonzosa visita sobre terreno en la que el alférez le espetó al corregidor con claridad un lo quiero todo. La villa perdía así unos ingresos de quince mil maravedíes anuales que obtenía del arrendamiento para la labranza de esta dehesa y que por licencia real usaba como arbitrio para pago del servicio de millones. 

En torno a los intereses de don Juan Pacheco, se agrupaban el colectivo de escribanos como Francisco de Astudillo o Pedro Castañeda, con gran influencia sobre el corregidor y determinantes en sus decisiones. La influencia de este grupo era perniciosa; pronto convencieron a los nuevos corregidores de las diecisiete villas de la fuentes complementarias de ingresos de un oficio como el de corregidor mal pagado; se subieron a un real, de los doce maravedíes, los derechos de las sentencias de remate de las ejecuciones, fijando un nuevo arancel que exigía derechos de un real para ejecuciones de más de dos mil mrs. y 16 mrs. para ejecuciones inferiores a esas cifras. Los Pérez Torres pronto se arrogaron frente a la justicia ordinaria sanclementina todos los juicios por deudas, obteniendo como fuente de ingresos, a decir de algún testigo, doscientos ducados. Las prebendas obtenidas por los corregidores fueron seguidas por aquellas otras de los alguaciles, tal el alguacil mayor del partido Cristóbal de Mendoza, con un salario de quinientos maravedíes diarios, pero cuyos ingresos aumentaban enormemente con las cobranzas de los deudores del pan del pósito. Aunque quien se llevaba la palma de la corrupción era el ya citado Diego de Agüero, en la plaza de la villa de San Clemente eran motivo de murmuraciones los cohechos cometidos en las villas del partido: en Iniesta, se decía que alguien le había metido trescientos reales por favorecer la elección de uno de los alcaldes; en Quintanar, le habían dado seis ducados por hacer la vista gorda con las cuentas; en Villanueva de la Jara había recibido diez doblones de a cuatro por dar por buenas las cuentas del pósito; en Tarazona, el alguacil recibió una olla de miel y doscientos reales; en Villarrobledo, el alguacil chocó con la probidad de los depositarios pero eso no fue óbice para que prolongara artificiosamente su comisión para llevarse salarios adicionales. EL regidor Miguel de los Herreros es uno de los que reconvenía públicamente en la plaza al alguacil prevaricador que, viendo su conducta natural, le contestaba aquello de !y os espantáis¡

El carácter remiso y timorato del corregidor Antonio Pérez de Torres era denunciado por los vecinos, especialmente en el abasto de carnes, donde se servían borregos y primales de mala calidad en las carnicerías. La villa de San Clemente estaba revuelta y presta para el motín; por sus calles se daban gritos de !abajo el mal gobierno¡... que pues la justicia lo consentía, que auían de hazer ellos (la justicia). El hecho de matar borregos en vez de carneros había procurado unos beneficios a los abastecedores de seiscientos ducados. Otro tanto ocurría en los abastos de pescaderías y panaderías y con la conservación de los montes como los de Alcadozo o el Pinar Nuevo. Las denuncias tenían especial valor por venir de Francisco Rodríguez de Garnica, antiguo escribano de comisiones y conocedor como nadie de las corruptelas, que no recordaba una situación de desgobierno similar en los últimos treinta años y que imploraba a Dios para restablecer la justicia. Era tal el clima de desgobierno al finalizar el oficio don Antonio Pérez de Torres, que su sucesor Juan de Benavides Mendoza manifestó su deseo ante el cabildo sanclementino de no impartir justicia para mantener su buen nombre.

El escándalo del gobierno de Antonio Pérez de Torres llegaba a casos extremos, que a veces parecían sacados de la obra de Cervantes y su personaje Ginés de Pasamonte. Un ladrón llamado Julián de Iniesta fue condenado a galeras por Juan de Mondéjar, alcalde de la Hermandad y alférez de Tarazona; intercediendo, consiguió el perdón del corregidor, para continuar con sus fechorías en Vara de Rey. Otras veces, eran los oficiales los que reconocían sus excesos. Así, el escribano Francisco de Garnica reconocía haber llevado excesivos derechos en Ledaña y otras aldeas de Iniesta de unas ejecuciones. La solución no vino del corregidor, sino que la mediación se llevó a cabo en casa del escribano Miguel Sevillano para tapar el escándalo.

A la altura de 1590 el poder económico de la villa de San Clemente estaba en manos de los herederos de los Castillo y los Pacheco, riqueza que había confluido en Francisco de Mendoza y Juan Pacheco, pero la figura pública y ascendente en la villa, en boca de todos, era el escribano Francisco de Astudillo. En compañía de alguaciles como Diego de Agüero, se había adueñado de la vida pública sanclementina. Diego de Agüero encarnaba la figura del matón, Francisco de Astudillo el de nuevo leguleyo, que como escribano, daba carta de naturaleza a los excesos. Un caso criminal vino a revolver las conciencias sanclementinas: la agresión al joven Juan Peinado, malherido a palos con una horca y muerto por Pedro Cañaveras, criado de Diego Agüero. El procurador del menor, Pedro Monedero pidió justicia y parece que el corregidor Melchor Pérez de Torres estuvo presto a concedérsela, pero la repentina muerte del corregidor y su sustitución por su hijo dejó el ejercicio de la justicia empantanada en la villa de San Clemente. Cuando el alguacil Llorente Martínez fue a detener a Pedro Cañaveras en casa de Diego Agüero, se encontró esperándole en el zaguán de la casa a la mujer de Diego, dispuesta a defender su casa a voces con palabras malsonantes y manifestando que en su casa, en referencia al alguacil Llorente, no era bien recibido ningún embajador. A la misma casa acudió Francisco de Astudillo, no en su papel de escribano, sino amenazante en apoyo de la mujer. Amilanado por la mujer y el escribano, Pedro Monedero fue a pedir justicia al corregidor, que con buenas palabras despachó al suplicante Pedro, para reconocer a continuación que no disponía de alguaciles para apresar a nadie. Del caso se habría de encargar Francisco de Astudillo, que, en seguida, pidió para sí los autos del caso que obraban en poder del escribano Gaspar de Llanos. Ambos escribanos, enemigos irreconciliables, tenían sus escritorios en la misma calle, frente a frente. Pedro Monedero fue al escritorio de Astudillo a pedir justicia y fue despachado con malas palabras. A partir de ahí, la discusión crecida de tono acabó a cuchilladas entre ambos. Nos hemos de imaginar a Francisco de Astudillo, cuyos ascendientes habían servido como alguaciles de gobernadores del Marquesado, como una persona alejada de la figura del amanuense sentado en su mesa, pues entre sus gustos estaba el pasearse a caballo y con espada por la villa de San Clemente y no parece que le arredrasen las peleas. A cuchilladas se enzarzó con Pedro Monedero hasta que el vecindario acudió a poner fin a la riña. Astudillo era una figura independiente que solo velaba por su interés; acusado por sus enemigos de ser un origüela, junto a esta familia, vivía en la calle de la Amargura (nombre en memoria de la pasión de Cristo, víctima de los judíos); sin embargo, él y Diego de Agüero se encontraban enfrentados a esta familia y sus allegados como Francisco Carrera, Pedro González de Herriega o Miguel Cantero, tenidos en la villa por conversos, que acusaban al escribano y al alguacil de esquilmar los montes públicos.

No obstante, había diferencias entre  Diego de Agüero y Francisco de Astudillo. El segundo procuraba, a pesar de su genio, cuidar las formas; el primero, no. Diego de Agüero, que pagaría su osadía con la cárcel decretada por el juez de residencia Gudiel, se valía de un pastor de Pozoamargo, llamado Pablo Martínez, para ejecutar en las villas la comisiones encargadas por el corregidor. Uno y otro aceptaban dineros y sobornos sin remilgos: en Iniesta, el regidor Espinosa metía directamente trescientos reales en la faldriquera de Agüero por favorecerle en la elección de oficios. Otras veces, Agüero se concertaba con el escribano Francisco Garnica, del que se decía que había vuelto con los bolsillos repletos de reales de su visita a Ledaña, aldea de Iniesta. Estos Garnica, Francisco el escribano y su hijo Juan el alguacil andaban en turbios negocios con los portugueses existentes en la villa, en el al arrendamiento de algunas casas.



Francisco de Astudillo jugaba con la ambición de los alguaciles, e igual que utilizaba a Diego de Agüero hacía lo propio con Cristóbal Vélez de Mendoza, condenado también por Gudiel, y que cometía veinte mil tropelías en las cobranzas de los deudores del pósito de don Alonso de Quiñones, obra piadosa que su fundador difícilmente hubiera reconocido veinte años después. En las cobranzas, aparecía dando fe como escribano Francisco de Astudillo, pero sus asientos era ejemplo de intachable contabilidad; para los excesos, ajenos a las escrituras del papel, se usaba de la ambición desmedida del alguacil. No tuvo cortapisas en defender la honradez del alguacil y limpio procedimiento de las cobranzas de los deudores del pósito, para a continuación dejar caer que alguacil y mayordomo podrían explicar mejor que él la parte que cobraban en exceso de cada fanega adeudada por los ejecutados. En vano, Cristóbal Galindo se defendía, diciendo que era Astudillo el que determinaba las cantidades a cobrar, pero en los asientos de las cobranzas la que aparecía era su firma. Claro que en las mil irregularidades que se cometían en la villa de San Clemente, participaban al completo los regidores. Hernán González de Origüela denunciaba las posturas, unas mordidas de la época, que recibían los regidores de los mercaderes que vendían sus productos en la plaza del pueblo. La cosa había comenzado con el ofrecimiento a los regidores por los mercaderes de un plato de frutas; el gesto había derivado hacia pagos subrepticios, que en el caso del regidor Hernando del Castillo eran descarados y a plena luz del día.

En aquellos años el verdadero poder de la villa de San Clemente estaba en los escritorios de los escribanos, que por lo general estaban en los locales de la planta baja de la plaza Mayor. Juan Robledo tenía su propio escritorio y vio cómo se lo destrozaban una noche de julio de 1591, acabando sus papeles en un pozo de la iglesia de Santiago. El autor del agravio fue un tal Alonso Hernández Gemio, que debió pensar que desaparecidos los procesos, desaparecían sus cuentas con la justicia. De hecho, a pesar del dominio de figuras como don Juan Pacheco, la base del poder municipal en San Clemente era muy amplia, una centena de vecinos participaban del poder en la villa a través del desempeño de oficios públicos, la posesión de regidurías perpetuas o como escribanos. En los años de mandato de los Pérez de Torres, pasaron por el ayuntamiento de San Clemente treinta y dos regidores, catorce escribanos, once procuradores, ocho alcaldes ordinarios otros tantos de la hermandad, un alguacil mayor de la villa,cada año, acompañado de dos tenientes y trece caballeros de sierra. A esto habría que sumar la estructura del partido con su corregidor, alcalde mayor, alguacil mayor y sus siete tenientes o un escribano de comisiones, y la estructura de la Tesorería de rentas reales del Marquesado con un tesorero, un escribano y varios receptores, cuando no ocasionalmente varios ejecutores. Si a esto sumamos una serie de oficios menores de mayordomos, fieles, pregoneros y verederos o algunos otros ocasionales en comisión como jueces de residencia o jueces de corte y de comisiones, con su alguacil y escribano incluidos, los receptores enviados desde Granada y una legión de solicitadores de pleitos que deambulaban por la Corte, los Consejos y la Chancillería, se entiende el por qué San Clemente era llamada la pequeña corte manchega. Una ingente tropa de leguleyos andaban de un lado para otro, los pleitos se multiplicaban por doquier en una sociedad extremadamente pleiteante; resmas de papeles se acumulaban en los escritorios de los escribanos, pero también en las mesas de esa institución paralela de la Inquisición, que controlaba la vida y las conciencias, con sus siete familiares, un comisario y su notario. El círculo se cerraba con los curas y clérigos, que vía testamentaria controlaban gran parte de las donaciones post mortem y los diferentes actos sacramentales que fijaban las etapas por la que pasaban la vida de los hombres. Los papeles se guardaban con excesivo celo: privilegios de la villa en el arca de tres llaves de ayuntamiento, contratos privados en los escritorios de escribanos, genealogías y papeles acusatorios de heterodoxia en los archivos inquisitoriales, libros de cuentas en el arca del pósito, libros de rentas en los arrendadores, que acababan desapareciendo en las inspecciones de los administradores de rentas, libros sacramentales en el archivo de la iglesia parroquial, y multitud de archivos privados, en una sociedad en la que eran muchos los que sabían escribir (más de los que pensamos), donde se guardaban con celo los títulos de propiedad familiares. Las familias sanclementinas mandaban a sus hijos a aprender las primeras letras a preceptores privados, unas veces, y otras a los estudios de gramática existentes en la villa: el del concejo y el de los franciscanos de Santa María de Gracia, pero en otras ocasiones se desplazaban a los estudios de pueblos comarcanos en el deseo de obtener el ansiado título de bachiller, complementado los estudios de cánones o leyes en la Universidad de Alcalá o, quien huía de las etiquetas de conversos, en la Universidad de Salamanca. No hemos de olvidar que uno de los principales Colegios universitarios, el de San Clemente Mártir o de los Manchegos fue fundado por el doctor Tribaldos, vecino de la villa. En suma, una sociedad, excesivamente regulada, donde cada uno de los actos públicos y privados aparecían reflejados en un papel o en varios, en manos de escribientes diversos, y, a veces, simplemente contradictorios. Por esa razón, cuando Alonso Hernández Gemio arroja los papeles del oficio de Juan Robledo al pozo de la Iglesia Mayor de Santiago, es un gesto que simboliza la necesidad de liberarse de las ataduras plasmadas en aquellos papeles, no solo de las múltiples denuncias que padecía por el mal uso de los bienes públicos, también de la mala fama que gozaba en el pueblo por las fuerzas cometidas contra su propia mujer, por la que había sido acusado, ya en aquella época, de malos tratos. Lo que no estaba en los papeles, estaba en la memoria oral de los hombres. Una memoria y unos recuerdos que eran capaz de sumar mil hojas en las acusaciones de moro y judío que padeció Francisco de Astudillo Villamediana en sus intentos de conseguir el hábito de caballero de Santiago. Entonces, como en otras ocasiones, la cruz jacobea se consiguió por cuatro mil ducados, pero los papeles acusatorios contra él siempre pesaron como una mácula que le impidió el reconocimiento de sus vecinos. Incluso cuando era joven y estudiaba leyes en Salamanca debía aguantar ante sus ojos libelos que le recordaban las cenizas de su abuela quemada por practicar el judaísmo.

Sobre esta superestructura ociosa, que en nada tenía que envidiar la del propio Rey Prudente, se intentaba crear el corregimiento de las diecisiete villas. Una apuesta regeneradora de creación de una estructura de gobierno sobre un territorio más reducido y controlado. En 1564, el Consejo de Castilla era consciente de las limitaciones, ya en una provisión real avisaba que los gobernadores al llegar al Marquesado perdían el tiempo juzgando en residencia a sus antecesores y oficiales, ocupándose muy poco tiempo en sus labores de gobernación. La figura del corregidor era más cercana y por esa misma razón apegada a la vida de los pueblos, pero también a los intereses de las minorías. Se necesitaban hombres fuertes para imponer una voluntad de la Corona, que redujera los intereses particulares a los generales, o, al menos, a los intereses fiscales de una Corona arruinada. Sin embargo, la desgracia se abatió sobre los hombres que tenían que llevar a cabo ese cometido. El primer corregidor, Pedro de Castilla, que tomó posesión el 20 de noviembre de 1586, murió en el cargo; el segundo, Melchor Pérez de Torres, que ocupó el cargo el 16 de mayo de 1588, le siguió en la desgracia. Su hijo Antonio, un jovenzuelo inexperto, asumió el deber de regenerar y reformar una comarca que, una decena de años antes, Rodrigo Méndez veía repleta de riqueza, tanto como de ladrones dispuesta a llevársela.  Antonio Pérez de Torres intentó llevarse bien con todos y complacer a todos; acabó por ser utilizado por el círculo de sus hechuras más próximo y sirviendo a sus apetencias.

La relación de cargos contra Antonio Pérez de Torres era una sucesión de agravios contra un gobernante que, pusilánime, no había actuado contra nadie y en su inacción había favorecido a los más ricos. Don Juan Pacheco se había apropiado de una superficie de sesenta almudes en Perona, por las bravas y con la queja inútil de regidores como Alonso Martínez de Perona. A los excesos señoriales se seguían otros peor vistos: aquellos que atentaban a la moral de una sociedad fundada en la religión y en las buenas costumbres. Isabel García, alcahueta por naturaleza, había convertido su casa en lugar de citas de hombres y mujeres donde daban riendas sueltas a sus pasiones e infidelidades a costa de sus parejas cornudas. Entre los papeles Juan Robledo, que acabaron anegados en el pozo de la iglesia, se encontraban todas las miserias carnales de una sociedad desenfrenada que vivía del placer y por él; entre los papeles, la prostitución forzada de la mujer de Alonso Hernández Gemio o el rapto de Catalina Pareja, mujer casada, en manos de Ginés de la Osa y sus compinches Francisco Merchante y Miguel de la Osa.

Pero Antonio Pérez de Torres también tenía sus apoyos, entre ellos, la familia poderosa de los Pacheco  y otros principales como Diego de Oviedo o Alonso López de la Fuente. Aunque la fuente real en que se apoyaba su gobierno eran los escribanos, entre ellos, el mencionado Francisco de Astudillo, un hombre de poco más de treinta años. Junto a él, otros cuatro escribanos testificaron a favor del corregidor. En el gremio de los escribanos surgió el principal enemigo de la residencia del licenciado Antonio Pérez Torres; era Gaspar de Llanos, que tenía su escritorio junto al de Astudillo: la fortuna del segundo, sería causa de desgracia del primero. Compañeros de oficio, su enemistad era irreconciliable, pues, al fin y al cabo, tenían dos formas de ver su propia profesión. Gaspar de Llanos era el escribano que veía en su oficio un fin en sí mismo; Francisco de Astudillo, una simple plataforma para ganar poder.

El licenciado Gudiel fue todo lo indulgente que pudo ser con el corregidor Antonio Pérez de Torres, pero aun así no pudo evitar pronunciar algunas condenas el 31 de julio de 1592: dos mil maravedíes por ser parcial en el pleito entre la villa de San Clemente y su alférez Juan Pacheco; cuatrocientos maravedíes por dejar usar del cargo de alcalde mayor a su hermano Luis Bernardo de Torres; mil maravedíes por no respetar los derechos y salarios marcados a las comisiones por las provisiones ganadas por las villas; seiscientos maravedíes por llevar derechos por encima del arancel en los juicios ejecutivos; cuatrocientos maravedíes por no visitar las villas de su partido; de su actuación en el caso del ladrón Julián de Iniesta debía responder individualmente ante los acusadores, los alcaldes de la Hermandad de Tarazona. Era una condena leve, atemperada por las últimas palabras del juez Gudiel
le declaro y pronuncio por muy buen juez que ha vivido con mucho recato y limpieza en su oficio y que su majestad podrá servirse de él en oficios de más calidad
El licienciado Gudiel no solo había sido indulgente, sino que había blanqueado la corrupción y dado carta de naturaleza a la proyección futura de la carrera de Antonio Pérez de Torres. No lo vio así el corregidor, que pidió la absolución de todos los cargos, aunque fue presto a pagar las condenaciones y pasar así página de una aventura de gobierno que no había de ser mancha en su prometedora carrera.






AGS, CRC, LEG. 465, Juicio de residencia de los corregidores Melchor y Antonio Pérez de Torres. 1592 

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