El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

viernes, 1 de marzo de 2019

Vida y obras de Julián de Iniesta: la honra de un ladrón

Ginés González y su mujer María Granera tenían en el paraje de Las Escobosas unas casas de campo, donde guardaban el grano cosechado y diversos aperos de campo. Un dieciséis de noviembre de 1590, un tal Julián de Iniesta decidió forzar la casa, haciendo un agujero, y entrar a la misma. Era mediodía, y el ladrón, una vez abiertas puertas, decidió volver a media noche para llevarse el trigo y la cebada allí almacenados. Dos días después el jareño Ginés descubría el robo y acudía a la justicia. El hurto se había cometido, a decir de Ginés, en los términos de Tarazona (que ya pretendía jurisdicción sobre Las Escabosas, aunque los testigos señalaban el lugar como término de Alarcón) y en el campo, por tanto, era un claro caso en que debía entender la Santa Hermandad; aquel año los alcaldes eran Juan de Mondéjar y Luis Caballero.

Paraje y casas de las Escobosas, en 1590 pertenecía al término de Alarcón, aunque confinaba con el de Tarazona, que había conseguido término propio por el privilegio de villazgo de 1564. La parte superior, que se prolonga más allá del plano es la Cañada Ancha, término de Alarcón.  Las Escobosas estaba en el camino por donde se entraba a Tarazona, viniendo desde Villalgordo del Júcar, por donde se pasaba el río Júcar por el puente de don Juan, y era lugar de paso obligado. 

Como en tales casos, en medio del campo, se buscaba por el ladrón la soledad de los parajes para no ser descubierto y como era habitual, sin embargo, no habían de faltar testigos oculares que vieran los hechos. El primero de ellos fue un criado de Agustín de Valera, alférez mayor de Villanueva de la Jara, y es que el campo parecía solitario y, sin embargo, estaba lleno de vida. No muy lejos de la casa de campo de Ginés González, a dos leguas de Villanueva de la Jara y que nos aparece como integrante de aldea despoblada llamada Las Escobosas, se levantaba la casa de un vecino de Quintanar, García Donate y las tierras de los herederos de Juan Sanz de Heredia; allí mismo se encontraba el olivar de Agustín Valera, andaban pastando los ganados del vecino de Quintanar Francisco Donate y no faltaba un vecino de Casasimarro con cinco burros, que volvía camino de Albacete. Entre todos ellos, acorralaron a un Julián de Iniesta, que se había asentado junto a una atocha o esparto, con preguntas insidiosas. Julián de Iniesta era para sus vecinos un ladrón de profesión, conocido con el sobrenombre de Chamaril, un bellaco que llevaba con altivez su condición: lo mismo hurtaba hatajos de ganado en Albacete, que robaba a clérigos en Tarazona o asaltaba casas de campo, cuando no timaba a doncellas bajo falsa palabra de matrimonio. Sin embargo, la altivez de Julián de Iniesta nacía del convencimiento de su honradez y que sus vecinos acusadores no eran mejor que él.

Julián Iniesta vivía con su madre viuda, Catalina de Iniesta, y una hermana, Mari Gómez, casada con un tal Francisco de Cuenca. Se le conocía otro hermano, llamado Juan Fernández, casado. Todos ellos vivían con gran pobreza en la casa de Tarazona. Hasta allí fue a buscarlo la justicia en cumplimiento de la requisitoria de Joaquín Ruipérez, alcalde de la hermandad de Villanueva de la Jara, que había recibido la denuncia del hurtado Ginés González. No lo hallaron en la casa, por lo que se procedió al embargo de los pocos bienes existentes: cuatro arcas, ropa de cama, una albarda con cincha y una carretada de paja.

En el caso habría de entender los alcaldes de la hermandad de Tarazona, Juan de Mondéjar y Luis Caballero, que se arrogaron el caso en virtud del nuevo término que al pueblo concedió el derecho de villazgo de 1564 y en virtud del cual amplios campos de dehesas y labranzas, hasta entonces pertenecientes a Alarcón, pasaron a Tarazona, a al menos en parte. Entre estas tierras, Tarazona pretendía como propias Las Escabosas.

Julián Iniesta había nacido en 1564, el mismo año que Tarazona recibió el privilegio de villazgo. Con veintitrés años ya estaba preso en la cárcel de Tarazona por robar una taza de plata a un clérigo llamado Juan Aroca y venderla después en Albacete a un platero. En los robos, era cómplice otro vecino de Tarazona, llamado Francisco Bueno, que andaba por los pueblos vendiendo cerdos. Seis años antes, con diecisiete, Julián andaba pastoreando con ovejas cerca de Mahora, pero las cabezas que llevaba eran robadas en parte, como denunciaba Alonso Barriga, que reconocía entre las ovejas algunas marcadas con su hierro. Con Martín Tébar se había empleado a soldada como peón de labranza, pero aprovechó la confianza para hurtarle un costal de una fanega de trigo y esconderlo en un jaraíz de Pozoseco. Julián de Iniesta era hombre que trabajaba a jornal, que a todas luces consideraba insuficiente; nunca consideró que los robos de los que le acusaban fueran tales, sino pagos en especie por sus salarios. Lo suyo era justicia, declaraba cómo con trece años camino de Malcasadillo y muerto de frío encontró una capa abandonada de Pedro de Aguilar, que tomó por suya para abrigarse, pero aseguraba que aquel y único mal gesto en su vida había sido enmendado pagando la capa a su dueño.

No debería ser de la misma opinión Pedro de Aguilar, que en 1587 apresó por sus hurtos al joven Julián de Iniesta. El joven de veintitrés años, a efectos legales un menor, tuvo que buscar curador que defendiera su causa. No quiso hacerlo Sebastián de la Torre, pues no era propio de hidalgos ser curadores, así que su defensa recayó en Sebastián Picazo.

El caso es que la mala fama de Julián de Iniesta iba creciendo y las acusaciones verdaderas o falsas también. Luis Caballero le acusaba, con nocturnidad, de robarle otra taza de plata valorada en doscientos cincuenta reales. Era marzo de 1588 y Julián ya llevaba tres meses preso. Había confesado, pero versado en leyes, sabía que la confesión de un menor no tenía valor. Julián era un mozo de mediana estatura, moreno y de cara pecosa, dato que no pudo pasar inadvertido al platero Gaspar Román, que había comprado la taza y que en su favor declaró que Julián no le había vendido taza de plata alguna. Era el testimonio, escrito, que esperaba para conseguir la libertad; además contaba con la confesión del verdadero ladrón, un tal Pedro Serrano, que se había ufanado de ello en la dehesa de Albacete. Sin embargo, para Pedro de Aguilar, el juez y alcalde de la Santa Hermandad, se trataba de simples apaños del condenado en el tiempo que había estado en libertad bajo fianza en el mes de enero. Por eso la sentencia de uno de abril de 1588 fue muy dura: Julián era declarado culpable y condenado a destierro a dos leguas de la villa de Tarazona durante cuatro años, dos obligatorios y dos voluntarios, con amenaza de condena a galeras al remo sin sueldo alguno y al servicio del Rey nuestro señor, si se quebrantaba el destierro.


En aquel tiempo, una cosa era ser condenado a galeras y otra muy diferente que hubiera alguien dispuesto a llevarse al galeote y embarcarlo en Cartagena. Por tanto, Julián de Iniesta asumió la simple condición de desterrado de su pueblo y de figura errante por los campos, donde se empleaba a soldada de nuevo donde podía y sobrevivía con los recursos que el campo le daba, que no eran pocos y que en la libertad del prófugo no conocían de dueño. En abril de 1589, Julián de Iniesta andaba por las colmenas del Vado del Parral, junto a la ribera del Júcar; este lugar donde García Mondéjar había puesto su hacienda hacia 1500, era en la época de las Relaciones Topográficas todavía tierra de Alarcón. Julián de Iniesta lo sabía y, en suelo y jurisdicción de Alarcón creía estar a salvo. Escarzando la miel, este desterrado que hacía del campo su patria, de las colmenas de Juan de Gualda y otros vecinos de Tarazona. Entre los campos de Albacete, el Vado del Parral y los cercanos términos de Tarazona merodeaba Julián de Iniesta a riesgo de ser llevado a galeras por quebrantar su destierro, cosa que a buen seguro hacía a menudo.

Julián de Iniesta servía como pastor a un vecino de Albacete, de la familia Carrasco, por cuyos campos desarrollaba su actividad; al otro lado del río Júcar; hacía de recadero, llevando trigo a lomos de pollino y de vez en cuando pasaba al otro lado del río, quebrantando el destierro. Pero en las acusaciones había mucha maledicencia y pocas pruebas, por lo que el juez de la Hermandad se limitó a ratificar el destierro que Julián ya padecía en su sentencia.

Víctima de las circunstancias de la vida, sin embargo, Julián de Iniesta era un joven que ambicionaba la propiedad de la tierra y soñaba con ella. Cuando en noviembre de 1590 es acusado de robar en Las Escobosas, Julián reconoce que llega hasta allí desde Casas de Guijarro (por el paso natural del puente de don Juan en Villalgordo), donde posee un pegujar de veintitrés almudes, es decir una parcela pequeña que recibe como salario por trabajar la hacienda de un amo. Julián de Iniesta es aún un pegujalero, que aunque en múltiples ocasiones trabaja a soldada, no ha caído todavía en la masa de los desheredados de los que viven de un jornal; él aún confía en ser labrador. Muestra de ellos es que Alonso de Picazo está labrando en el momento de su detención con dos pollinos suyos en la aldea de Algibaro, término de La Gineta. Pero también ve las grandes haciendas que, como la alquería de Las Escabosas, se levantan ante sus ojos y auguran una dualidad social muy marcada. Es un hombre que no ha roto con su comunidad; el año 1590 aprovecha la existencia de un nuevo alcalde de la Hermandad para intentar regresar a su villa natal de Tarazona. Tiene enemigos que le procuran mala fama, pero también quienes le defienden. Sus acusadores son hombres que tienen, curiosamente, sus propiedades sobre los bienes comunales del antiguo suelo de Alarcón: la antigua dehesa de Las Escobosas, camino de entrada a Tarazona, y ahora ya roturada, y el Vado del Parral, donde varios colmeneros se han apropiado de esta actividad. En el robo de Las Escabosas encuentra los graneros y el lagar llenos, pero lo que se lleva es un par de azadones.

Juan de Iniesta es un emprendedor, que rompe los esquemas sociales, que quiere emular la riqueza de los pocos que tiene a su alrededor y eso le hace sospechoso. Se mueve bien en los negocios, sin que sepamos a ciencia cierta cuánto hay en ellos de trato y cuánto de hampa. Intercambia palomas con un villarrobletano, vende un atajo de ganado al mismo Martín de Buedo, comprado antes a un Francisco González, vecino de Villanueva de la Jara, en la operación gana cuatro reales por cabeza; y revende un borrico a un Fajardo morisco, previamente comprado en la plaza de Villanueva de la Jara a un tal Bonilla de Iniesta. En realidad, pide que se le paguen sus servicios en bienes con los que piensa hacerse una hacienda, especulando con ellos. Nuestro Julián de Iniesta intenta emular a otros, es heredero de la vieja tradición: la riqueza se gana con el mérito personal, pero olvida que las malas artes de las que se vale son imperdonables para un pobre como él. No hace nada diferente a lo que ve: concierta con el asesino de su hermano Martín el perdón a cambio de un hato de ovejas, pero ese sentido de la justicia no existe para los pobres.

Julián de Iniesta se movía en el terreno de la leyenda, que le permitía gozar de cierto respeto y aureola entre sus paisanos. Exhibía ante sus vecinos doblones de oro y sus paisanos maravillados decían que había encontrado un tesoro y era poseedor de una fortuna de cuatrocientos reales de a dos y de dieciocho doblones. La historia, sin embargo, era más prosaica e inventada por el propio Julián, que narraba cómo había desenterrado un tesoro junto a un morisco:
un día de San Juan de junio que fue el pasado hizo dos años (1590) viniendo este que declara del río Xúcar a dar agua a una manada que guardava de Antonio de Monuera Carrasco vezino de la villa de Albacete vido que un morisco y un muchacho estavan en la Morrica Ballonguel que es ende mojón donde parten términos la villa de Albacete y la Gineta y que este declarante fue allá y el vido sacar al dicho morisco muchos güesos de cuerpo umano y que el dicho morisco fingió des que lo vido que le quería ayudar allí y que este declarante se desvió un poco y que le vido como luego tomó cierta cosa de allí y lo cargó en un pollino con unas aportaderas el dicho morisco le dio ciertos dineros que no se acuerda quantos le dio ni en qué moneda 
Sus enemigos acusaban, los dineros venían del hurto. Y es que a Julián de Iniesta se le veía por todas partes: en Madrigueras robando lana o en Albacete, robando dinero en la casa de uno de los hombres más ricos de esa villa, Pedro Carrasco, que, junto a Catalina, viuda de su hermano Pablo, poseía como suyas las casas de Pozorrubio,  en las casas de Juan Felipe o en la aldea de la Grajuela. El carácter inquieto e inestable de Julián molestaba a aquella sociedad rural. Hombre, se decía de mala fama y reputación, de malos tratos y malas palabras, que siempre andaba por el campo merodeando y que no tenía oficio. Dicho en otras palabras, cualquier bien o dinero que adquiriera Julián solo podía venir del robo.
onbre que trabaxa sino tarde y mal antes anda holgando y paseando lo más de tienpo sin tener oficio ni bienes con que poder pasar la uida
A su mala vida se sumaba el objeto de sus fechorías, que no eran otros que los hombres más ricos de la comarca. Los Carrasco eran junto a los Cañavate la familia más rica de Albacete; Ginés González uno de los hombres ricos de Villanueva de la Jara al igual que Martín Tébar, si a ello sumamos su enemistad manifiesta con los Ruipérez es comprensible el infortunio de nuestro protagonista. Las acusaciones contra su persona eran para Julián Iniesta infundios; mentiras de gente parcial que lejos de fundarse en los hechos se basaban en el prejuicio de la duda de su honra,
y en las causas como esta que se trata de la honrra de un honbre y de su vida las probanzas han de ser más claras que la luz del mediodía
Esa era la opinión de algunos convecinos suyos, que reconocían que Julián de Iniesta había vuelto a Tarazona para agosto de 1590, una vez cumplidos dos años de destierro y levantado el mismo, comportándose a partir de ese momento como un cristiano ejemplar, temeroso de Dios y de su conciencia, que acudía a misa los domingos y fiestas de guardar. Para el escribano Juan Guilleme, el procesado era un hijo de una familia honrada, un trabajador por costumbre, como pastor o como labrador. De su trabajo, procedía su hacienda.

La defensa de algunos de sus paisanos poco le valió, pues el 27 de febrero de 1591 fue condenado por los alcaldes de la Hermandad Luis Caballero y Juan de Mondéjar a pena de galeras de por vida y a unas costas judiciales que ascendían a ciento siete reales y que se pagaron de las venta de las dos pollinas propiedad de Julián de Iniesta
y en ellas sirua de galeote y sin sueldo alguno por todos los días que viva
Julián no aceptó la condena y la apeló ante la justicia real encarnada por el corregidor de San Clemente, Antonio Pérez Torres. La sentencia fue muy mal aceptada por una parte de sus convecinos y familiares; hasta el punto, que el alcaide de la cárcel de Tarazona, Pedro García, no garantizaba la prisión del reo y temía por su fuga de la cárcel. Juan de Mondéjar intentaba llevar al reo a la cárcel de la villa de Albacete, pero el licenciado Luis Bernardo de Torres, alcalde mayor de San Clemente, pedía los autos originales para entender en la causa. Mientras Juan de Mondéjar se hacía el olvidadizo con las requisitorias del alcalde mayor de San Clemente y para el nueve de marzo decía que ya había mandado a Julián de Iniesta a Albacete, pero Julián sería entregado finalmente para su remisión a San Clemente al alguacil Juan de Garnica.

El corregidor Antonio Pérez de Torres no se atrevió a revocar la sentencia de los alcaldes de la Hernandad de Tarazona, pero la permutó por una pena de destierro de cuatro años de la villa de Tarazona y las demás villas de su partido. Gracias a las alegaciones que en su defensa hizo el corregidor Antonio Pérez de Torres, entendemos la inquina de las autoridades tarazoneras contra Julián de Iniesta. Aparte de motivaciones jurídicas, sin prueba de delito, no puede haber caso; las motivaciones del proceso contra Julián radicaban en las diferencias familiares de la villa de Tarazona. El alcalde de la Hermandad, Juan de Mondéjar, y el detenido Julián de Iniesta eran deudos. El primero tenía por oprobio y afrenta y una mancha para el buen nombre de su familia que un deudo de esa calaña compartiera vecindad con él. Manifestaba públicamente su voluntad de echar a su familiar del mundo y de la tierra.

Además, en las disputas banderizas en el seno del corregimiento de San Clemente, el corregidor había tomado partido contra Juan de Mondéjar al que acusó de ser parcial en el ejercicio de la justicia y desobediente, pues había mandado a la cárcel de Albacete al preso en contra de las requisitorias emitidas desde San Clemente. Parcialmente había actuado en la tasación de las dos pollinas embargadas a Julián, valoradas en diez ducados, la mitad de su valor. Antes de fijar su sentencia, en un gesto de buscar la mayor imparcialidad,se buscó el parecer del prestigioso doctor Francisco de Espinosa, que juzgó que los alcaldes de la Hermandad actuaban apasionadamente en un caso con muchas sombras.

El corregidor Antonio Pérez de Torres vería ratificado su proceder por el juez de residencia Gudiel, pero Julián de Iniesta ya había sido condenado por la sociedad que le tocó vivir antes que por la justicia. Para 1592, Juan de Iniesta se había convertido en un apestado, desterrado de las diecisiete villas andaba desarraigado por los campos en busca de rehacer una vida imposible. De nuevo conocería la prisión por acusaciones de nuevos hurtos y encarcelado en La Roda. En la Tarazona de su deudo Juan de Mondéjar no había lugar para él, en los campos albaceteños, donde había osado enfrentarse con la poderosa familia Carrasco, tampoco.
AGS. CRC. Leg. 465-3. Juicio de Residencia contra Melchor Pérez de Torres y su hijo Antonio, corregidores de San Clemente y su partido

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