Santa María del Campo Rus, pueblo levantisco e ingobernable donde los haya, nunca aceptó el dominio señorial de los herederos del mayorazgo fundado por el doctor Pedro González del Castillo. Ya en 1521, con ocasión de las Comunidades de Castilla, don Bernardino del Castillo Portocarrero vio su casa saqueada; ahora en 1566, parecían repetirse los altercados. La plaza de Santa María del Campo Rus estaba dominada por su Iglesia y las casas palacio de los Castillo Portocarrero. La casa principal de los Castillo Portocarrero, objeto de continuas amenazas, era muestra de la escasa integración de estos nobles en la villa. El castillo de Santiago de la Torre, por contra, era objeto de temor, y con sus mazmorras, símbolo de la opresión señorial.
Los Castillo Portocarrero habían formado un pequeño estado en la zona, formado por la villa de Santa María del Campo Rus y la villa, con su castillo, de Santiago de la Torre. Dicho estado estaba dirigido por un gobernador para la villa de Santa María del Campo y un alcalde mayor para Santiago de la Torre (que actuaba asimismo como alcaide de la fortaleza). Ambos pueblos, desde su concesión al doctor Pedro González del Castillo tenían la condición de villas y presentaban jurisdicciones propias e independientes.
El caso es que para 1566 los Castillo Portocarrero estaban cansados de unos santamarieños cada vez más díscolos. Los incidentes, aun siendo tratados como problemas de delincuencia común, eran desafiantes desplantes al poder señorial. Santa María del Campo Rus tuvo todo el siglo XVI fama de ingobernable. Actitudes agresivas como la de Miguel García arrancando de un mordisco la oreja al alguacil de don Antonio Castillo Portocarrero daban fe de ello. No tardarían los Castillo Portocarrero de deshacerse de los bienes patrimoniales de un mayorazgo en tierras manchegas, causa de molestias y quebraderos de cabeza.
Francisco Moreno, alguacil mayor de la gobernación de las villas de Santa María del Campo Rus y Santiago de la Torre, llevaba varios días detrás de Miguel García, acusado de matar a uno de los principales vecinos del pueblo: Martín Chaves. Lo encontró una noche de junio, en la calle de la Puerta de la Villa, pero Miguel García, defendiéndose, arrebatándole la espada, se zafó del alguacil, ante la mirada cómplice de una plaza llena de gente. De nuevo, se volverían a encontrar días después, el doce de julio, en el lugar llamado el Pozo de Gil Martínez, camino de San Roque; esta vez, el alguacil sería más expeditivo a la hora de agarrar al fugitivo, pero éste, pasada la primera sorpresa, y ya en la plaza del pueblo, reaccionaría rompiendo la vara de justicia del alguacil y, en un gesto de rabia, arrancando su oreja izquierda de un mordisco. Al alboroto debió acudir el propio Antonio Castillo Portocarrero con sus criados; Miguel, temeroso, se refugió en la iglesia. La iglesia era lugar sagrado, donde la justicia no podía pasar. La iglesia de Santa María del Campo vio, como las de otras muchas villas, retraerse en ella a algunos de sus vecinos perseguidos por la justicia. De hecho, allí se refugiaba un tal Hernando Villagarcía. Poco pareció importar a Juan Fernández, teniente de alguacil y carcelero, a Francisco Moreno, sin oreja y ensangrentado y a otros hombres que pasaron a la Iglesia con intención de detener a Miguel García. Lo ocurrido en la iglesia es digno de aparecer en cualquier novela de aventuras. Juan Fernández, que agarró a Miguel García en la misma puerta de la iglesia e intentó sacarlo de forma violenta, recibió como respuesta un golpe con una piedra que llevaba el huido. El otro delincuente retraído invitaba a Miguel García a encerrarse con él en la sacristía, pero éste veía como se le echaba encima Francisco Moreno, que, entre lamentos y sin oreja, había acudido en persecución de Miguel. Entre refugiarse en la sacristía o hacer frente al alguacil mutilado, Miguel eligió lo segundo al grito de detente bellaco. Esta vez Francisco Moreno fue más expeditivo arrojando su daga, pero errando su blanco, pues la daga acabó clavada en las gradas del altar de Santiago. Miguel respondería, esta vez, tirándole la piedra que llevaba en la mano, sin alcanzar al alguacil.
Que el conflicto era algo más que un problema de delincuencia lo muestra los hechos que siguieron a continuación. Un tal Melchor Rubiales, presente en la iglesia, fue compelido por Juan Fernández a ayudar a detener a Miguel. Pero el mencionado Melchor se puso del lado del preso, gritando a voces favor a la corona, recordando el carácter sagrado del lugar. No era él único en la iglesia que favoreció a Miguel García; allí estaban su hermano Alonso, un tal Alejo Galindo, también refugiado en el templo, y otras personas que siguieron al dicho Melchor en los gritos de favor a la corona. Gritos que demuestran la oposición antiseñorial en el pueblo, que no respetaba los espacios con una jurisdicción privativa, en este caso uno religioso; frente a ellos, los dos alguaciles, Juan Hernández y Francisco Moreno, que contaban con la única ayuda de Juan Rodríguez, repostero de los Castillo Portocarrero, poco podían hacer. Miguel García acabaría encerrándose en la sacristía. Allí continuó hasta que don Antonio del Castillo Portocarrero, acompañado de varios criados, del alcalde ordinario, Francisco de Urriaga, del alcalde de la hermandad, Francisco de Torres, y del alguacil mayor de la villa, Juan del Toro, decidió poner fin a la situación. Con un hacha se derribó la puerta; ante un Miguel García acorralado, don Antonio del Castillo fue el más impetuoso a la hora de arrestarlo, pero fue contenido por el resto de los oficiales que le acompañaban. Miguel García sería conducido a la cárcel con las manos atadas, allí sería sujeto con una cadena y un par de grillos en los pies.
Miguel García fue llevado a la cárcel, primero, juzgado y condenado después, aunque su condena a azotes no se llevó a cabo por la defensa y oposición pública de su padre con la aquiescencia de sus vecinos santamarieños; para finalmente ser llevado a las mazmorras del Castillo de Santiago de la Torre. Hoy vemos esta fortaleza, levantada por el propio doctor Pedro González de Castillo, con cierta pesadumbre al verla en ruinas. Pero en aquel entonces únicamente inspiraba odio y temor. Aunque ni este símbolo de opresión señorial parecían respetar ya los santamarieños, pues por estas fechas la fortaleza era un espacio poco habitable y sin su primigenio uso militar.
Ocho días pasó encerrado Miguel García en las mazmorras del castillo, hasta que en una fuga envuelta en el misterio, y mucho más, en la complicidad de varios convecinos, algunos valedores cercanos, y otros eran hombres que por su oficio debían lealtad a don Antonio del Castillo. En los días sucesivos poco sabemos del paradero de don Antonio Castillo Portocarrero, ausente, mientras Miguel García y sus allegados se paseaban con sus arcabuces y mechas encendidas a plena luz del día, provocando el temor de la justicia del pueblo, que impotente imploraba al Consejo Real que pusiera orden en la villa.
Ya en junio, la situación era muy tensa. Igual que se buscaba a Miguel García, que parecía más ocupado en sus menesteres del campo, otros de los García, como el joven Francisco su sobrino, parecían dispuestos a tomarse la justicia por su mano en la villa. Una noche de junio, haciendo el alcalde Juan Cano de Buedo, el mismo que era alcaide de la fortaleza de Santiago, la acostumbrada ronda nocturna para pacificación y sosiego desta dicha villa, se encontró de bruces con Francisco. El encuentro no respondió a la tranquilidad que buscaba el alcalde, ni se respetaron las pragmáticas que prohibían el uso de armas a partir del tañir de las campanas por la noche ni, lo que era mucho más grave, se respetó la justicia
El clima de tensión que vivía el pueblo lo conocemos por tres testigos, ellos mismos son una muestra de la realidad del momento. Alonso de Rosillo, alcalde de la hermandad, en sintonía con la familia, será un apoyo seguro de los intereses reales en los graves sucesos que la villa vivió por el año de 1583; Pedro de Mondragón es aquel joven sanclementino, hijo de un platero vasco, que vimos enfrentarse a la justicia de su villa en el incidente ya narrado del prostíbulo, y Felipe Vélez, a pesar de su apellido, es uno de esos maestros de cantería vizcaínos que por entonces residían, sin que sepamos por qué, en el castillo de Santiago de la Torre. Francisco García el mozo vivía en casa de su padre, en la llamada calle Nueva; en el incidente de junio, había puesto el arcabuz en los pechos del alcalde Juan de Cano Buedo. Solo la intervención decidida de Pedro Mondragón evitó que el incidente fuera a más. Juan de Cano había iniciado diligencias contra Francisco el mozo, pero llevado por el miedo, había renunciado a proseguirlas, mientras Francisco el mozo seguía en actitud provocadora por el pueblo. Hubo unos días, hasta que Don Antonio Castillo Portocarrero, decide llevar hacia el 23 de julio él mismo la práctica de diligencias para el castigo de culpables, en que el pueblo está sometido a las bravuconadas y a la ley de los García. Incluso el arresto de Miguel García se produce el doce de julio en una situación que, sabiéndose perseguido por la justicia, no parece preocuparle lo más mínimo y realiza sus labores en el campo con toda normalidad. Dicho arresto tiene su causa inmediata en el hecho de que Francisco el mozo se persona en la casa del alguacil Francisco Moreno, arcabuz en mano, a recuperar la espada que previamente el alguacil le ha requisado. Sobre la contumacia de Francisco García el mozo nos da fe el escribano Pedro Gallego; en su testimonio nos presenta a Francisco como un envalentonado que se encomienda a los infiernos, amenaza a sus enemigos con dejarlos muertos a sus pies y con gestos de desafío, tal como hizo delante del teniente de alguacil Juan Hernández, en coger un ascua con la mano para encender la mecha de su arcabuz.
La familia García era temida en el pueblo, especialmente por don Antonio Castillo Portocarrero, al que habían amenazado de muerte varias veces. Razones tenía para ello, pues los oficiales que él mismo ponía eran objeto de las iras de los García de Mingo Martín, que era como les gustaba llamarse al clan. Miguel García tenía mala fama, ya no solo por matar hacía año y medio a Martín Chaves, también como estuprador de doncellas y provocador de altercados, así cuando apaleó tiempo atrás a un cobrador de la limosna de Nuestra Señora de Monserrate. Junto a su sobrino Pedro, ya había herido al alcalde Pedro Martínez Rubio, y no se echaba atrás en sus insultos y amenazas de muerte contra don Antonio Castillo Portocarrero. Con fama de bravucones, los García se habían convertido en la bestia negra de la nobleza regional. Se jactaban de haber liberado a un santamarieño llamado Andrés Rubio, retraído en la iglesia de Castillo de Garcimuñoz, por una pendencia con un Melgarejo. La hazaña de los hermanos Francisco y Miguel García fue reivindicada por ambos como ejemplo de que únicamente dos santamarieños valían tanto como todos los vecinos de Castillo de Garcimuñoz. Si Miguel García era bravucón no se quedaba atrás su madre, Francisca Redonda, que reconocía que su hijo salía por las noches a practicar el tiro y amenazaba al alguacil mayor de la villa, Juan del Toro, el día que bajaba con el asno por la calle del licenciado González para someter a vergüenzas públicas y azotar a su hijo, que quien osara meterse con su hijo no quedara coxón de ellos.
Aunque más que de altercados hay que hablar de insubordinación a la autoridad de Antonio del Castillo Portocarrero. En opinión de Ruy González de Ocaña, gobernador del señor en la villa, Miguel García y sus próximos eran un mal exemplo de la rrepública y sus actos iban contra la lealtad e rreverencia que como vasallos deven. Y es que a mediados de julio se había producido un conato de rebelión en la villa. Al conocerse la noticia que don Antonio,el mismo día de la detención de Miguel García, había hecho traer una bestia, a cuyos lomos iba a someter a verguenzas y escarnios públicos al preso; los García, acompañados de otros amigos y valedores, provocaron grandes escándalos, amenazando a su señor y a sus justicias. Amenazas de palabra, pero también se les veía con los arcabuces en la mano rondando por la villa en busca de su señor y de las justicias del pueblo para matarlos. Don Antonio Castillo no se arredraba: formalizó un proceso judicial contra Miguel García de doscientas noventa y ocho hojas, lo encerró con grillos y cadenas e intentó azotarlo después de someterlo a escarnio público. Pero eran muchos los que en el pueblo se le oponían y muchos los que intervinieron en la liberación de Miguel García. Don Antonio Castillo decidió abandonar Santa María del Campo, mientras sus afines permanecían escondidos y encerrados en sus casas. No era para menos, los García se movían en Cuenca para conseguir la excomunión de Antonio Castillo y sus justicias por haber profanado el espacio sagrado de la iglesia y su jurisdicción privativa. La justicia del lugar había sido sustituida por paisanos que rondaban las calles, armados con arcabuces.
La liberación de Miguel García de las mazmorras del castillo de Santiaguillo, tal como la conocemos hoy, fue novelesca. El preso había sido llevado, encadenado en un carro, desde la cárcel de Santa María del Campo al castillo de Santiago de la Torre por el alguacil Juan del Toro y varios guardas, que lo entregaron al alcaide de la fortaleza Juan Cano de Buedo. Allí quedó encerrado en una mazmorra, con dos pares de grillo y la vigilancia de un guarda llamado Juan de Torres. Aunque, contraviniendo las órdenes de don Antonio Castillo, se le quitó la cadena. Miguel García fue encerrado en la mazmorra, sita en lo hondo de la torre de la fortaleza, que era un habitáculo con un único agujero en la parte superior, desde donde se bajaba al preso con una cuerda. Sobre el techo de la mazmorra había una primera pieza y desde aquí por unas escaleras se accedía a una piso superior, la cámara de armas, encima de la sala de armas había otras piezas superiores, aunque no se dice cuántas, todas ellas sin puertas y de libre acceso. Los testigos decían que para sacar a un hombre de la mazmorra eran necesarios otros tres o cuatro hombres tirando de una soga. Difícilmente podía escapar de allí el preso, aparte que el acceso exterior a la torre donde se hallaba era por una puerta con llave y un guarda de vigilancia. Sin embargo, la vigilancia del preso parecía relajada, pues recibió la vista de sus padres y cuñada al menos dos veces, que le llevaban comida, en la que no faltaba la carne y el vino, ropa, sábanas y un almadraque (colchón pequeño) y almohada de lana. Las visitas eran habituales, sobre todo, de la madre y su cuñada, que acudían hasta Santiago con un cherrión (carro de la época). Para el día de Santiago, el preso recibió la visita de su padre y una sobrina llamada Cristina Redonda. Desplazados hasta la fortaleza en un macho y un pollino, llevaron al preso una camisa limpia, una pierna de carne y un pan de una libra. Posiblemente en el pan, esta vez, iba una lima para serrar los grillos de sus pies. Tal vez la lima entró escondida en el pequeño colchón o la almohada, al igual que una soga, o, sencillamente, lima y soga se pasaron al preso a través de una lumbrera en la torre, a poca altura, y que daba luz a la mazmorra. Dicha lumbrera era de cierta anchura, pues por ella metía la cabeza Cristina Redonda, la joven sobrina del reo, de dieciocho años.
El trato de Miguel García en la mazmorra del castillo fue bueno. La mazmorra se limpió antes de meter al preso. Además de sus familiares,que le aportaban compañía, alimentos, vestido e incluso algunos enseres (un escriño y una estera), recibió la visita de otros parientes de El Provencio, tres mujeres y dos hombres que le llevaron melones, agraces y dulces, y la de un clérigo para cumplir con las obligaciones religiosas. Su carcelero Juan de Torres mantenía conversaciones con él hasta pasada la medianoche y su comida era preparada en casa del alcaide Juan Cano. El castillo ya por aquel entonces estaba bastante desangelado. Aparte del preso en la mazmorra y su carcelero, que dormía en el patio de armas, los únicos moradores eran unos vizcaínos, que no estuvieron presentes durante el cautiverio de Miguel García. El alcaide se pasaba durante el día, pero por la noche se quedaba en su casa, permaneciendo en el castillo su hija, durmiendo con un ama vizcaína. Quizás por esta misma existencia sórdida, Miguel García fue sacado de la mazmorra un rato al día siguiente de llegar, que aprovechó para jugar a los naipes con los dos hombres que le sacaron y el propio alcaide Juan Cano, el cual, perdiendo la partida, debió pagar dos ducados al preso. Con el tiempo la vigilancia se relajó, muestra de ello es que los familiares de Miguel García accedieron a la primera pieza de la torre para tratar con él por la apertura superior de la mazmorra y volvieron a hacerlo pero esta vez con total libertad, pues la puerta de la torre estaba abierta, mientras carcelero y alcaide estaban escuchando misa.
Miguel García escapó de su cárcel el día siguiente a la festividad de Santiago, logrando evadirse a través de la lumbrera de la torre con la ayuda de los jirones anudados de una sábana que previamente hizo trizas, o quizás su huida fuera simplemente por la puerta de la torre a la vista de todos. Aunque el alcaide de la fortaleza no dudaba en describir la fuga del preso con un matiz novelesco, cuyo fin no se sabía si era bien para eximirse de toda culpa o bien para realzar la proeza del retenido. Con una soga había ascendido desde el fondo de la mazmorra y utilizando la misma soga, atada al pilar de una ventana geminada de la sala de armas, y una sábana hecha jirones se había descolgado por la pared de la torre. A los testigos, especialmente a los más incrédulos, asombraba la habilidad de Miguel García para lanzar desde el fondo de la mazmorra la soga con un palo atado y más que hubiera quedado atravesado, para hacer de apoyo, en la apertura del techo de la mazmorra y subir hasta él. El tema era objeto de discusión entre los vecinos, aumentando la aureola de Miguel García como un héroe
Pero hasta ese momento, el pánico se apoderó del pueblo. A los García, bien al fugitivo Miguel o bien a su hermano Francisco y a su sobrino Francisco el mozo, se les veía por las calles con arcabuces o perjurando que iban a matar al señor de la villa o profiriendo sus amenazas en el monasterio de trinitarios de Nuestra Señora de la Concepción, donde se solían esconder, hasta que los frailes atemorizados los echaron. Por un momento la historia de estos días de Santa María del Campo es un anticipo de la España del bandolerismo del siglo XIX, donde los delincuentes tienen cierta aureola de defensores del bien común frente a los poderosos. Ahora, la colisión de intereses es más simple: los agricultores acomodados aguantan cada vez menos las presiones señoriales de los Castillo Portocarrero.
Si la figura de Miguel García es la del campesino afrentado que se ve inmerso en un proceso judicial, visto por el interesado y su padre como un escarnio público, ante sus convecinos, que mancha el buen nombre y honor de la familia. La figura de Francisco García el mozo sobrepasa a la de su tío y su abuelo, va más allá, pues pretende simple y llanamente matar al señor de la villa, como única forma de reparar el honor familiar. Con él, arrastra a toda la familia. Es entonces, cuando don Antonio del Castillo Portocarrero, consciente del peligro subversión que corre la villa, publica su edicto contra Francisco el mozo; el mismo edicto es pregonado en la plaza pública. Va contra el delincuente pero va dirigido a todos los vecinos, como señal de advertencia
Lo preocupante era las complicidades con las que contaba Miguel García y sus deudos en el pueblo. El arresto de Miguel García no se nos antoja como el de un perseguido de la justicia. De hecho, se produjo en el pozo de agua, mientras daba de beber con un caldero a sus mulas, cargadas de mies. Según narraba Juan de Toro Ramírez, alguacil mayor de la villa, de treinta y cinco años, el incidente del mordisco había ocurrido a plena luz del día, en la plaza pública y ante varios vecinos, todos ellos en actitud pasiva y de complacencia. Juan de Toro, había ayudado a don Antonio a sacar de la iglesia a Miguel García, pero antes tuvo que escuchar de un vecino llamado Agustín Segovia, que no se entrometiera en el asunto si quería seguir teniéndole como amigo y fueron varios los vecinos que prestaron su apoyo al retraído en la iglesia. Incluso el alguacil Juan del Toro sospechaba que alguien había ayudado a escapar al preso del castillo de Santiago de la Torre. Es más, el carcelero Juan de Torres acabó en presidio.
El carcelero del castillo, Juan de Torres era el que más sabía y así lo demostró en su confesión. Su defensa fue torpe, este hombre reconocía haber cenado la víspera de la fuga con Miguel García, charlando amigablemente hasta la una de la noche, pero después se había quedado dormido profundamente junto a la lumbrera de la mazmorra. Reconocía que Miguel García confesaba querer irse de su prisión, y lo contaba como algo natural, aunque siempre procuraba implicar a Juan Cano como último responsable. Esto era demasiado, pues desbarataba la historia romántica del prófugo Miguel García, para concluir que todo era una componenda del alcaide de la fortaleza, un hombre de confianza de los Castillo Portocarrero.
Sin esas complicidades no se entiende que lo que a simple vista parece un problema de delincuencia común se convirtiera en una subversión social. El momento clave se produjo cuando Miguel García fue humillado a vergüenza pública a lomos de un asno. El primero en protestar, al ver a su hijo ante tal humillación, fue Pedro García. Sus palabras eran las de un padre herido en su orgullo, pero ante todo la negación de cualquier subordinación a cualquier señor, pues, reivindicándose como hombre, defendía la valía personal de cada cual, independientemente de las subordinaciones sociales que a cada uno la vida le deparaba. Pedro García, que se presentó como un hombre de verdad y conciencia, lanzó sus palabras valientes y subversivas en medio de la plaza repleta de vecinos, diciendo que no debía nada a su señor y que él era
Hoy se nos escapa el simbolismo de estas demostraciones de justicia pública, como no llegamos a entender el sentido del honor o el orgullo de los vecinos de Santa María del Campo Rus en aquellos tiempos. Pero hemos de entender que estos escarmientos públicos reducían a la condición de apestados en su comunidad a aquellos que los padecían. A ellos y a sus familias; de ahí la reacción orgullosa del anciano Pedro García, defendiendo su casta personal o denostando a su señor, comparando la valía de don Antonio del Castillo con el escaso valor de una moneda de dos maravedíes. Hemos de imaginar la escenificación de un acto judicial como eran las vergüenzas públicas: una plaza del pueblo a rebosar de vecinos, presidida la ejecución de la pena por el señor del pueblo y sus justicias en un estrado, mientras un pregonero, en altas voces enumeraba los delitos, acompañado, todos ellos a caballo, por el alguacil mayor de la villa y el escribano para dar fe. En el polo opuesto, la humillación de un reo desnudo y atado a lomos de un burro, escuchando las acusaciones, junto a la columna del rollo o picota que estaba situada en medio de la plaza del pueblo. Era una representación que condenaba al reo a la exclusión de su comunidad y a la reprobación de sus paisanos, que condescendían en el acto con la complicidad de su silencio. Fue justamente ese silencio, muestra de obediencia y sumisión a la autoridad, el que se rompió con las valientes palabras del anciano Pedro García. Un hombre herido en su orgullo por la humillación de su hijo. Antes de declamar contra la autoridad de su señor, el pobre anciano, atemorizado, apenas si mascullaba entre bufidos una ininteligibles palabras, mientras se daba valor a sí mismo dando patadas en el suelo. Y lo hace defendiendo su integridad y la de su familia con el enaltecimiento de los valores de la época, entre ellos, y el principal, el de la casta. Es decir, de quien es cristiano viejo libre de toda mancha de casta mora o judía, frente a un señor y nobleza regional, cuyos antecedentes conversos pervivían en la memoria colectiva de la comunidad. La omnipotencia y riqueza del señor de la villa frente a la pureza de la casta de un campesino no valía ni dos maravedíes. De la defensa personal se pasaba a continuación a justificar el asesinato del señor como simple tiranicidio. La suspensión de la condena de vergüenzas del reo, por don Antonio Castillo Portocarrero, deslegitimaba su autoridad ante la comunidad de sus vasallos.
Tras la huida de Miguel García y el arresto de su padre, el clima en el pueblo es de subversión social. Las amenazas de los García, y sus valedores, contra don Antonio ya son de muerte, e que avía de ser la más pequeña tajada el oreja. Amenazas reales, pues un huido Miguel García se paseaba por el pueblo con su hermano Francisco y sus dos sobrinos, Alonso y Francisco, todos ellos armados con sus arcabuces. La confrontación era abierta y directa. Hasta Santa María del Campo Rus acudió Juan del Castillo, tío de don Antonio, con el fin del apaciguar la tensión en el pueblo. Francisco García, hermano de Miguel, se le enfrentó cara a cara a Juan del Castillo en las casas de un vecino del pueblo llamado Andrés Redondo, espetándole que su hermano Miguel era un hombre de bien y que lo único que había que temer no era por su hermano sino por el señor don Antonio si le venía algún mal al reo. La respuesta de Juan del Castillo fue débil: los García no tenían hacienda para sostener un pleito en la Chancillería de Granada. Era darle la razón a los García, cuya única culpa era no disponer de los recursos para defenderse ante la justicia.
Entretanto la tensión crecía en la calle, la cárcel se llenaba de familiares y valedores de Miguel García. El último en llegar un diez de agosto fue el propio carcelero de Santiago de la Torre, Juan de Torres, acusado de complicidad en la fuga de Miguel García. Juan de Torres tenía poco de cómplice, más bien de buena persona, ocupándose que el preso comiera todos los días a través de la lumbrera de la mazmorra que daba al patio de la fortaleza. Aunque hay que reconocer que se excedía en sus obligaciones pues se desplazaba media legua hasta El Provencio para comprar allí pan, vino y pescado. Pronto le seguiría en la cárcel Cristina Redonda, la sobrina de Miguel, aunque logró salir con fianzas. Luego siguieron el destino carcelario otros, como Melchor Rubiales, Martín Blanco, fiador de Francisco hermano de Miguel, Andrés Redondo, fiador de Isidro Sánchez, el pariente de La Alberca. El régimen carcelario se hacía más riguroso, prohibiéndose visitas y llevar alimentos o ropas a los presos.
¿Quiénes eran estos García? Era una familia extensa, a Francisco, hermano de Miguel, se le conocían seis hijos. Sabemos de parientes en La Alberca y en El Provencio. Era una familia muy estructurada y jerarquizada en torno al patriarca de la familia, Pedro, de setenta y ocho años, y su mujer Francisca, de sesenta y seis años. Era asimismo una familia de campesinos, Miguel llevaba mies en sus mulas cuando se enfrentó con el alguacil Francisco Moreno; su sobrina Cristina Redonda estaba trillando en la era a comienzos de agosto y el secuestro de bienes de Pedro García comienza por trece fanegas de cebada y él mismo llega, en el preciso momento del secuestro de bienes, procedente de la era con una horca. Pero es de suponer que era una familia campesina acomodada. Labradores ricos, pero analfabetos. Se dedicaban al cultivo de campos de cereal, cultivo con tierras muy aptas en Santa María del Campo Rus frente a las poblaciones del sur dedicadas a la vid. Los vestidos de Miguel García, encontrados en una arca y embargados, demostraban una posición social: dos calzas, unas plateadas y otras blancas, capa y sayo de velarte, gorra de terciopelo y jubón de telilla. El colchón y almohada que su padre le llevó a la mazmorra estaban rellenados de lana, no de paja. Pedro García es rico; sabemos por su mujer, que en la arenga de la plaza, Pedro le recordó a su señor haberle dado ya once mil maravedíes; muestra que intentó una solución de conciliación en las muertes provocadas por su hijo y muestra de su riqueza. Además, Pedro García estaba metido en el lucrativo negocio de echar las yeguas al garañón; creemos que los problemas que aquí tuvo están relacionados con la orden real de facilitar la reproducción de caballos para la guerra frente a lo más común en la época que era la cría de mulas, un animal que estaba sustituyendo de forma acelerada a los bueyes para la labranza, alcanzando precios astronómicos. Y para ser simples campesinos, eran campesinos muy bien armados. Aunque, como siempre, las armas llegan después, los conflictos de intereses son anteriores.
El veinticinco de agosto don Antonio del Castillo Portocarrero, que ha desaparecido de escena tras la fuga de Miguel García, ya está de nuevo en Santa María del Campo; asiste a la declaración de Melchor de Rubiales, se muestra conciliador y se apiada de este hombre para que quede libre, pues es padre viudo de siete hijos. Pero su misericordia es interesada, Melchor es aquel hombre que gritó en la iglesia lo de favor en la corona, palabras cuyo significado es la defensa de la jurisdicción privativa de la iglesia y la inmunidad de los espacios religiosos y los clérigos coronados. Es más, Melchor debía ser el mensajero para llevar la misteriosa carta que Hernando de Villagarcía, el otro retraído en la iglesia con Miguel García, escribió a Cuenca. Dicha carta denunciaba sin duda la intromisión de don Antonio Castillo Portocarrero en la jurisdicción eclesiástico y le conducía a ser sometido a juicio ante el provisor de Cuenca o, lo que era más posible, a su excomunión y expulsión de la iglesia.
Para el veintiocho de agosto, la situación en el pueblo parece más tranquila. Se toma declaración a Pedro García y su mujer Francisca Redonda. Si Francisca parece más conciliadora, aunque midiendo sus repuestas, negando cualquier respuesta que pueda comprometer a su familia, Pedro García, ya próximo a los ochenta años, no ha perdido un ápice de su orgullo. Niega de forma tajante todas las preguntas una por una. La testarudez del viejo contrasta con la mayor benignidad de la justicia del gobernador, que va dejando en libertad bajo fianza a los presos, acabando con el rigor carcelario. Poco a poco se busca una solución pecuniaria. El primero en salir de la cárcel es Juan Torres, el carcelero de Santiago, con la excusa de unas calenturas. Para el matrimonio de ancianos las posiciones son más enconadas. Es natural, los hermanos Miguel y Francisco el viejo, junto a los hijos de éste, Francisco el mozo y Alonso, y Hernando Villagarcía siguen huidos; según las noticias, en la localidad de Lezuza. Hasta allí se manda carta requisitoria para la entrega de los fugados.Con pocos resultados.
Por fin, ya el cinco de octubre, el que cede es Pedro García, que manda una petición suplicatoria a don Antonio Castillo Portocarrero. Pedro García, acepta a don Antonio como su señor (beso las manos de v.m.), pero no reconoce culpa alguna y pide su libertad y la de su esposa por motivos de edad y por estar enferma su mujer. Su estancia en prisión ya va para dos meses. La solución dada es monetaria, obligación de dar fianza, y política (reconocimiento del vasallaje debido), aunque presentada como solución humanitaria, atento a su edad ya que sus delitos no lo meresçen, dirá don Antonio. El paso del tiempo convierte el potencial conflicto social en hechos de delincuencia común. Solo entonces, el veinte y uno de noviembre de 1566 se pronuncia el Consejo Real, comisionando al gobernador del Marquesado de Villena para actuar contra los huidos. Es una comisión de veinte días de plazo de término y, por tanto, aunque lo desconocemos, poco creíble que diera frutos. Poco importa, pues lo fundamental es que las cosas habían cambiado radicalmente en Santa María del Campo Rus.
¿Quién había ganado y quién había perdido en este enfrentamiento? Ni don Antonio del Castillo Portocarrero había ganado ni los García habían perdido. Los Castillo Portocarrero abandonaron definitivamente Santa María del Campo Rus y Santiago de la Torre en 1579. Santa María del Campo Rus fue permutada, en un acuerdo con la Corona, por don Antonio Castillo Portocarrero por la villa zamorana de Fermoselle. Pero el precio fue alto para los vecinos de Santa María del Campo, que debieron comprar su libertad por 16.000 ducados. El 17 de marzo de 1579 se les reconocía el derecho de villazgo y jurisdicción propia. La villa de Santiago de la Torre fue comprada por don Alonso Pacheco y Guzmán, que la recuperaba de nuevo para la familia. Don Alonso fundaría mayorazgo con estas propiedades, que de este modo, con sus avatares y disputas familiares, que quedaron convertidas en la finca de los Pacheco de San Clemente y, circunstancias del destino,integrada en el término de esta villa en nuestros días. Los Castillo Portocarrero, que habían adquirido ambas villas de don Rodrigo Rodríguez de Avilés en 1428, perdían definitivamente Santiago de la Torre en favor de los Pacheco.
Si cabe hablar de un gran fracaso, este es el de los García. No es un fracaso personal, es el fracaso de una capa de agricultores acomodados que soñaron hacer de Santa María del Campo Rus una república de labradores ricos. Con el villazgo de 1579, el poder de la villa acabó en manos de escribanos y abogados, la alianza circunstancial de estos advenedizos con los agricultores fue interesada y temporal. Por eso, en los sucesos de 1582, de nuevo un labrador, Martín de la Solana, al igual que el anciano Pedro García, defendió las libertades de la villa ante el gobernador del Marquesado de Villena, Mosén Rubí de Bracamonte. Fue el primer apartado del poder, como lo serán después los advenedizos licenciado González o los Gallego. Cuando en las fiestas de San Mateo de 1582, el gobernador Rubí de Bracamonte se rodea de la vieja nobleza regional en aquel banquete que es respondido por los santamarieños con una rebelión popular, está anunciando el futuro. La rebelión de 1582 sí tiene ahora ese fuerte matiz social que faltaba a los altercados de los García. Sofocada, los agricultores ricos son los perdedores definitivos; el poder local cae de nuevo en manos de los viejos aliados de la familia Castillo Portocarrero, los de Toro y los Rosillo. Pero es algo pasajero, la nobleza regional se está recomponiendo, como lo hacen sus propiedades agrarias, nuevos actores aparecen en escena como los Piñán Castillo o los sempiternos Ruiz de Alarcón. En 1608, Santa María del Campo pierde su libertad y es vendida a Diego Fernando Ruiz de Alarcón. Cinco años antes, Santiago de la Torre ha devenido en una propiedad integrada en el mayorazgo de los Pacheco.
Los Castillo Portocarrero habían formado un pequeño estado en la zona, formado por la villa de Santa María del Campo Rus y la villa, con su castillo, de Santiago de la Torre. Dicho estado estaba dirigido por un gobernador para la villa de Santa María del Campo y un alcalde mayor para Santiago de la Torre (que actuaba asimismo como alcaide de la fortaleza). Ambos pueblos, desde su concesión al doctor Pedro González del Castillo tenían la condición de villas y presentaban jurisdicciones propias e independientes.
que la dicha villa de Santiago de la Torre no está debaxo de la gouernaçión desta villa de Santa María del Campo porque es jurisdiçión de por sy y es alcalde mayor de la dicha villa el dicho Juan CanoUn alguacil mayor, junto a un escribano, completaban la organización política establecida por los Castillo Portocarrero. Al mismo tiempo, se respetaba el gobierno local de Santa María del Campo, formado por dos alcaldes ordinarios y dos de la hermandad, regidores, alguacil mayor y otros oficios menores y también se respetaba la jurisdicción propia de Santiago de la Torre, aunque en este último caso, la organización concejil, pensamos que tendería a la desaparición por el poco peso de la villa, asumiendo las funciones de justicia y gobierno el alcalde mayor. Organización concejil tutelada y previamente aprobada por el señor de la villa. El mayorazgo fundado por el doctor Pedro González del Castillo en 1443, incluía como bienes la villa de Santa María del Campo Rus, el lugar de Santiago de la Torre, la heredad de Las Pedroñeras, otra del Robledillo, una casa en Castillo de Garcimuñoz y diversas posesiones en Salamanca: casas en la colación Santa Olalla, cuatro ruedas de aceña en el río Tormes y la heredad de Villorruela, en cuyo lugar se subrogó la heredad de Palacios Rubios. Don Pedro González del Castillo siempre tuvo especial querencia por la villa de Santiago de la Torre, donde levantó el castillo tal como lo conocemos hoy, de indudables similitudes constructivas a la Torre Vieja, que en San Clemente levantó su hermano Hernán. En la iglesia de Santiago de la Torre pidió ser enterrado, aunque su cuerpo fue trasladado posteriormente a Castillo de Garcimuñoz.
El caso es que para 1566 los Castillo Portocarrero estaban cansados de unos santamarieños cada vez más díscolos. Los incidentes, aun siendo tratados como problemas de delincuencia común, eran desafiantes desplantes al poder señorial. Santa María del Campo Rus tuvo todo el siglo XVI fama de ingobernable. Actitudes agresivas como la de Miguel García arrancando de un mordisco la oreja al alguacil de don Antonio Castillo Portocarrero daban fe de ello. No tardarían los Castillo Portocarrero de deshacerse de los bienes patrimoniales de un mayorazgo en tierras manchegas, causa de molestias y quebraderos de cabeza.
Francisco Moreno, alguacil mayor de la gobernación de las villas de Santa María del Campo Rus y Santiago de la Torre, llevaba varios días detrás de Miguel García, acusado de matar a uno de los principales vecinos del pueblo: Martín Chaves. Lo encontró una noche de junio, en la calle de la Puerta de la Villa, pero Miguel García, defendiéndose, arrebatándole la espada, se zafó del alguacil, ante la mirada cómplice de una plaza llena de gente. De nuevo, se volverían a encontrar días después, el doce de julio, en el lugar llamado el Pozo de Gil Martínez, camino de San Roque; esta vez, el alguacil sería más expeditivo a la hora de agarrar al fugitivo, pero éste, pasada la primera sorpresa, y ya en la plaza del pueblo, reaccionaría rompiendo la vara de justicia del alguacil y, en un gesto de rabia, arrancando su oreja izquierda de un mordisco. Al alboroto debió acudir el propio Antonio Castillo Portocarrero con sus criados; Miguel, temeroso, se refugió en la iglesia. La iglesia era lugar sagrado, donde la justicia no podía pasar. La iglesia de Santa María del Campo vio, como las de otras muchas villas, retraerse en ella a algunos de sus vecinos perseguidos por la justicia. De hecho, allí se refugiaba un tal Hernando Villagarcía. Poco pareció importar a Juan Fernández, teniente de alguacil y carcelero, a Francisco Moreno, sin oreja y ensangrentado y a otros hombres que pasaron a la Iglesia con intención de detener a Miguel García. Lo ocurrido en la iglesia es digno de aparecer en cualquier novela de aventuras. Juan Fernández, que agarró a Miguel García en la misma puerta de la iglesia e intentó sacarlo de forma violenta, recibió como respuesta un golpe con una piedra que llevaba el huido. El otro delincuente retraído invitaba a Miguel García a encerrarse con él en la sacristía, pero éste veía como se le echaba encima Francisco Moreno, que, entre lamentos y sin oreja, había acudido en persecución de Miguel. Entre refugiarse en la sacristía o hacer frente al alguacil mutilado, Miguel eligió lo segundo al grito de detente bellaco. Esta vez Francisco Moreno fue más expeditivo arrojando su daga, pero errando su blanco, pues la daga acabó clavada en las gradas del altar de Santiago. Miguel respondería, esta vez, tirándole la piedra que llevaba en la mano, sin alcanzar al alguacil.
Que el conflicto era algo más que un problema de delincuencia lo muestra los hechos que siguieron a continuación. Un tal Melchor Rubiales, presente en la iglesia, fue compelido por Juan Fernández a ayudar a detener a Miguel. Pero el mencionado Melchor se puso del lado del preso, gritando a voces favor a la corona, recordando el carácter sagrado del lugar. No era él único en la iglesia que favoreció a Miguel García; allí estaban su hermano Alonso, un tal Alejo Galindo, también refugiado en el templo, y otras personas que siguieron al dicho Melchor en los gritos de favor a la corona. Gritos que demuestran la oposición antiseñorial en el pueblo, que no respetaba los espacios con una jurisdicción privativa, en este caso uno religioso; frente a ellos, los dos alguaciles, Juan Hernández y Francisco Moreno, que contaban con la única ayuda de Juan Rodríguez, repostero de los Castillo Portocarrero, poco podían hacer. Miguel García acabaría encerrándose en la sacristía. Allí continuó hasta que don Antonio del Castillo Portocarrero, acompañado de varios criados, del alcalde ordinario, Francisco de Urriaga, del alcalde de la hermandad, Francisco de Torres, y del alguacil mayor de la villa, Juan del Toro, decidió poner fin a la situación. Con un hacha se derribó la puerta; ante un Miguel García acorralado, don Antonio del Castillo fue el más impetuoso a la hora de arrestarlo, pero fue contenido por el resto de los oficiales que le acompañaban. Miguel García sería conducido a la cárcel con las manos atadas, allí sería sujeto con una cadena y un par de grillos en los pies.
Miguel García fue llevado a la cárcel, primero, juzgado y condenado después, aunque su condena a azotes no se llevó a cabo por la defensa y oposición pública de su padre con la aquiescencia de sus vecinos santamarieños; para finalmente ser llevado a las mazmorras del Castillo de Santiago de la Torre. Hoy vemos esta fortaleza, levantada por el propio doctor Pedro González de Castillo, con cierta pesadumbre al verla en ruinas. Pero en aquel entonces únicamente inspiraba odio y temor. Aunque ni este símbolo de opresión señorial parecían respetar ya los santamarieños, pues por estas fechas la fortaleza era un espacio poco habitable y sin su primigenio uso militar.
Ocho días pasó encerrado Miguel García en las mazmorras del castillo, hasta que en una fuga envuelta en el misterio, y mucho más, en la complicidad de varios convecinos, algunos valedores cercanos, y otros eran hombres que por su oficio debían lealtad a don Antonio del Castillo. En los días sucesivos poco sabemos del paradero de don Antonio Castillo Portocarrero, ausente, mientras Miguel García y sus allegados se paseaban con sus arcabuces y mechas encendidas a plena luz del día, provocando el temor de la justicia del pueblo, que impotente imploraba al Consejo Real que pusiera orden en la villa.
Ya en junio, la situación era muy tensa. Igual que se buscaba a Miguel García, que parecía más ocupado en sus menesteres del campo, otros de los García, como el joven Francisco su sobrino, parecían dispuestos a tomarse la justicia por su mano en la villa. Una noche de junio, haciendo el alcalde Juan Cano de Buedo, el mismo que era alcaide de la fortaleza de Santiago, la acostumbrada ronda nocturna para pacificación y sosiego desta dicha villa, se encontró de bruces con Francisco. El encuentro no respondió a la tranquilidad que buscaba el alcalde, ni se respetaron las pragmáticas que prohibían el uso de armas a partir del tañir de las campanas por la noche ni, lo que era mucho más grave, se respetó la justicia
yendo por la calle donde vive Pero Cano e Martín Blanco, vecinos desta dicha villa en la dicha calle después de aver tañido la canpana de la yglesia desta villa de la queda a Françisco García de Mingo Martín el moço y otro que iva en su conpañía del dicho Françisco Garçía llevavan un arcabuz cargado de polvora e pelota con su mencha ençendida
El clima de tensión que vivía el pueblo lo conocemos por tres testigos, ellos mismos son una muestra de la realidad del momento. Alonso de Rosillo, alcalde de la hermandad, en sintonía con la familia, será un apoyo seguro de los intereses reales en los graves sucesos que la villa vivió por el año de 1583; Pedro de Mondragón es aquel joven sanclementino, hijo de un platero vasco, que vimos enfrentarse a la justicia de su villa en el incidente ya narrado del prostíbulo, y Felipe Vélez, a pesar de su apellido, es uno de esos maestros de cantería vizcaínos que por entonces residían, sin que sepamos por qué, en el castillo de Santiago de la Torre. Francisco García el mozo vivía en casa de su padre, en la llamada calle Nueva; en el incidente de junio, había puesto el arcabuz en los pechos del alcalde Juan de Cano Buedo. Solo la intervención decidida de Pedro Mondragón evitó que el incidente fuera a más. Juan de Cano había iniciado diligencias contra Francisco el mozo, pero llevado por el miedo, había renunciado a proseguirlas, mientras Francisco el mozo seguía en actitud provocadora por el pueblo. Hubo unos días, hasta que Don Antonio Castillo Portocarrero, decide llevar hacia el 23 de julio él mismo la práctica de diligencias para el castigo de culpables, en que el pueblo está sometido a las bravuconadas y a la ley de los García. Incluso el arresto de Miguel García se produce el doce de julio en una situación que, sabiéndose perseguido por la justicia, no parece preocuparle lo más mínimo y realiza sus labores en el campo con toda normalidad. Dicho arresto tiene su causa inmediata en el hecho de que Francisco el mozo se persona en la casa del alguacil Francisco Moreno, arcabuz en mano, a recuperar la espada que previamente el alguacil le ha requisado. Sobre la contumacia de Francisco García el mozo nos da fe el escribano Pedro Gallego; en su testimonio nos presenta a Francisco como un envalentonado que se encomienda a los infiernos, amenaza a sus enemigos con dejarlos muertos a sus pies y con gestos de desafío, tal como hizo delante del teniente de alguacil Juan Hernández, en coger un ascua con la mano para encender la mecha de su arcabuz.
La familia García era temida en el pueblo, especialmente por don Antonio Castillo Portocarrero, al que habían amenazado de muerte varias veces. Razones tenía para ello, pues los oficiales que él mismo ponía eran objeto de las iras de los García de Mingo Martín, que era como les gustaba llamarse al clan. Miguel García tenía mala fama, ya no solo por matar hacía año y medio a Martín Chaves, también como estuprador de doncellas y provocador de altercados, así cuando apaleó tiempo atrás a un cobrador de la limosna de Nuestra Señora de Monserrate. Junto a su sobrino Pedro, ya había herido al alcalde Pedro Martínez Rubio, y no se echaba atrás en sus insultos y amenazas de muerte contra don Antonio Castillo Portocarrero. Con fama de bravucones, los García se habían convertido en la bestia negra de la nobleza regional. Se jactaban de haber liberado a un santamarieño llamado Andrés Rubio, retraído en la iglesia de Castillo de Garcimuñoz, por una pendencia con un Melgarejo. La hazaña de los hermanos Francisco y Miguel García fue reivindicada por ambos como ejemplo de que únicamente dos santamarieños valían tanto como todos los vecinos de Castillo de Garcimuñoz. Si Miguel García era bravucón no se quedaba atrás su madre, Francisca Redonda, que reconocía que su hijo salía por las noches a practicar el tiro y amenazaba al alguacil mayor de la villa, Juan del Toro, el día que bajaba con el asno por la calle del licenciado González para someter a vergüenzas públicas y azotar a su hijo, que quien osara meterse con su hijo no quedara coxón de ellos.
Aunque más que de altercados hay que hablar de insubordinación a la autoridad de Antonio del Castillo Portocarrero. En opinión de Ruy González de Ocaña, gobernador del señor en la villa, Miguel García y sus próximos eran un mal exemplo de la rrepública y sus actos iban contra la lealtad e rreverencia que como vasallos deven. Y es que a mediados de julio se había producido un conato de rebelión en la villa. Al conocerse la noticia que don Antonio,el mismo día de la detención de Miguel García, había hecho traer una bestia, a cuyos lomos iba a someter a verguenzas y escarnios públicos al preso; los García, acompañados de otros amigos y valedores, provocaron grandes escándalos, amenazando a su señor y a sus justicias. Amenazas de palabra, pero también se les veía con los arcabuces en la mano rondando por la villa en busca de su señor y de las justicias del pueblo para matarlos. Don Antonio Castillo no se arredraba: formalizó un proceso judicial contra Miguel García de doscientas noventa y ocho hojas, lo encerró con grillos y cadenas e intentó azotarlo después de someterlo a escarnio público. Pero eran muchos los que en el pueblo se le oponían y muchos los que intervinieron en la liberación de Miguel García. Don Antonio Castillo decidió abandonar Santa María del Campo, mientras sus afines permanecían escondidos y encerrados en sus casas. No era para menos, los García se movían en Cuenca para conseguir la excomunión de Antonio Castillo y sus justicias por haber profanado el espacio sagrado de la iglesia y su jurisdicción privativa. La justicia del lugar había sido sustituida por paisanos que rondaban las calles, armados con arcabuces.
Castillo de Santiago de la Torre |
El trato de Miguel García en la mazmorra del castillo fue bueno. La mazmorra se limpió antes de meter al preso. Además de sus familiares,que le aportaban compañía, alimentos, vestido e incluso algunos enseres (un escriño y una estera), recibió la visita de otros parientes de El Provencio, tres mujeres y dos hombres que le llevaron melones, agraces y dulces, y la de un clérigo para cumplir con las obligaciones religiosas. Su carcelero Juan de Torres mantenía conversaciones con él hasta pasada la medianoche y su comida era preparada en casa del alcaide Juan Cano. El castillo ya por aquel entonces estaba bastante desangelado. Aparte del preso en la mazmorra y su carcelero, que dormía en el patio de armas, los únicos moradores eran unos vizcaínos, que no estuvieron presentes durante el cautiverio de Miguel García. El alcaide se pasaba durante el día, pero por la noche se quedaba en su casa, permaneciendo en el castillo su hija, durmiendo con un ama vizcaína. Quizás por esta misma existencia sórdida, Miguel García fue sacado de la mazmorra un rato al día siguiente de llegar, que aprovechó para jugar a los naipes con los dos hombres que le sacaron y el propio alcaide Juan Cano, el cual, perdiendo la partida, debió pagar dos ducados al preso. Con el tiempo la vigilancia se relajó, muestra de ello es que los familiares de Miguel García accedieron a la primera pieza de la torre para tratar con él por la apertura superior de la mazmorra y volvieron a hacerlo pero esta vez con total libertad, pues la puerta de la torre estaba abierta, mientras carcelero y alcaide estaban escuchando misa.
Torre en la que estaba encerrado Miguel García, delante una parte del lienzo de la muralla desplomada en 2011 |
que el palo que diçen que travesó en la dicha boca de la dicha mazmorra, avía de ser por milagro e no por fuerça echándolo desde abaxo para que se trabesase en la dicha boca, porque syno fue puesto por manoAsí para no aumentar la leyenda de Miguel García se optó por buscar cómplices en la fuga y éstos sólo podían ser los familiares y el guarda de la torre. A falta, pues, de presidiario, le tocó pagar las culpas a su anciano padre, Pedro García. Si su mujer tenía genio, este hombre no lo había perdido a pesar de su vejez. Hasta su casa fue el fiel Juan del Toro a cumplir con las órdenes del señor: pago de cincuenta reales, o embargo de bienes en caso de impago, y prisión del padre del fugitivo. El anciano juramentó a Dios que ni iba a pagar ni a ir a la cárcel, y mucho menos a dejarse arrebatar unas fanegas de cebada como pretendía el alguacil; además sacó a relucir un viejo asunto, maldiciendo a los bellacos y malsines que le habían llevado ochenta reales por echar un asno a las yeguas. Amenazante se mesó las barbas diciendo que ni el alguacil ni su teniente eran hombres para él y que si tuviera las barbas prietas como las tengo blancas aún fuera el diablo. El gobernador ordenará después al alcalde de la hermandad de la villa, Francisco de Torres, para que acompañado de los alguaciles llevaran preso a la cárcel a Pedro García. De nuevo los alguaciles se personaron en la casa de Pedro García para embargar unos costales de cebada, encontrándose con la oposición de su mujer que atrancó las puertas y agredió al alguacil Juan Hernández. Francisca Redonda seguiría a su marido en el mismo destino. Uno y otro, dos ancianos, serían atados con grillos y una cadena. Era un cinco de agosto de 1566. Diligencias similares se llevaron a cabo en la casa del hermano de Miguel, en busca de su sobrino Francisco, pero éste ya se hallaba huido y ni siquiera aparecía amenazante por el pueblo, tal vez había ayudado a la fuga de su tío. Aunque más bien su huida responda al temor a las represalias, pues en un primer momento se refugia con su padre, también en fuga, en el convento de frailes trinitarios. Posteriormente ambos, junto a otro hermano, Alonso García, abandonarán la villa.
Pero hasta ese momento, el pánico se apoderó del pueblo. A los García, bien al fugitivo Miguel o bien a su hermano Francisco y a su sobrino Francisco el mozo, se les veía por las calles con arcabuces o perjurando que iban a matar al señor de la villa o profiriendo sus amenazas en el monasterio de trinitarios de Nuestra Señora de la Concepción, donde se solían esconder, hasta que los frailes atemorizados los echaron. Por un momento la historia de estos días de Santa María del Campo es un anticipo de la España del bandolerismo del siglo XIX, donde los delincuentes tienen cierta aureola de defensores del bien común frente a los poderosos. Ahora, la colisión de intereses es más simple: los agricultores acomodados aguantan cada vez menos las presiones señoriales de los Castillo Portocarrero.
Si la figura de Miguel García es la del campesino afrentado que se ve inmerso en un proceso judicial, visto por el interesado y su padre como un escarnio público, ante sus convecinos, que mancha el buen nombre y honor de la familia. La figura de Francisco García el mozo sobrepasa a la de su tío y su abuelo, va más allá, pues pretende simple y llanamente matar al señor de la villa, como única forma de reparar el honor familiar. Con él, arrastra a toda la familia. Es entonces, cuando don Antonio del Castillo Portocarrero, consciente del peligro subversión que corre la villa, publica su edicto contra Francisco el mozo; el mismo edicto es pregonado en la plaza pública. Va contra el delincuente pero va dirigido a todos los vecinos, como señal de advertencia
Sepan todos los veçinos y moradores abitantes en esta villa de Santa María del Campo y a los parientes, amigos y valedores de Francisco García de Mingo Martín el moço veçino desta dicha villa cómo el Illre. señor don Antonio del Castillo Portocarrero çita, llama y enplaça por primero pregón a Françisco García de Mingo Martín el moço, veçino desta villa, hijo de Françisco Garçía de Mingo Martín sobre rraçón del delito que cometió contra Juan Cano de Buedo, alcalde hordinario desta villa, que andando rrondando a veynte y dos días del mes de junio topó con el dicho Juan Cano de Buedo alcalde y le puso el arcabuz a los pechos... e lo quiso matar ... y le manda que dentro de los nueve días primeros syguientes se venga a presentar en la cárçel pública... y mando poner sus cartas de heditos en la audiençia pública desta villa donde manda que esté los dichos nueve días ... en veynte e nueve días del mes de julio
Lo preocupante era las complicidades con las que contaba Miguel García y sus deudos en el pueblo. El arresto de Miguel García no se nos antoja como el de un perseguido de la justicia. De hecho, se produjo en el pozo de agua, mientras daba de beber con un caldero a sus mulas, cargadas de mies. Según narraba Juan de Toro Ramírez, alguacil mayor de la villa, de treinta y cinco años, el incidente del mordisco había ocurrido a plena luz del día, en la plaza pública y ante varios vecinos, todos ellos en actitud pasiva y de complacencia. Juan de Toro, había ayudado a don Antonio a sacar de la iglesia a Miguel García, pero antes tuvo que escuchar de un vecino llamado Agustín Segovia, que no se entrometiera en el asunto si quería seguir teniéndole como amigo y fueron varios los vecinos que prestaron su apoyo al retraído en la iglesia. Incluso el alguacil Juan del Toro sospechaba que alguien había ayudado a escapar al preso del castillo de Santiago de la Torre. Es más, el carcelero Juan de Torres acabó en presidio.
El carcelero del castillo, Juan de Torres era el que más sabía y así lo demostró en su confesión. Su defensa fue torpe, este hombre reconocía haber cenado la víspera de la fuga con Miguel García, charlando amigablemente hasta la una de la noche, pero después se había quedado dormido profundamente junto a la lumbrera de la mazmorra. Reconocía que Miguel García confesaba querer irse de su prisión, y lo contaba como algo natural, aunque siempre procuraba implicar a Juan Cano como último responsable. Esto era demasiado, pues desbarataba la historia romántica del prófugo Miguel García, para concluir que todo era una componenda del alcaide de la fortaleza, un hombre de confianza de los Castillo Portocarrero.
Sin esas complicidades no se entiende que lo que a simple vista parece un problema de delincuencia común se convirtiera en una subversión social. El momento clave se produjo cuando Miguel García fue humillado a vergüenza pública a lomos de un asno. El primero en protestar, al ver a su hijo ante tal humillación, fue Pedro García. Sus palabras eran las de un padre herido en su orgullo, pero ante todo la negación de cualquier subordinación a cualquier señor, pues, reivindicándose como hombre, defendía la valía personal de cada cual, independientemente de las subordinaciones sociales que a cada uno la vida le deparaba. Pedro García, que se presentó como un hombre de verdad y conciencia, lanzó sus palabras valientes y subversivas en medio de la plaza repleta de vecinos, diciendo que no debía nada a su señor y que él era
mejor que el dicho don Antonio e de mejor casta e que él lo provaría sy hera menester e que no lo estimava en lo que pisava arrastrando los pies por el suelo a manera de puntillaços e tornó a desçir otra vez que no lo tenía ny estimava al dicho señor don Antonio en dos marauedís e que no lo afrentavan a su hixo por traidor y por ladrónEl alcalde Francisco de Urriaga mandó echar a Pedro García, que maldiciendo abandonó la plaza. Pero sus palabras eran expresión de un malestar generalizado, que condujo a Antonio del Castillo Portocarrero a suspender la sentencia. Pedro García no estaba solo, un vecino le acompañó en su salida de la plaza; una vez en casa, intentó que un vecino de La Alberca llamado Isidro Sanchez, pariente de la familia, llevará un mensaje hasta Cuenca para censurar allí la conducta de don Antonio del Castillo, aunque, según él mismo, el fin de su viaje era acudir hasta un rastrojo próximo para avisar a Francisco García de las vergüenzas públicas que iba a padecer su hermano Miguel. Es en este contexto, de temor a una reacción violenta de la familia García, en el que Miguel García es trasladado al castillo de Santiaguillo.
Hoy se nos escapa el simbolismo de estas demostraciones de justicia pública, como no llegamos a entender el sentido del honor o el orgullo de los vecinos de Santa María del Campo Rus en aquellos tiempos. Pero hemos de entender que estos escarmientos públicos reducían a la condición de apestados en su comunidad a aquellos que los padecían. A ellos y a sus familias; de ahí la reacción orgullosa del anciano Pedro García, defendiendo su casta personal o denostando a su señor, comparando la valía de don Antonio del Castillo con el escaso valor de una moneda de dos maravedíes. Hemos de imaginar la escenificación de un acto judicial como eran las vergüenzas públicas: una plaza del pueblo a rebosar de vecinos, presidida la ejecución de la pena por el señor del pueblo y sus justicias en un estrado, mientras un pregonero, en altas voces enumeraba los delitos, acompañado, todos ellos a caballo, por el alguacil mayor de la villa y el escribano para dar fe. En el polo opuesto, la humillación de un reo desnudo y atado a lomos de un burro, escuchando las acusaciones, junto a la columna del rollo o picota que estaba situada en medio de la plaza del pueblo. Era una representación que condenaba al reo a la exclusión de su comunidad y a la reprobación de sus paisanos, que condescendían en el acto con la complicidad de su silencio. Fue justamente ese silencio, muestra de obediencia y sumisión a la autoridad, el que se rompió con las valientes palabras del anciano Pedro García. Un hombre herido en su orgullo por la humillación de su hijo. Antes de declamar contra la autoridad de su señor, el pobre anciano, atemorizado, apenas si mascullaba entre bufidos una ininteligibles palabras, mientras se daba valor a sí mismo dando patadas en el suelo. Y lo hace defendiendo su integridad y la de su familia con el enaltecimiento de los valores de la época, entre ellos, y el principal, el de la casta. Es decir, de quien es cristiano viejo libre de toda mancha de casta mora o judía, frente a un señor y nobleza regional, cuyos antecedentes conversos pervivían en la memoria colectiva de la comunidad. La omnipotencia y riqueza del señor de la villa frente a la pureza de la casta de un campesino no valía ni dos maravedíes. De la defensa personal se pasaba a continuación a justificar el asesinato del señor como simple tiranicidio. La suspensión de la condena de vergüenzas del reo, por don Antonio Castillo Portocarrero, deslegitimaba su autoridad ante la comunidad de sus vasallos.
Tras la huida de Miguel García y el arresto de su padre, el clima en el pueblo es de subversión social. Las amenazas de los García, y sus valedores, contra don Antonio ya son de muerte, e que avía de ser la más pequeña tajada el oreja. Amenazas reales, pues un huido Miguel García se paseaba por el pueblo con su hermano Francisco y sus dos sobrinos, Alonso y Francisco, todos ellos armados con sus arcabuces. La confrontación era abierta y directa. Hasta Santa María del Campo Rus acudió Juan del Castillo, tío de don Antonio, con el fin del apaciguar la tensión en el pueblo. Francisco García, hermano de Miguel, se le enfrentó cara a cara a Juan del Castillo en las casas de un vecino del pueblo llamado Andrés Redondo, espetándole que su hermano Miguel era un hombre de bien y que lo único que había que temer no era por su hermano sino por el señor don Antonio si le venía algún mal al reo. La respuesta de Juan del Castillo fue débil: los García no tenían hacienda para sostener un pleito en la Chancillería de Granada. Era darle la razón a los García, cuya única culpa era no disponer de los recursos para defenderse ante la justicia.
Entretanto la tensión crecía en la calle, la cárcel se llenaba de familiares y valedores de Miguel García. El último en llegar un diez de agosto fue el propio carcelero de Santiago de la Torre, Juan de Torres, acusado de complicidad en la fuga de Miguel García. Juan de Torres tenía poco de cómplice, más bien de buena persona, ocupándose que el preso comiera todos los días a través de la lumbrera de la mazmorra que daba al patio de la fortaleza. Aunque hay que reconocer que se excedía en sus obligaciones pues se desplazaba media legua hasta El Provencio para comprar allí pan, vino y pescado. Pronto le seguiría en la cárcel Cristina Redonda, la sobrina de Miguel, aunque logró salir con fianzas. Luego siguieron el destino carcelario otros, como Melchor Rubiales, Martín Blanco, fiador de Francisco hermano de Miguel, Andrés Redondo, fiador de Isidro Sánchez, el pariente de La Alberca. El régimen carcelario se hacía más riguroso, prohibiéndose visitas y llevar alimentos o ropas a los presos.
¿Quiénes eran estos García? Era una familia extensa, a Francisco, hermano de Miguel, se le conocían seis hijos. Sabemos de parientes en La Alberca y en El Provencio. Era una familia muy estructurada y jerarquizada en torno al patriarca de la familia, Pedro, de setenta y ocho años, y su mujer Francisca, de sesenta y seis años. Era asimismo una familia de campesinos, Miguel llevaba mies en sus mulas cuando se enfrentó con el alguacil Francisco Moreno; su sobrina Cristina Redonda estaba trillando en la era a comienzos de agosto y el secuestro de bienes de Pedro García comienza por trece fanegas de cebada y él mismo llega, en el preciso momento del secuestro de bienes, procedente de la era con una horca. Pero es de suponer que era una familia campesina acomodada. Labradores ricos, pero analfabetos. Se dedicaban al cultivo de campos de cereal, cultivo con tierras muy aptas en Santa María del Campo Rus frente a las poblaciones del sur dedicadas a la vid. Los vestidos de Miguel García, encontrados en una arca y embargados, demostraban una posición social: dos calzas, unas plateadas y otras blancas, capa y sayo de velarte, gorra de terciopelo y jubón de telilla. El colchón y almohada que su padre le llevó a la mazmorra estaban rellenados de lana, no de paja. Pedro García es rico; sabemos por su mujer, que en la arenga de la plaza, Pedro le recordó a su señor haberle dado ya once mil maravedíes; muestra que intentó una solución de conciliación en las muertes provocadas por su hijo y muestra de su riqueza. Además, Pedro García estaba metido en el lucrativo negocio de echar las yeguas al garañón; creemos que los problemas que aquí tuvo están relacionados con la orden real de facilitar la reproducción de caballos para la guerra frente a lo más común en la época que era la cría de mulas, un animal que estaba sustituyendo de forma acelerada a los bueyes para la labranza, alcanzando precios astronómicos. Y para ser simples campesinos, eran campesinos muy bien armados. Aunque, como siempre, las armas llegan después, los conflictos de intereses son anteriores.
El veinticinco de agosto don Antonio del Castillo Portocarrero, que ha desaparecido de escena tras la fuga de Miguel García, ya está de nuevo en Santa María del Campo; asiste a la declaración de Melchor de Rubiales, se muestra conciliador y se apiada de este hombre para que quede libre, pues es padre viudo de siete hijos. Pero su misericordia es interesada, Melchor es aquel hombre que gritó en la iglesia lo de favor en la corona, palabras cuyo significado es la defensa de la jurisdicción privativa de la iglesia y la inmunidad de los espacios religiosos y los clérigos coronados. Es más, Melchor debía ser el mensajero para llevar la misteriosa carta que Hernando de Villagarcía, el otro retraído en la iglesia con Miguel García, escribió a Cuenca. Dicha carta denunciaba sin duda la intromisión de don Antonio Castillo Portocarrero en la jurisdicción eclesiástico y le conducía a ser sometido a juicio ante el provisor de Cuenca o, lo que era más posible, a su excomunión y expulsión de la iglesia.
Para el veintiocho de agosto, la situación en el pueblo parece más tranquila. Se toma declaración a Pedro García y su mujer Francisca Redonda. Si Francisca parece más conciliadora, aunque midiendo sus repuestas, negando cualquier respuesta que pueda comprometer a su familia, Pedro García, ya próximo a los ochenta años, no ha perdido un ápice de su orgullo. Niega de forma tajante todas las preguntas una por una. La testarudez del viejo contrasta con la mayor benignidad de la justicia del gobernador, que va dejando en libertad bajo fianza a los presos, acabando con el rigor carcelario. Poco a poco se busca una solución pecuniaria. El primero en salir de la cárcel es Juan Torres, el carcelero de Santiago, con la excusa de unas calenturas. Para el matrimonio de ancianos las posiciones son más enconadas. Es natural, los hermanos Miguel y Francisco el viejo, junto a los hijos de éste, Francisco el mozo y Alonso, y Hernando Villagarcía siguen huidos; según las noticias, en la localidad de Lezuza. Hasta allí se manda carta requisitoria para la entrega de los fugados.Con pocos resultados.
Por fin, ya el cinco de octubre, el que cede es Pedro García, que manda una petición suplicatoria a don Antonio Castillo Portocarrero. Pedro García, acepta a don Antonio como su señor (beso las manos de v.m.), pero no reconoce culpa alguna y pide su libertad y la de su esposa por motivos de edad y por estar enferma su mujer. Su estancia en prisión ya va para dos meses. La solución dada es monetaria, obligación de dar fianza, y política (reconocimiento del vasallaje debido), aunque presentada como solución humanitaria, atento a su edad ya que sus delitos no lo meresçen, dirá don Antonio. El paso del tiempo convierte el potencial conflicto social en hechos de delincuencia común. Solo entonces, el veinte y uno de noviembre de 1566 se pronuncia el Consejo Real, comisionando al gobernador del Marquesado de Villena para actuar contra los huidos. Es una comisión de veinte días de plazo de término y, por tanto, aunque lo desconocemos, poco creíble que diera frutos. Poco importa, pues lo fundamental es que las cosas habían cambiado radicalmente en Santa María del Campo Rus.
¿Quién había ganado y quién había perdido en este enfrentamiento? Ni don Antonio del Castillo Portocarrero había ganado ni los García habían perdido. Los Castillo Portocarrero abandonaron definitivamente Santa María del Campo Rus y Santiago de la Torre en 1579. Santa María del Campo Rus fue permutada, en un acuerdo con la Corona, por don Antonio Castillo Portocarrero por la villa zamorana de Fermoselle. Pero el precio fue alto para los vecinos de Santa María del Campo, que debieron comprar su libertad por 16.000 ducados. El 17 de marzo de 1579 se les reconocía el derecho de villazgo y jurisdicción propia. La villa de Santiago de la Torre fue comprada por don Alonso Pacheco y Guzmán, que la recuperaba de nuevo para la familia. Don Alonso fundaría mayorazgo con estas propiedades, que de este modo, con sus avatares y disputas familiares, que quedaron convertidas en la finca de los Pacheco de San Clemente y, circunstancias del destino,integrada en el término de esta villa en nuestros días. Los Castillo Portocarrero, que habían adquirido ambas villas de don Rodrigo Rodríguez de Avilés en 1428, perdían definitivamente Santiago de la Torre en favor de los Pacheco.
Si cabe hablar de un gran fracaso, este es el de los García. No es un fracaso personal, es el fracaso de una capa de agricultores acomodados que soñaron hacer de Santa María del Campo Rus una república de labradores ricos. Con el villazgo de 1579, el poder de la villa acabó en manos de escribanos y abogados, la alianza circunstancial de estos advenedizos con los agricultores fue interesada y temporal. Por eso, en los sucesos de 1582, de nuevo un labrador, Martín de la Solana, al igual que el anciano Pedro García, defendió las libertades de la villa ante el gobernador del Marquesado de Villena, Mosén Rubí de Bracamonte. Fue el primer apartado del poder, como lo serán después los advenedizos licenciado González o los Gallego. Cuando en las fiestas de San Mateo de 1582, el gobernador Rubí de Bracamonte se rodea de la vieja nobleza regional en aquel banquete que es respondido por los santamarieños con una rebelión popular, está anunciando el futuro. La rebelión de 1582 sí tiene ahora ese fuerte matiz social que faltaba a los altercados de los García. Sofocada, los agricultores ricos son los perdedores definitivos; el poder local cae de nuevo en manos de los viejos aliados de la familia Castillo Portocarrero, los de Toro y los Rosillo. Pero es algo pasajero, la nobleza regional se está recomponiendo, como lo hacen sus propiedades agrarias, nuevos actores aparecen en escena como los Piñán Castillo o los sempiternos Ruiz de Alarcón. En 1608, Santa María del Campo pierde su libertad y es vendida a Diego Fernando Ruiz de Alarcón. Cinco años antes, Santiago de la Torre ha devenido en una propiedad integrada en el mayorazgo de los Pacheco.
AGS. CRC, Leg. 492, Exp, 5. Don Antonio del Castillo Portocarrero frente a Miguel García y consortes. 1566
Alucinante entonces si sabian defenfer sus derechos y no habia tanto miedo a los cuatro sdñoritos
ResponderEliminarInteresante, gracias por compartirlo.
ResponderEliminarImpresionante.
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