Debía ser tal el control de la enseñanza por los jesuitas en la villa de San Clemente, que, cuando fueron expulsados, la villa quedó huérfana de maestros. En 1810, Luis Polvorosa recordaba cómo había ejercido de catedrático y maestro de latinidad en la villa manchega durante cuarenta y un años; ahora, imposibilitado para la docencia y en un pueblo devastado por los franceses, pedía una pensión al Consejo de Castilla. Don Luis Polvorosa se presentaba en su petición sumisamente y como un humilde vasallo y su carta llegó hasta Cádiz o, mejor dicho, sus dos cartas, pues fueron dos veces, en junio y agosto de 1810, las que suplicó en tanto su expediente quedaba perdido en medio de la guerra y de otros papeles para no ser contestado nunca, más allá del habitual "infórmese". Era tal su humildad, que, en su petición, recordaba que aunque la pensión solicitada fuera "hasta el fin de su vida, que por mucha ancianidad será breve"; si bien con un poco de sorna no olvidaba que el destinatario de su solicitud era "una agitada monarquía".
Los jesuitas dominadores de la enseñanza en San Clemente habían sido expulsados de esta villa en 1767 y con su expulsión quedó la villa sin una educación, controlada hasta ese momento por los seguidores de San Ignacio de Loyola. No tardaría el gobierno en sustituir a los jesuitas por otros educadores. En 1769, convoca una oposición para cubrir la cátedra de latinidad de San Clemente. Un total de siete opositores acuden al examen, que se publicó por edictos en toda Castilla, consiguiendo la plaza Luis de Polvorosa, una persona foránea de San Clemente, del que no sabemos su origen, más allá de que nos dice que "se expatrió de Castilla", para acudir a San Clemente. A las enseñanzas de don Luis acudían niños de San Clemente y de los pueblos vecinos; ejerciendo su cátedra estuvo cuarenta y un años, hasta que viejo y ciego se vio imposibilitado de ejercer la enseñanza. Cuatro horas de enseñanza por la mañana y cuatro por la tarde, durante esos cuarenta y un años, hasta reconocer "que se la debilitado la cabeza, que padece accidentes vertiginosos y tanta falta en la vista que no puede leer ni escribir". El pobre maestro era objeto en su vejez de la burla de sus alumnos: "los jóvenes vilipendian al maestro y pierden el fruto de la enseñanza para lo que es tan necesario el vigor de la persona como pericia en el arte".
Un hombre, además, además honrado, pues siempre había vivido con su sueldo de nueve reales, rechazando los estipendios de sus alumnos o sus padres. Ahora, en su vejez, la invasión del pueblo por los franceses lo había dejado en la ruina, "con solo el vestido puesto", y con las cargas familiares de una hija paralítica de treinta años y una esposa tullida de setenta y ocho, con "un muslo tullido, huyendo de los franceses". Pero don Luis tenía su orgullo, y, en su segunda carta, ya no se quejaba de sus alumnos sino de los " mal intencionados que en el día mandan en el pueblo" a los que acusaba de deponerle en su Magisterio u obviar la petición de una jubilación para su persona "y privarle de la dotación de trescientos ducados que de orden de V.A. ha percibido unas veces en Madrid y otras en Cuenca", dejándole en un estado de mendicidad, después de haber dedicado a la enseñanza dos tercios de su vida. Don Luis Polvorosa no tendría respuesta.
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