Alonso de Torres tenía 51 años cuando fue condenado por la inquisición en 1601. No tenía hijos, su mujer, Isabel López, era cinco años mayor que él. Completaba el hogar familiar su sobrina de 20 años. De profesión joyero de cosas de mercería, como él mismo se llamaba, su trabajo le había reportado una posición desahogada en la sociedad sanclementina. No ocultaba su riqueza; tanto él como su mujer hacían ostentación de ella: les gustaba vestir bien y en su casa, decorada con buen gusto, se podían encontrar un ajuar y muebles dignos de cualquier hogar de las familias ricas del pueblo. Quizás esa misma ostentación de la riqueza y las envidias que despertaba fue la causa de su infortunio personal. Al igual que otros había forjado su riqueza en los años ochenta y había sabido sacar partido a las deseos de la nueva clase de ricos que forjada en las dos últimas décadas quería visualizar de cara al exterior su estatus social.
Pero Alonso de Torres era morisco. El medro y éxito personal de un miembro de una minoría marginada chocaba con los fracasos ajenos. Más si cabe en aquellos años de cambio de siglo, en los que la crisis de subsistencias y la peste del año 1600 provocaron la ruina de muchas familias. Ruina que fue acompañada de la desestructuración social: tras la peste, un cuarto de las casas sanclementinas tenían por cabeza de familia una viuda, la mortalidad infantil había hecho estragos. Un hombre rico, como lo era Alonso de Torres, pronto sería víctima de las envidias y la estigmatización social; al margen de la sociedad por su sangre mora y con una familia atípica, dos mujeres en su casa, sin varón para heredar, su mujer y una sobrina. No tardó el Santo Oficio en fijarse en la rectitud de la costumbres morales y religiosas del joyero, quizás no tan escandalosas como su confiscable riqueza. Denunciado al Santo Oficio en 1600, sus antecedentes, había sufrido otro proceso en 1580, poco le ayudaron. Acusado de hereje y apóstata fue reconciliado y condenado. Sus bienes confiscados. Alonso dejó sola a Isabel López, que sin asustarse, decidió litigar con el fisco por los bienes confiscados a su marido: como suyos reivindicó los bienes que había aportado como dote del matrimonio, inexistentes, pero también la mitad de los bienes gananciales de sus años de matrimonio.
Isabel López era una morisca, natural de la comarca de Zenete en el Reino de Granada, al igual que su marido, que era de Andarán, desde donde habían llegado en 1571 con aquellas columnas de moriscos que paulatinamente se fueron asentando por los pueblos manchegos y de Castilla. Alistados, es decir, asentados en los padrones que la Corona realizaba, obligando a la población morisca a fijar su residencia en los pueblos. Isabel López era una viuda litigante, capaz de enfrentarse a la Suprema de la Inquisición en un largo y costoso pleito durante ocho años, gracias a la solidaridad y apoyo jurídico de otros moriscos como Jerónimo de Renera de Pastrana o Juan de Ceraín, criado del Rey. El pleito sobre restitución de bienes embargados sería ganado por Isabel López por sentencia de 19 de septiembre de 1609, que venía a ratificar otra de 2 de noviembre de 1605, pero todavía en noviembre de ese año su procurador pedía ejecución de sentencia, que nunca se produjo. El proceso finalizaría bruscamente por la expulsión de la población morisca decretada en 1610.
Isabel López se reivindicaría a sí misma como artífice de la fortuna amasada por su marido. Ambos eran pobres en el momento de casarse
Alonso e Isabel se habían casado en 1572, apenas dos años después que ambos llegaran a la villa de San Clemente. Isabel no tenía familiares; Alonso, un hermano en Murcia llamado Hernando, cuya hija adoptó el matrimonio. Desarraigados y forzados por la necesidad de iniciar una vida en lugar no deseado y unas creencias aceptadas de mala gana, se casaron en la parroquial de Santiago. Es verosímil que llegaran con lo puesto y que con sus brazos desnudos se forjaran su destino y fueran capaces de amasar una fortuna. La pericia de Alonso como mercader, más bien buhonero, facilitaría el ascenso social del matrimonio, que además disponían de una conocida tienda de mercería en el arrabal del pueblo. A decir de algún testigo, no era raro ver en sus inicios a Alonso de Torres pedir limosna o alquilarse a jornal para poder comer. Pero habían sabido hacerse con una posición social respetable. Prueba de ello es que entre los vecinos que testificaron a favor del derecho de Isabel López a la hacienda de su marido estaban gente respetable como el cura Cristóbal de Iranzo, que los había casado, Alonso de Astudillo Ramírez, para el que había trabajado Alonso Torres, el regidor Francisco Serrano, Andrés Granero y Alarcón, el clérigo Diego de Villanueva Montoya, el capitán Juan de Fresneda, Francisco de la Carrera. Muchos de estos hombres eran advenedizos en la sociedad sanclementina que, al igual que el morisco, con su trabajo se habían ganado el respeto social y también los odios; algunos de ellos a su éxito personal unían el estigma de ser conversos. El éxito acompañado del rechazo social provocó la solidaridad entre estos hombres del arrabal.
Alonso de Torres era un hombre de éxito. Del trapicheo, Alonso trasegaba con vino con los cueros a cuestas, y mercadeo de baratijas había pasado a poner una pequeña tiendezuela de mercería en su casa particular, que poco a poco se convirtió en popular centro de transacciones. Sus ganancias y hacienda crecieron de forma desmesurada, provocando el recelo de otros vecinos. Pero Alonso de Torres siempre se mantuvo fiel a sus orígenes. Mantuvo sus tradiciones y creencias traídas desde Granada y puso su riqueza al servicio del resto de sus hermanos moriscos, ayudando a casar huérfanas, dando limosnas a los necesitados y rescatando a algunos de su nación.
Nos quedamos maravillados con el despegue y desarrollo económico de la villa de San Clemente en el siglo XVI, que deviene en la llamada pequeña corte manchega, pero viendo las obras civiles y religiosas e imaginando las desaparecidas casas palacio de las que apenas quedan blasones, cerramos nuestros ojos e imaginación soñando en lo que fue el auténtico motor del desarrollo sanclementino: hablamos del barrio del Arrabal. Este abigarrado barrio, con el que solo pudo acabar aquella riada del río Rus del año 1589, que se llevó cuatrocientas casas, era el San Clemente feo, el de la arquitectura popular de casas de mampostería, el San Clemente maldito, donde no faltaba un prostíbulo junto al juego de la pelota, adonde de modo indiferenciado, a lo uno y a lo otro, acudían los jóvenes de familias de bien del pueblo; el Arrabal era asimismo el San Clemente hereje de población conversa y luego morisca y refugio de clérigos que en algún caso sabían escribir con carácter hebraicos; era el San Clemente recluido en su gueto que los domingos acudía a misa a la parroquial de Santiago Apóstol, accediendo por esa puerta gótica que dejaba a un lado el altar y las capillas nobles, pero que se abría de forma cruel con dos hileras de una docena de sambenitos pertenecientes a aquellos vecinos del Arrabal quemados por sus ideas. Pues quemado por sus ideas librepensadoras lo fue Luis Sánchez de Origüela, como por la misma razón acabaría quemado el morisco Hernando de Sanclemente.
San Clemente perdió en 1600 alrededor de tres mil habitantes por la peste, pero más calamitosa para su historia fue la riada del río Rus. Con la riada, además de las cuatrocientas casas, se fueron dos cosas: el ímpetu de los moradores de un barrio como el Arrabal y la memoria colectiva de la villa de San Clemente. La principal minoría que vivía en ese barrio, los Origüela, y sus descendientes los Galindo, los Astudillo o los Tébar abandonan su espíritu emprendedor de comerciantes y tenderos buscando primero la prebenda del oficio público, la canonjía religiosa o la rentas censales, y luego, el ennoblecimiento social o su integración en las cofradías de cristinos viejos. Cuando la riada se lleva los registros parroquiales que el clérigo Juan Caballón el viejo guardaba en su casa del barrio de Roma, se pierde algo más que un conjunto de papeles. Con los papeles se van las señas de identidad de muchas familias sanclementinas. Señas no deseadas pues en las partidas de bautismo aparecían parentescos no queridos, como los que emparentaban a muchas familias con sangre conversa o, caso de los Ortega, con el referido morisco Hernando Sanclemente. Tal como nos recordaba el licenciado Miguel de Perona Montoya en 1641, prácticamente todo el pueblo estaba infectado por la sangre de los Origüela, que ha cundido tanto. Pero la sangre conversa, acompañada del dinero, se diluía con facilidad en las venas de los cristianos viejos. La sangre morisca, no.
Quizás el único delito de Alonso de Torres, y de su mujer Isabel López, fue buscar el reconocimiento y un hueco en la sociedad sanclementina. Más que la memoria de su marido, Isabel defendió ese derecho al reconocimiento social de los miembros de la minoría morisca. En su caso, el mérito está que esa lucha fue reivindicando su papel como mujer que había ayudado a labrar la fortuna familiar. En su causa no estuvo sola, del expediente se deduce el valor de su joven sobrina María Torres, que asumió la defensa de los intereses de la familia, ya presentando testigos ante el Santo Oficio, ya actuando como procuradora ante la Suprema.
El matrimonio de Alonso e Isabel hizo fortuna rápidamente. El vendedor ambulante de vinos gozaba a finales de siglo de la principal tienda de San Clemente. Sus casas de morada estaban en el barrio de Roma, en la calle llamada de Serna el viejo, junto a las del clérigo Cristóbal del Pozo y las del licenciado Melchor de Perona, aunque una de las entradas de las casas daba a la actual calle Nueva. Las casas no eran del matrimonio sino que las poseían en alquiler de su propietario Cristóbal García de Ávalos. Las casas de su propiedad las tenía cedidas a su sobrina María Torres y a su yerno Luis de Córdoba, morisco natural de Villanueva de la Jara. Las primeras debían ser más espaciosas, nada más pasar al portal se accedía a la tienda llamada de joyería. Tal concepto debemos entenderlo en un sentido amplio, pues las joyas propiamente dichas eran la parte menor de la tienda, dedicándose la venta a todo tipo de lienzos, telas y prendas de vestir. Alonso de Torres era un tendero, pero su fortuna comenzaba a emplearla en la compra de tierras. Poseía un haza trigal, camino del Hituelo, y un majuelo de seiscientas vides, camino de Sisante. Pero Alonso Torres no era agricultor, el haza trigal estaba en barbecho y no explotaba directamente la viña. Era su yerno quien administraba las tierras, llevadas en arrendamiento.
Cuando el veintitrés de octubre de 1601 Alonso Torres ingresa en la cárcel de San Clemente, apresado por el alguacil de la Inquisición Luis Conde, es un hombre de 51 años. El secuestro de bienes comienza por la misma ropa que lleva puesta. Su vestimenta es la de un hombre acomodado, capa y sayo, medias de aguja negras, zapatos negros buenos, jubón y cuello de holanda, camisa de lino, una pretina de cuero y un sombrero negro de toquilla. El inventario de los bienes de su tienda completa setenta folios; una exhaustiva descripción que incluye todo tipo de lienzos y vestimentas, en su mayoría de importación extranjera, calzados, bolsos, bisuterías, piezas de ferretería, botellas, cajas de madera, cuerdas, cueros, jabones, legumbres, especias, imágenes religiosas y rosarios, ropas de frailes, y un largo etcétera de cosas diversas. La tienda de Alonso de Torres se complementaba con la de su yerno Luis de Córdoba, que además de participar de la venta de los enseres de su suegro, comerciaba con granos. Además el morisco Alonso disponía de un macho valorado en trescientos reales y de dinero en efectivo por valor de unos 5000 reales. El negocio de Alonso de Torres carecía de complejidad y era de carácter familiar, a pesar de la diversidad de géneros, aunque Alonso y su mujer asistían en la tienda y Luis de Córdoba asumía el papel de agente comercial para las compras. La propiedad de las mercaderías era a partes iguales entre Alonso y su yerno, aunque una parte menor del negocio intervenía al tercio otro morisco llamado Diego de Benavides. No obstante desconocemos el ámbito de estas transacciones, que sin duda superaban el marco local; por una deuda, sabemos que había comprado veintiuna mantas en Toledo a poco más de veinte reales cada una. Sus clientes eran variados entre los vecinos de la villa, no faltando el mismo corregidor. Luis de Córdoba, pues su suegro era analfabeto, llevaba la contabilidad del negocio en un libro, donde se apuntaban las ventas y las deudas, que eran pocas. No se vendía de fiado y los pagos se tenían que hacer al contado o se admitía el empeño de ciertas cosas; así un sanclementino dejó en prenda al morisco un salero y seis cucharas de plata.
Alonso de Torres, acusado de herejía y apostasía, sería sentenciado por los inquisidores de Cuenca el quince de junio de 1603, admitido a reconciliación con hábito y cárcel perpetua y confiscación de todos sus bienes muebles y raíces para la cámara de su Majestad. En su confesión reconoció haber apostatado del cristianismo hacía treinta años, que era tanto como reconocer que nunca había practicado la religión católica. Es a partir de este momento cuando Isabel López inicia su contencioso para intentar recuperar la mitad de los bienes del matrimonio.
La sentencia de dos de noviembre de 1605 sería contraria al fisco real, obligándole a pagar a Isabel López la mitad de los bienes confiscados y la mitad de las costas procesales. Aunque el pleito se enquistaría durante cuatro años por negarse a devolver el fisco real la supuesta parte de Luis de Córdoba, al considerarle socio en los negocios de Alonso de Torres. Hoy nos resulta difícil imaginarnos el valor de las mujeres moriscas, pero la prisión de sus maridos les obligó a defender su hacienda y su familia. Isabel López no se resignó ante la condena de su marido, no lo haría María de Torres, cuando en una actitud vengativa de la Inquisición en 1603 su marido Luis de Córdoba fue encarcelado por hereje. La resistencia de estas dos mujeres es la resistencia del gueto morisco, que en 1605 sufrió una persecución inquisitorial con una inquina que la población morisca no había conocido anteriormente. Alonso de Torres había iniciado los procesos contra moriscos en San Clemente. La población musulmana existente en San Clemente antes de la llegada de los moriscos granadinos debía ser pequeña en número. Sólo conocemos ocho procesos antes de la llegada de los granadinos: el proceso contra Hernando de Sanclemente de 1517, coetáneo del de Luis Sánchez de Origüela, y siete procesos contra mujeres en los años 1562 y 1563. En la década de los setenta, los moriscos sanclementinos gozan de una tranquilidad que contrasta con las acusaciones del Santo Oficio contra los moriscos de Cañavate y Villanueva de la Jara que sufren una enconada persecución de la que el caso más destacado es el de Hernando de Chinchilla, que, sin duda, está provocado por el conflicto que mantiene con Martín Cabronero, vecino de Quintanar, por la explotación de unas tierras. Incluso hasta final de siglo los moriscos sanclementinos no son molestados, pero la causa abierta contra Alonso de Torres en 1580 ya anuncia la tormenta de comienzos de siglo, otros dos moriscos del pueblo son encausados, al igual que Isabel de Herreros en 1582. Los noventa solo se ven marcados por los procesos de 1593, entre los que destaca el de Alonso Molina.
Pero el año 1600, los procesos inquisitoriales se reavivan, al calor de la profunda crisis de comienzos de siglo, esta vez contra los condenados en 1580: dos hombres, Alonso de Torres y Diego Benavides, socios en los negocios, vuelven a ser encausados. Son los líderes de la comunidad morisca. La población morisca de San Clemente se defiende, apoyada como hemos visto, por vecinos no moriscos de la villa. Entre los defensores, un converso como Francisco Carrera, que ve encausado a su hijo Jerónimo de Herriega; aunque los dardos apuntan al doctor Tébar. Otros defensores como el licenciado Perona les motiva un interés económico; los Perona son ganaderos, los moriscos pastores. Moriscos y conversos son víctimas de las acusaciones, pero los conversos son demasiado poderosos y su sangre está diluida entre las principales familias del pueblo. A pesar de las acusaciones, serán los grandes beneficiarios de la crisis. Es en la primera década del siglo cuando los hermanos Tébar, Diego, recién llegado de América, y el cura Cristóbal, mancomunadamente comienzan a adquirir tierras. No tardarán en acusar a los moriscos, buscando un enemigo en quien focalizar las iras. El doctor Tébar denunciará su fe fingida; en el proceso de Luis Cordoba de 1603 se decía sin ambages que estaba mal empleado cuanto se hacía por estos perros moros . No faltaba razón en las acusaciones, esas setenta y tres familias moriscas de San Clemente nunca han estado integradas, ni tampoco se les ha permitido su asimilación. La llegada de los moriscos granadinos vino a reforzar la pequeña comunidad ya existente. Ya nos hemos referido de los procesos de 1563. Entoncés, en torno a María Sanz Horra, se reunían las mujeres para rememorar tierras y tiempos de moros. En 1593, el morisco Alonso de Molina es acusado por su propia esposa, cristiana. No sólo su fe, sus costumbres también son diferentes. Isabel de Herreros afirmará en 1582 ante el Santo Oficio que no solo se lavan con motivo de su casamiento o su muerte, sino que también lo hacen varias veces durante todo el año. En 1605, una vecina delata que los hijos de la morisca Isabel González comen tocino en su casa a escondidas de su madre.
A partir de 1600 la suerte de la comunidad morisca de San Clemente está decidida. La detención de Torres y Benavides es el golpe que pone al grupo ante un sino adverso. En 1603, el detenido es Luis de Córdoba; es un morisco orgulloso de su fe, y a diferencia de su suegro, muy culto; ha ordenado a un compañero morisco que copiase en lengua árabe un ejemplar del Corán. En su biblioteca tiene un libro prohibido para la población morisca: Sermones del anticorán. Es un libro antiislámico, pero que detalla con total precisión, aunque sea para negarlos, los principios de la fe islámica. El proceso de Luis de Córdoba es el principio de la debacle. La sentencia favorable que obtiene Isabel López en noviembre de 1605 sobre los bienes de su marido es un espejismo. Los años 1603 a 1605 marcarán el fin de la comunidad morisca. Los procesos inquisitoriales se suceden en cadena, ahora es cuando se concentran la mayoría de los treinta procesos inquisitoriales contra los moriscos de la villa existentes en el Archivo Diocesano de Cuenca: Luis Herrera, Melchor Barrio, Isabel Vizma, Isabel Molina, Isabel González, María Torres, Jerónimo Muñoz, Marco Martínez, Luis Aguilar, Leonor González y Luis de Córdoba, de nuevo reincidente en 1608.
Mientras Isabel López sigue su cruzada particular en defensa de sus intereses ante la Suprema. Será capaz de mantener vivo el proceso hasta el año 1609; entretanto, cuatro años antes, su marido ha muerto. Sus esfuerzos son baldíos, el 10 de julio de 1610 se hace pública la expulsión de los moriscos de las dos Castillas.
Archivo Histórico Nacional, INQUISICIÓN, 4534, Exp. 11. Pleito fiscal de Isabel López, 1603-1609
Pero Alonso de Torres era morisco. El medro y éxito personal de un miembro de una minoría marginada chocaba con los fracasos ajenos. Más si cabe en aquellos años de cambio de siglo, en los que la crisis de subsistencias y la peste del año 1600 provocaron la ruina de muchas familias. Ruina que fue acompañada de la desestructuración social: tras la peste, un cuarto de las casas sanclementinas tenían por cabeza de familia una viuda, la mortalidad infantil había hecho estragos. Un hombre rico, como lo era Alonso de Torres, pronto sería víctima de las envidias y la estigmatización social; al margen de la sociedad por su sangre mora y con una familia atípica, dos mujeres en su casa, sin varón para heredar, su mujer y una sobrina. No tardó el Santo Oficio en fijarse en la rectitud de la costumbres morales y religiosas del joyero, quizás no tan escandalosas como su confiscable riqueza. Denunciado al Santo Oficio en 1600, sus antecedentes, había sufrido otro proceso en 1580, poco le ayudaron. Acusado de hereje y apóstata fue reconciliado y condenado. Sus bienes confiscados. Alonso dejó sola a Isabel López, que sin asustarse, decidió litigar con el fisco por los bienes confiscados a su marido: como suyos reivindicó los bienes que había aportado como dote del matrimonio, inexistentes, pero también la mitad de los bienes gananciales de sus años de matrimonio.
que todos los vienes que se hallan quando se disuelue el matrimonio son gananziales si no prueban el marido y muger ser capitales suyos y también está determinado por ley del rreyno que la muger por el delito del marido no pierda los bienes multiplicados
Isabel López era una morisca, natural de la comarca de Zenete en el Reino de Granada, al igual que su marido, que era de Andarán, desde donde habían llegado en 1571 con aquellas columnas de moriscos que paulatinamente se fueron asentando por los pueblos manchegos y de Castilla. Alistados, es decir, asentados en los padrones que la Corona realizaba, obligando a la población morisca a fijar su residencia en los pueblos. Isabel López era una viuda litigante, capaz de enfrentarse a la Suprema de la Inquisición en un largo y costoso pleito durante ocho años, gracias a la solidaridad y apoyo jurídico de otros moriscos como Jerónimo de Renera de Pastrana o Juan de Ceraín, criado del Rey. El pleito sobre restitución de bienes embargados sería ganado por Isabel López por sentencia de 19 de septiembre de 1609, que venía a ratificar otra de 2 de noviembre de 1605, pero todavía en noviembre de ese año su procurador pedía ejecución de sentencia, que nunca se produjo. El proceso finalizaría bruscamente por la expulsión de la población morisca decretada en 1610.
Isabel López se reivindicaría a sí misma como artífice de la fortuna amasada por su marido. Ambos eran pobres en el momento de casarse
y lo que ay de hacienda ... lo an ganado y multiplicado durante su matrimonio ayudándose el uno al otro
Alonso e Isabel se habían casado en 1572, apenas dos años después que ambos llegaran a la villa de San Clemente. Isabel no tenía familiares; Alonso, un hermano en Murcia llamado Hernando, cuya hija adoptó el matrimonio. Desarraigados y forzados por la necesidad de iniciar una vida en lugar no deseado y unas creencias aceptadas de mala gana, se casaron en la parroquial de Santiago. Es verosímil que llegaran con lo puesto y que con sus brazos desnudos se forjaran su destino y fueran capaces de amasar una fortuna. La pericia de Alonso como mercader, más bien buhonero, facilitaría el ascenso social del matrimonio, que además disponían de una conocida tienda de mercería en el arrabal del pueblo. A decir de algún testigo, no era raro ver en sus inicios a Alonso de Torres pedir limosna o alquilarse a jornal para poder comer. Pero habían sabido hacerse con una posición social respetable. Prueba de ello es que entre los vecinos que testificaron a favor del derecho de Isabel López a la hacienda de su marido estaban gente respetable como el cura Cristóbal de Iranzo, que los había casado, Alonso de Astudillo Ramírez, para el que había trabajado Alonso Torres, el regidor Francisco Serrano, Andrés Granero y Alarcón, el clérigo Diego de Villanueva Montoya, el capitán Juan de Fresneda, Francisco de la Carrera. Muchos de estos hombres eran advenedizos en la sociedad sanclementina que, al igual que el morisco, con su trabajo se habían ganado el respeto social y también los odios; algunos de ellos a su éxito personal unían el estigma de ser conversos. El éxito acompañado del rechazo social provocó la solidaridad entre estos hombres del arrabal.
Alonso de Torres era un hombre de éxito. Del trapicheo, Alonso trasegaba con vino con los cueros a cuestas, y mercadeo de baratijas había pasado a poner una pequeña tiendezuela de mercería en su casa particular, que poco a poco se convirtió en popular centro de transacciones. Sus ganancias y hacienda crecieron de forma desmesurada, provocando el recelo de otros vecinos. Pero Alonso de Torres siempre se mantuvo fiel a sus orígenes. Mantuvo sus tradiciones y creencias traídas desde Granada y puso su riqueza al servicio del resto de sus hermanos moriscos, ayudando a casar huérfanas, dando limosnas a los necesitados y rescatando a algunos de su nación.
Nos quedamos maravillados con el despegue y desarrollo económico de la villa de San Clemente en el siglo XVI, que deviene en la llamada pequeña corte manchega, pero viendo las obras civiles y religiosas e imaginando las desaparecidas casas palacio de las que apenas quedan blasones, cerramos nuestros ojos e imaginación soñando en lo que fue el auténtico motor del desarrollo sanclementino: hablamos del barrio del Arrabal. Este abigarrado barrio, con el que solo pudo acabar aquella riada del río Rus del año 1589, que se llevó cuatrocientas casas, era el San Clemente feo, el de la arquitectura popular de casas de mampostería, el San Clemente maldito, donde no faltaba un prostíbulo junto al juego de la pelota, adonde de modo indiferenciado, a lo uno y a lo otro, acudían los jóvenes de familias de bien del pueblo; el Arrabal era asimismo el San Clemente hereje de población conversa y luego morisca y refugio de clérigos que en algún caso sabían escribir con carácter hebraicos; era el San Clemente recluido en su gueto que los domingos acudía a misa a la parroquial de Santiago Apóstol, accediendo por esa puerta gótica que dejaba a un lado el altar y las capillas nobles, pero que se abría de forma cruel con dos hileras de una docena de sambenitos pertenecientes a aquellos vecinos del Arrabal quemados por sus ideas. Pues quemado por sus ideas librepensadoras lo fue Luis Sánchez de Origüela, como por la misma razón acabaría quemado el morisco Hernando de Sanclemente.
San Clemente perdió en 1600 alrededor de tres mil habitantes por la peste, pero más calamitosa para su historia fue la riada del río Rus. Con la riada, además de las cuatrocientas casas, se fueron dos cosas: el ímpetu de los moradores de un barrio como el Arrabal y la memoria colectiva de la villa de San Clemente. La principal minoría que vivía en ese barrio, los Origüela, y sus descendientes los Galindo, los Astudillo o los Tébar abandonan su espíritu emprendedor de comerciantes y tenderos buscando primero la prebenda del oficio público, la canonjía religiosa o la rentas censales, y luego, el ennoblecimiento social o su integración en las cofradías de cristinos viejos. Cuando la riada se lleva los registros parroquiales que el clérigo Juan Caballón el viejo guardaba en su casa del barrio de Roma, se pierde algo más que un conjunto de papeles. Con los papeles se van las señas de identidad de muchas familias sanclementinas. Señas no deseadas pues en las partidas de bautismo aparecían parentescos no queridos, como los que emparentaban a muchas familias con sangre conversa o, caso de los Ortega, con el referido morisco Hernando Sanclemente. Tal como nos recordaba el licenciado Miguel de Perona Montoya en 1641, prácticamente todo el pueblo estaba infectado por la sangre de los Origüela, que ha cundido tanto. Pero la sangre conversa, acompañada del dinero, se diluía con facilidad en las venas de los cristianos viejos. La sangre morisca, no.
Quizás el único delito de Alonso de Torres, y de su mujer Isabel López, fue buscar el reconocimiento y un hueco en la sociedad sanclementina. Más que la memoria de su marido, Isabel defendió ese derecho al reconocimiento social de los miembros de la minoría morisca. En su caso, el mérito está que esa lucha fue reivindicando su papel como mujer que había ayudado a labrar la fortuna familiar. En su causa no estuvo sola, del expediente se deduce el valor de su joven sobrina María Torres, que asumió la defensa de los intereses de la familia, ya presentando testigos ante el Santo Oficio, ya actuando como procuradora ante la Suprema.
El matrimonio de Alonso e Isabel hizo fortuna rápidamente. El vendedor ambulante de vinos gozaba a finales de siglo de la principal tienda de San Clemente. Sus casas de morada estaban en el barrio de Roma, en la calle llamada de Serna el viejo, junto a las del clérigo Cristóbal del Pozo y las del licenciado Melchor de Perona, aunque una de las entradas de las casas daba a la actual calle Nueva. Las casas no eran del matrimonio sino que las poseían en alquiler de su propietario Cristóbal García de Ávalos. Las casas de su propiedad las tenía cedidas a su sobrina María Torres y a su yerno Luis de Córdoba, morisco natural de Villanueva de la Jara. Las primeras debían ser más espaciosas, nada más pasar al portal se accedía a la tienda llamada de joyería. Tal concepto debemos entenderlo en un sentido amplio, pues las joyas propiamente dichas eran la parte menor de la tienda, dedicándose la venta a todo tipo de lienzos, telas y prendas de vestir. Alonso de Torres era un tendero, pero su fortuna comenzaba a emplearla en la compra de tierras. Poseía un haza trigal, camino del Hituelo, y un majuelo de seiscientas vides, camino de Sisante. Pero Alonso Torres no era agricultor, el haza trigal estaba en barbecho y no explotaba directamente la viña. Era su yerno quien administraba las tierras, llevadas en arrendamiento.
Cuando el veintitrés de octubre de 1601 Alonso Torres ingresa en la cárcel de San Clemente, apresado por el alguacil de la Inquisición Luis Conde, es un hombre de 51 años. El secuestro de bienes comienza por la misma ropa que lleva puesta. Su vestimenta es la de un hombre acomodado, capa y sayo, medias de aguja negras, zapatos negros buenos, jubón y cuello de holanda, camisa de lino, una pretina de cuero y un sombrero negro de toquilla. El inventario de los bienes de su tienda completa setenta folios; una exhaustiva descripción que incluye todo tipo de lienzos y vestimentas, en su mayoría de importación extranjera, calzados, bolsos, bisuterías, piezas de ferretería, botellas, cajas de madera, cuerdas, cueros, jabones, legumbres, especias, imágenes religiosas y rosarios, ropas de frailes, y un largo etcétera de cosas diversas. La tienda de Alonso de Torres se complementaba con la de su yerno Luis de Córdoba, que además de participar de la venta de los enseres de su suegro, comerciaba con granos. Además el morisco Alonso disponía de un macho valorado en trescientos reales y de dinero en efectivo por valor de unos 5000 reales. El negocio de Alonso de Torres carecía de complejidad y era de carácter familiar, a pesar de la diversidad de géneros, aunque Alonso y su mujer asistían en la tienda y Luis de Córdoba asumía el papel de agente comercial para las compras. La propiedad de las mercaderías era a partes iguales entre Alonso y su yerno, aunque una parte menor del negocio intervenía al tercio otro morisco llamado Diego de Benavides. No obstante desconocemos el ámbito de estas transacciones, que sin duda superaban el marco local; por una deuda, sabemos que había comprado veintiuna mantas en Toledo a poco más de veinte reales cada una. Sus clientes eran variados entre los vecinos de la villa, no faltando el mismo corregidor. Luis de Córdoba, pues su suegro era analfabeto, llevaba la contabilidad del negocio en un libro, donde se apuntaban las ventas y las deudas, que eran pocas. No se vendía de fiado y los pagos se tenían que hacer al contado o se admitía el empeño de ciertas cosas; así un sanclementino dejó en prenda al morisco un salero y seis cucharas de plata.
Alonso de Torres, acusado de herejía y apostasía, sería sentenciado por los inquisidores de Cuenca el quince de junio de 1603, admitido a reconciliación con hábito y cárcel perpetua y confiscación de todos sus bienes muebles y raíces para la cámara de su Majestad. En su confesión reconoció haber apostatado del cristianismo hacía treinta años, que era tanto como reconocer que nunca había practicado la religión católica. Es a partir de este momento cuando Isabel López inicia su contencioso para intentar recuperar la mitad de los bienes del matrimonio.
La sentencia de dos de noviembre de 1605 sería contraria al fisco real, obligándole a pagar a Isabel López la mitad de los bienes confiscados y la mitad de las costas procesales. Aunque el pleito se enquistaría durante cuatro años por negarse a devolver el fisco real la supuesta parte de Luis de Córdoba, al considerarle socio en los negocios de Alonso de Torres. Hoy nos resulta difícil imaginarnos el valor de las mujeres moriscas, pero la prisión de sus maridos les obligó a defender su hacienda y su familia. Isabel López no se resignó ante la condena de su marido, no lo haría María de Torres, cuando en una actitud vengativa de la Inquisición en 1603 su marido Luis de Córdoba fue encarcelado por hereje. La resistencia de estas dos mujeres es la resistencia del gueto morisco, que en 1605 sufrió una persecución inquisitorial con una inquina que la población morisca no había conocido anteriormente. Alonso de Torres había iniciado los procesos contra moriscos en San Clemente. La población musulmana existente en San Clemente antes de la llegada de los moriscos granadinos debía ser pequeña en número. Sólo conocemos ocho procesos antes de la llegada de los granadinos: el proceso contra Hernando de Sanclemente de 1517, coetáneo del de Luis Sánchez de Origüela, y siete procesos contra mujeres en los años 1562 y 1563. En la década de los setenta, los moriscos sanclementinos gozan de una tranquilidad que contrasta con las acusaciones del Santo Oficio contra los moriscos de Cañavate y Villanueva de la Jara que sufren una enconada persecución de la que el caso más destacado es el de Hernando de Chinchilla, que, sin duda, está provocado por el conflicto que mantiene con Martín Cabronero, vecino de Quintanar, por la explotación de unas tierras. Incluso hasta final de siglo los moriscos sanclementinos no son molestados, pero la causa abierta contra Alonso de Torres en 1580 ya anuncia la tormenta de comienzos de siglo, otros dos moriscos del pueblo son encausados, al igual que Isabel de Herreros en 1582. Los noventa solo se ven marcados por los procesos de 1593, entre los que destaca el de Alonso Molina.
Pero el año 1600, los procesos inquisitoriales se reavivan, al calor de la profunda crisis de comienzos de siglo, esta vez contra los condenados en 1580: dos hombres, Alonso de Torres y Diego Benavides, socios en los negocios, vuelven a ser encausados. Son los líderes de la comunidad morisca. La población morisca de San Clemente se defiende, apoyada como hemos visto, por vecinos no moriscos de la villa. Entre los defensores, un converso como Francisco Carrera, que ve encausado a su hijo Jerónimo de Herriega; aunque los dardos apuntan al doctor Tébar. Otros defensores como el licenciado Perona les motiva un interés económico; los Perona son ganaderos, los moriscos pastores. Moriscos y conversos son víctimas de las acusaciones, pero los conversos son demasiado poderosos y su sangre está diluida entre las principales familias del pueblo. A pesar de las acusaciones, serán los grandes beneficiarios de la crisis. Es en la primera década del siglo cuando los hermanos Tébar, Diego, recién llegado de América, y el cura Cristóbal, mancomunadamente comienzan a adquirir tierras. No tardarán en acusar a los moriscos, buscando un enemigo en quien focalizar las iras. El doctor Tébar denunciará su fe fingida; en el proceso de Luis Cordoba de 1603 se decía sin ambages que estaba mal empleado cuanto se hacía por estos perros moros . No faltaba razón en las acusaciones, esas setenta y tres familias moriscas de San Clemente nunca han estado integradas, ni tampoco se les ha permitido su asimilación. La llegada de los moriscos granadinos vino a reforzar la pequeña comunidad ya existente. Ya nos hemos referido de los procesos de 1563. Entoncés, en torno a María Sanz Horra, se reunían las mujeres para rememorar tierras y tiempos de moros. En 1593, el morisco Alonso de Molina es acusado por su propia esposa, cristiana. No sólo su fe, sus costumbres también son diferentes. Isabel de Herreros afirmará en 1582 ante el Santo Oficio que no solo se lavan con motivo de su casamiento o su muerte, sino que también lo hacen varias veces durante todo el año. En 1605, una vecina delata que los hijos de la morisca Isabel González comen tocino en su casa a escondidas de su madre.
A partir de 1600 la suerte de la comunidad morisca de San Clemente está decidida. La detención de Torres y Benavides es el golpe que pone al grupo ante un sino adverso. En 1603, el detenido es Luis de Córdoba; es un morisco orgulloso de su fe, y a diferencia de su suegro, muy culto; ha ordenado a un compañero morisco que copiase en lengua árabe un ejemplar del Corán. En su biblioteca tiene un libro prohibido para la población morisca: Sermones del anticorán. Es un libro antiislámico, pero que detalla con total precisión, aunque sea para negarlos, los principios de la fe islámica. El proceso de Luis de Córdoba es el principio de la debacle. La sentencia favorable que obtiene Isabel López en noviembre de 1605 sobre los bienes de su marido es un espejismo. Los años 1603 a 1605 marcarán el fin de la comunidad morisca. Los procesos inquisitoriales se suceden en cadena, ahora es cuando se concentran la mayoría de los treinta procesos inquisitoriales contra los moriscos de la villa existentes en el Archivo Diocesano de Cuenca: Luis Herrera, Melchor Barrio, Isabel Vizma, Isabel Molina, Isabel González, María Torres, Jerónimo Muñoz, Marco Martínez, Luis Aguilar, Leonor González y Luis de Córdoba, de nuevo reincidente en 1608.
Mientras Isabel López sigue su cruzada particular en defensa de sus intereses ante la Suprema. Será capaz de mantener vivo el proceso hasta el año 1609; entretanto, cuatro años antes, su marido ha muerto. Sus esfuerzos son baldíos, el 10 de julio de 1610 se hace pública la expulsión de los moriscos de las dos Castillas.
Archivo Histórico Nacional, INQUISICIÓN, 4534, Exp. 11. Pleito fiscal de Isabel López, 1603-1609
GARCÍA ARENAL, Mercedes; Inquisición y moriscos. Los procesos del Tribunal de Cuenca. Siglo XXI editores. Madrid 1978
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