Hoy es 30 de julio de 2018, el vetusto convento de los frailes nos sigue presentando ese aspecto destartalado que amenaza ruina, pero quién sabe si en su abandono ha despertado las conciencias o simplemente se ha convertido en testigo del pasado que ha recordado a los sanclementinos su historia. Hoy nace la esperanza de su recuperación. Por supuesto habrá disputas y corrillos en la plaza y calles del pueblo sobre qué hacer con el viejo edificio. Más allá de las opiniones encontradas el convento de Nuestra Señora de Gracia habrá ganado una batalla más, que no será la última. En los próximos dos años recuperará su esplendor de antaño.
Cuando los restauradores recuperen cada uno de sus muros, cuando se enfrenten a su claustro oculto por los vanos tapiados, no deben olvidar una cosa. El convento de Nuestra Señora de Gracia es un convento del pueblo. El pueblo lo levantó con sus limosnas. La iglesia de Santiago era la iglesia principal, pero desde hace quinientos años la misa mayor dominical se celebraba en la iglesia de los franciscanos. La plaza mayor era el lugar de confrontaciones públicas y cierre de negocios, pero nuestro convento, y su olvidado claustro, era el escondido sitio de los encuentros deseados y de las confidencias ocultas. La iglesia de Santiago era el lugar de las homilías y las deslumbrantes octavas del corpus, pero el convento de los frailes era tribuna del sermón heterodoxo y del verbo libre. La iglesia de Santiago era el lugar de enterramiento de las grandes familias que querían subyugar al pueblo. El convento de los frailes era sitio de descanso eterno de quiénes en el pueblo dudaban de todo o habían llegado a él sin nada. Alonso Castillo, el hombre del marqués de Villena en la villa, tuvo que claudicar ante unos sanclementinos que no aceptaban más señores. Pretendía todo el convento y tuvo que quedarse con un ochavo. Martín Ruiz de Villamediana vino de Tierra de Campos como mercader, en San Clemente se forjó su riqueza, su fama y su hidalguía, pero en su hora final solo buscó el regazo de paz de una capilla del convento de los frailes por sepultura. Sabía que su memoria sería olvidada, por eso, creó un convento de clarisas. Dentro de poco, cuando se descubra la belleza cegada y callada de los arcos del convento de los frailes, empezaremos a desear ver el inaccesible claustro de las clarisas. Entonces comprenderemos el verdadero espíritu sanclementino: los edificios, incluso los religiosos se hacían a la medida del hombre. Aquí, llegó Vandelvira dispuesto a hacer una cúpula en la iglesia de Santiago que deslumbrará a todos, incluso a Dios. Dicen que desdeñó de su idea, porque Rodrigo Pacheco vio desaparecer su capilla de San Antonio. Pero no es verdad, los sanclementinos no querían que nada apagara el espacio abierto de su plaza.
Porque los sanclementinos son amantes, a pesar de lo que se diga, de los espacios abiertos. Y si un espacio era símbolo de esa apertura, ese era el convento de los frailes. Cuando en 1517 Luis Sánchez de Origüela fue quemado por sus ideas luteranas, pues qué era su pensamiento sino avanzado protestantismo de quien creía que el hombre en su soledad solo necesita de su fe para hablar con Dios y cuando maldecía esas imágenes en las que veía ídolos. Él, que, al igual que el resto de los sanclementinos, solo se amaba a sí mismo. Para qué necesitaban los sanclementinos la iglesia de Santiago si con sus manos ya estaban levantando otra. Se lo hicieron pagar y su infame memoria se conservó en el sambenito que colgaba entrando por la puerta de Santiago. Los Origüela dieron la espalda a su iglesia y a su cementerio aledaño y se fueron al convento de Nuestra Señora de Gracia. En él, levantaron su capilla de enterramiento. Les siguieron otros como los Ortega y los ya consabidos Villamedianas. Todos creían en lo mismo: el futuro se lo labra cada uno y la memoria que ha de llegar a nuestra muerte no se labra en mármol, sino en el recuerdo que dejamos en nuestros vecinos. Quizás, es un deseo más que una certeza, fuera Pedro de Oma quien labrara las piedras de la maravillosa iglesia del convento. Tal vez supiera hacer algo más que molinos y torres en la vecina Villanueva de la Jara. Dicen que iglesias fabricaba en Jumilla. Desde luego la iglesia responde al espíritu de la villa de San Clemente de comienzos del quinientos. Pedro de Oma era un analfabeto y un extranjero, que hablaba mala lengua vizcaína. Como la mayoría de los hombres que llegaron a esta tierra de oportunidades y como los primeros frailes foráneos solo llegó con sus manos. Y con ellas, y las de sus paisanos que le acogieron, debió levantar este cantero vasco media villa. Eran los primeros años del siglo XVI. San Clemente era un lugar de encuentro y sus habitantes eran capaces de todo, como recordarán sus nietos cuando Felipe II les vino a preguntar en unas mal llamadas Relaciones Topográficas.
Se intentó hacer de los frailes unos comparsas, pues ellos daban el crédito y la buena fama en el siglo XVI. Pero los sanclementinos sabían que ni filas de franciscanos detrás de los ataúdes ni kilos de cera fundidos ganaban el Paraíso. Por eso hacia 1650, un vecino desafió a todo el pueblo: cambió su deseo de ser enterrado en el convento de los frailes por una simple fosa cavada en la puerta sur de la iglesia de Santiago. Envuelto en una estera, debía ser pisoteado por todo el mundo, para a todos recordarles que era un hombre, a pesar de la arrogancia con que se presentaba en vida.
De gestos estaba llena la vida de San Clemente, y de esos gestos se valió fray Julián de Arenas, el prior del convento de Nuestra Señora de Gracia, cuando con valentía expuso sus ideas heterodoxas. Fue repudiado y condenado, pero nos enseñó una verdad: el valor del silencio, a imitación de Cristo; es preciso guardar silencio para que la verdad se abra camino. Su silencio era el de la resignación de todo un pueblo, pero también el símbolo del escepticismo del que nace el libre pensamiento. Es ese silencio, guardado durante siglos, el que hace del convento de Nuestra Señora de Gracia el símbolo de todo un pueblo y de cada uno de los vecinos de la vieja villa de San Clemente.
Llegó la desamortización y el convento pareció condenado a desaparecer y a la ruina como tantos otros, pero un solo hombre, uno solo, fue capaz de mantenerlo. Se llamaba el padre Tomasito. Era cura y supo preservar la encarnación del alma del pueblo. Por eso se le quería tanto y por esa misma razón, por negar su vida en bien de todos, de él nos hemos olvidado todos. El padre Tomasito se fue, llegaron carmelitas. Por fin lograban lo que no habían conseguido durante doscientos años: echar a los franciscanos. El tiempo los echaría a ellos también. Y sin embargo, solitaria y abandonada la vieja iglesia se nos muestra dispuesta a aceptar a todos. De nuevo, se convierte en símbolo como punto de encuentro de todos. ¿Qué si no fue la histórica villa de San Clemente a comienzos de mil quinientos?
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