El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

domingo, 22 de julio de 2018

El marco de hierro de Alarcón



Iglesia de Santa María. Alarcón



Las diferencias entre la villa de Barchín del Hoyo y la de Alarcón se acabaron dirimiendo en la Chancillería de Granada. El conflicto había surgido el seis de diciembre de 1515, cuando el caballero de sierra de la villa de Alarcón Diego de Castro prendió al barchinero Benito de la Osa por cortar un pie de carrasca
andando (Diego de Castro) en los términos de la dicha villa guardando los avía tomado al dicho Benito de la Osa vezino de la dicha villa de Barchín que avía cortado una cabeça de un pie de marco cabe la dehesa de Valverdejo camino de Navodres e que podía aver que le avía tomado quinze días poco más o menos e que por lo susodicho el dicho Benito de la Osa avía caydo e yncurrido en pena de seisçientos mrs. conforme a la ley del fuero de la villa de Alarcón
La transgresión de Benito de la Osa daría lugar a uno de los conflictos más enconados de la época. Su triunfo judicial es el símbolo del triunfo de toda una generación de labradores que rompió la tierra y creó un nuevo paisaje agrario inundado de campos, donde antes había monte, carrascales y atochares.  La ley transgredida  era norma común en el suelo de la Tierra de Alarcón. Se apelaba al antiguo fuero, pero el fuero de Alarcón poco tenía que decir de un paisaje donde el cultivo era la excepción. Por eso se centraba más en el coger los frutos de las carrascas y robles que en el talar los árboles. La ley referida era posterior, se recogía en las hoy desaparecidas ordenanzas de Alarcón, y prohibía expresamente la tala de leña de carrasca que acabara con la cabeza del árbol o tronco y que tuviera un grosor correspondiente a la medida de un pie de un marco de hierro, cuyo patrón se conservaba en la villa de Alarcón, pero de las que las aldeas guardaban una réplica. La circunferencia de ese marco de hierro equivalía, a decir de los coetáneos, en el grosor de la pierna de un hombre o de un brazo. Que en aquellos tiempos el brazo de los hombres, hecho al trabajo, no desmerecía sus piernas.

Contemporáneamente al pleito de Benito de la Osa, un hombre se empeña en describir, como tantas otras de España, las tierras de la Mancha conquense. Es Hernando de Colón, el hijo del Almirante, que nos dejará en su Cosmografía una radiografía del paisaje de la época (1). En la exageración de sus cifras poblacionales refleja el enorme impulso de la zona en este comienzo de siglo. En la descripción del paisaje, los campos labrados y las viñas van desplazando los carrascales. En bella expresión del hijo del Almirante, los campos del sur de Cuenca, eran las tierras dobladas. Es decir, junto a las campiñas y viñas se intercalaban las tierras escabrosas que ahora estaban siendo conquistadas por el hombre para la agricultura.

Ya lo hemos dicho en otro sitio. El aprovechamiento comunal de los montes empezaba a ser cosa del pasado. La complementariedad de la piña, la bellota o la grana en las economías familiares era cada vez menor. El monte se hacía innecesario. El proceso debió ser similar a ese otro que en la Francia rural nos describe Marc Bloch como défrichement (2). Pero si allí, en Francia, fue un proceso continuo con sus impulsos y parones, aquí en la Mancha conquense fue un movimiento brusco, violento. Entiéndase la violencia como determinación de unos hombres por doblegar la naturaleza agreste. Los ganados se hicieron paso por los enmarañados montes. Los corredores abiertos por las ovejas dieron paso a los claros abiertos en los montes. El cereal y la viña lo empezó a inundar todo. Se conquistó el espacio próximo a los núcleos poblacionales y desde ellos, pero también los hombres se aventuraron a levantar sus casas en medio del espacio arbóreo, para a continuación esquilmarlo.

El caso de San Clemente es paradigmático. La baja nobleza fiel a los Pacheco habían constituido sus grandes dominios en Perona y Villar de Cantos. Eran tierras de cereal. Pero la revolución agraria vino del sur, donde los suelos pedregosos fueron ganados para la viña. El desarrollo de este cultivo fue espectacular en toda la comarca. Diego del Castillo ya a fines del cuatrocientos, cuando acude a Tarazona para castigar a sus vecinos, depredadores de la grana de sus montes, se queda en las afueras del pueblo, desde un  pequeño cerro ve los majuelos que se levantan ya a su alrededor. Son solo los inicios. La vid competirá con el trigo por ganar la tierra. Los labradores con los nobles. El trigo va a parar a los molinos de los Castillo y los Pacheco, el vino a los lagares domésticos de los vecinos.

El mundo de la Mancha conquense parece no reconocerse a sí mismo. Durante el siglo XV, la nueva nobleza, asociada al encumbramiento de los Trastamara, irrumpe en la zona, luego vendrán los Pacheco y su legión de criados. La guerra del Marquesado es una guerra dinástica, pero asimismo una guerra social. Del viejo mundo de las pequeñas villas de labradores que aceptan mal el yugo de los Pacheco y sus aliados. Pero la revolución viene después. Las sociedades rurales tardan una generación en librarse de las cargas y de las deudas de la guerra. Su mundo vital y su espacio agrario es el de dos generaciones anteriores. Desde final del siglo hay intentos por romper los viejos espacios heredados, pero las villas son autocomplacientes: una escasa vecindad, se divide entre unas pocas familias de ricos y aquellos otros que caen en sus redes de dependencia. Todo parece predispuesto para la existencia cíclica de unas sociedades tradicionales.

Sin embargo, todo está a punto de cambiar. Los hombres siguen recorriendo las viejas tierras del suelo de Alarcón como antes, pero las villas eximidas han cerrado sus términos, redondos dirán en la terminología de la época. Los conflictos ya no son únicamente con la vieja nobleza, sino que se circunscriben al interior de unas villas. Amigos y enemigos de antaño en la guerra del Marquesado cambian sus alianzas y luchan por el control de los nuevos poderes locales nacidos en las villas eximidas tras las guerras. Los hidalgos que han participado en innumerables guerras internas y contra el moro, deben colgar sus armas tras la rendición de Granada. Los libros del Sueldo de Simancas, mal que se mantienen con estos caballeros que aun quieren vivir de sus acostamientos. Los viejos hidalgos se convierten en una masa parasitaria sin oficio ni beneficio. Algunos como los Haro tienen las tierras, otorgadas como merced por las viejas fidelidades, pero otros como Juan de Ortega solo les queda el orgullo, que debe ceder ante la necesidad del hambre y emplearse a jornal. De montar a caballo con sus armas ha pasado a la ignominia de andar detrás de una bestia cargada de leña.

Es el año 1504, muere la Reina Isabel. Su muerte viene acompañada, y seguida, de una terrible época de carestía y de peste. Sabemos de pueblos como la aldea de Torrubia que se despueblan, tal era su caso, que de cuarenta vecinos veía reducida su población a solamente tres. La catástrofe era general en el Reino. La tasa de granos intento paliar el hambre, pero los especuladores podían más. Unos eran simples canallas, como Juan del Campo o Lázaro Gabaldón, que con sus carros iban hasta Caracuel en el campo de Calatrava a comprar un trigo que luego revendían a doble del precio de la tasa. Otros eran malhechores feudales, como Alonso del Castillo, que con un préstamo de seiscientas fanegas de trigo a la villa de San Clemente intentaban comprar su libertad, obligando a la villa a reconocer el viejo monopolio señorial del molino. Pero sería una equivocación pensar que estamos volviendo a las viejas exacciones señoriales del medievo. Ahora, en una sociedad desvertebrada por la crisis se impone la ganancia amoral del interés particular. La situación nace de la necesidad: hidalgos arruinados, canteros vascos ya llegados desde fines del siglo anterior y sin oficio, mercaderes venidos del norte y que no tienen a quién vender, jornaleros al servicio de la nobleza regional y sin trabajo y, más que nada, familias rotas por la muerte de algunos de sus miembros, que, en algunos casos expulsaban a los hijos fuera de casa, y en otros, dejaban viudas jóvenes, solitarias sí, pero con hacienda y punto de mira de casamientos provechosos.

Todo está descompuesto y todo por recomponer. Los hombres deambulan por toda la comarca y cambian su residencia de pueblo en pueblo. Otros llegados de las tierras más lejanas se asientan en las villas porque no saben donde ir ya. Estaríamos tentados de acudir a viejas explicaciones marxistas del conflicto de clase para explicar la situación, pero los hombres parecen no adscribirse a grupo alguno, ni siquiera parecen tener sentimiento de pertenencia a grupo. Esta vez, nos parece más sugerente la explicación toynbeana de estas sociedades. De la necesidad, nacen los retos y de los retos, las respuestas. Los hombres quedan solos ante la naturaleza, sin protección. Ni siquiera esos frailes franciscanos que llegan a San Clemente saben lo que hacer, pues por no tener no tienen ni edificio en el que cobijarse. Pero estos franciscanos son un acicate y un referente. Llegan pobres, pero con la limpieza de su conducta y sus mentes, debiendo construir su futuro en una villa ajena que desconocen. Son un revulsivo para unos vecinos, que habían visto a la villa de San Clemente desangrase en reyertas internas, cual si el pueblo fuera simple patio de Monipodio. En torno, a los franciscanos surge una nueva forma de ver las cosas: levantar nuevas realidades con el trabajo y nuevas solidaridades entre los hombres con proyectos comunes. La iglesia de Santiago Apóstol, su pórtico y plaza ajena, se abandona. Las reuniones del ayuntamiento en este pórtico acababan mal. Los vecinos veían con recelo la vieja casa aneja de Clemén Pérez de Rus, que parecía confundirse con la capilla de los señores de Minaya en la iglesia de Santiago y que poco aportaban en estos tiempos si no eran rivalidades internas para recomponer el patrimonio familiar. Las reuniones en la plaza actual del pósito desembocaban en trifulcas tumultuarias. El centro de la vida se desplaza y los proyectos cambian. Del viejo cantero cántabro Juan Díaz de Barcenillas, vecino de Hoz, que viene a reformar la iglesia de Santiago, no sabemos ya nada. Nuevos espacios de encuentro se levantan. Fundamentalmente dos: las casas consistoriales en su ubicación actual y el convento de Nuestra Señora de Gracia, en un principio, regalo de Alonso del Castillo, pero del que los sanclementinos hacen un proyecto propio. No solamente en San Clemente; en Villanueva de la Jara, Pedro de Oma levanta una tosca torre en la plaza del pueblo, cuya única finalidad es hacer visible en su altura el orgullo de una comunidad de vecinos que se reivindica a sí misma. Todos contribuyen, se dice que con limosnas, pero son pechos concejiles acordados por todos en forma de repartimientos solidarios. Por esa razón, se mira con desprecio a aquellos como Martín Ruiz de Villamediana que se amparan en su hidalguía para no contribuir. Él, que justamente es visto por sus vecinos como un fenicio que hace de su oficio de mercader la razón de su distinción social.

Pero los proyectos comunes son solo eso, proyectos. Entelequias en la cabeza que no dan para comer. El vivir diario de los hombres es vida sufrida y arrastrada. Necesitan el trigo de Alonso del Castillo y de los Montoya o los Ortega para comer. Pero estos hombres comen de forma desarreglada. Si no hay pan se come harina de bellota. En el hato que se prepara por la mañana, cuando falta el pan se sustituye por la ingesta de vino y si hay suerte carne de oveja. Es en el vino y en el ganado, donde los hombres ven el horizonte de su futuro. Como pastores atraviesan las comarcas, rompiendo el monte (aquí, simple tierra doblada) enmarañado; como vinateros, plantan viñas en las tierras próximas a los pueblos. Después, a reja y yunta y pala de azadón, tal como nos decía el viejo fuero de Alarcón y con un espíritu que parece recordar los primeros tiempos de la repoblación, se lanzan a roturar el espacio más alejado de los pueblos, limítrofe a las viñas plantadas y a los claros abiertos por el ganado. Los pueblos, que son poco más que la llamada calle pública, si es que no tienen su origen en alquería aislada, se llenan de casas. Las canteras de Vara de Rey prestan la piedra para la construcción, aunque es más común que los vecinos utilicen las viejas torres defensivas desmochadas por orden de los Reyes Católicos. Aunque sería soñar si viéramos en los hogares familiares los posteriores casas palacio de estable estructura pétrea. Muestra de que la piedra es algo caro y ajeno es que los canteros vascos todavía construyen con la piedra y canto irregular las iglesias y que Hernando Colón, ya en 1517 (más bien alguno de los criados que envió por estas tierras), aún ve en pie el viejo castillo de Vara de Rey. Se construye, sí, pero con barro y paja. Casas de adobe, de muy poca resistencia. Es ahora cuando se levantan los arrabales: amalgama de casas familiares de los recién llegados a los pueblos. Aún falta un poco para que los serranos conquenses lleguen con su carretas de pinos para las techumbres de las casas de piedra.

Nace una nueva sociedad de frontera, enfrentada a una naturaleza virgen y agreste, pero donde los hombres ya no buscan el equilibrio y armonía con ella. Parece una sociedad sin leyes, pero la memoria de los hombres perviven las viejas normas. Sin embargo, los contextos han cambiado radicalmente. Los hidalgos y sus caballos se ponen al servicio del alcaide de Alarcón como caballeros de sierra para defender los montes del viejo suelo común de la rapiña. Aunque esta vez, la vieja tierra ya no es común, pues desde 1480, el espacio, tomando como ejemplo los amojonamientos municipales del licenciado Molina, se ha acotado y cerrado. Nacen las redondas, espacio definido a compás por las villas, del que quieren beneficiarse exclusivamente. En un principio, es el viejo espacio comunal, del que en turbias operaciones de arrendamiento concejiles se intentan aprovechar los ricos para pastos de sus ganados, pero puede más el hambre de tierras de los vecinos que se lanzan a la roturación salvaje, arrancando de raíz las plantas. Es poco lo que pueden hacer los caballeros de sierra de Alarcón (y los de las propias villas). Persiguen a lo que hurtan la grana en los montes comunes, pero cuando llegan a Tarazona, como en 1498,  tras los ladrones son expulsados a pedradas de sus calles. El límite definido en 1480 entre Alarcón y Villanueva de la Jara pasa por la mitad del pueblo e incluso atraviesa una de las casas. El impulso repoblador del pueblo, todavía en ciernes, ha roto los mojones. Labradores de a pie se enfrentan a los criados a caballo del alcaide Diego del Castillo. Cuentan con la ayuda de treinta quintanareños y las armas provistas en carros por los jareños. Estos son capaces de levantar un pequeños ejército de ochenta peones armados con lanzas para defender en la ribera del Júcar la molienda de su trigo frente a los de Alarcón.

Aunque los enfrentamientos cotidianos entre los caballeros de sierra de Alarcón y los lugareños no suelen ir revestidos de la épica. Se mueven más en la picaresca del día a día. El agricultor va ganando terreno al monte con el silencio y abnegación de su trabajo. Es el caso, de Motilla del Palancar, donde en torno a sus caminos radiales se van configurando las propiedades. A los viejos campos, cercanos al pueblo, se unen esos otros que los labradores suman, no ya de forma continua e ininterrumpida, sino con  la apertura de nuevos espacios disputados. Así se configura una propiedad donde la posesión de tierra es acumulación dispersa de pagos de diversos dueños por todo el término municipal del pueblo. El término motillano pronto adquiere continuidad con el de su vecina aldea de Gabaldón, arruinada en la guerra del Marquesado, aunque no tanto como nos hacen creer unos lugareños reacios a tomar vecindad para defraudar al fisco. Villanueva de la Jara se olvida de sus viejos conflictos con El Peral, la concordia en el uso común de las tierras es comprensión de que el futuro está en la labranza de las tierras del sur. Las casas de Tarazona, Madrigueras, Quintanar y Gil García ofrecen amplios espacios abiertos, cuya roturación no se para en las dehesas que la villa de Alarcón posee todavía con jurisdicción propia. San Clemente, inmerso en la vorágine de las viñas del sur del término, ha dado la espalda a su hogar de nacimiento. Rus, Perona o Villar de Cantos se abandonan a favor de los ricos terratenientes cerealistas, que aquí, llámense Pacheco, Castillo u Ortega, van también de señores. Intentos señoriales, más bien de terratenientes, que se intentan hacer extensivos a las viejas propiedades que se poseen en Cañavate y sus aldeas. Algo así intentan los Montoya en Pozoamargo, pero Sisante se abre como tierra de oportunidades para todos. Se mantiene la ficción del uso comunal del pinar del Azaraque (al igual que el de la Losa, perteneciente a Villanueva de la Jara), pero la tala indiscriminada de pinos anuncia su destrucción. Incluso en el interior del pinar nacen unas primeras casas de labor, las de Benítez, por aquellos a quienes se había encomendado su guarda.

Sería injusto hablar de conflicto descarnado. Sencillamente las repúblicas pecheras del llano imponen su voluntad, y su economía, a la hidalga Alarcón, levantada sobre los riscos del meandro del río Júcar. Ahora bien, hay una población pequeña y orgullosa, que apenas si tiene llano. Es Barchín y vive de los montes que rodean el pequeño espacio agrario que circunda la villa. Despojado de Gabaldón por los motillanos, tiene puestas sus expectativas de tierras en Valverdejo y Navodres. Ni siquiera es una sociedad homogénea pues los intereses ganaderos pueden más que los de los labradores. Un hombre solo, un ganadero llamado Benito de la Osa desafía el poder que sobre los montes aún se arroga la villa de Alarcón. Lleva su caso anodino, la corta de un pie de carrasca, hasta la Chancillería de Granada. En un principio somete su caso, en busca de la equidad de las viejas tradiciones de la Tierra común, ante la justicia ordinaria de Alarcón. Luego, comprendiendo que ésta se confunde con los intereses propios del marqués de Villena, eleva sus quejas ante el alto tribunal granadino.

El corte de un pie de carrasca, era un hecho anodino, y el patrón de un marco de hierro, que marcaba los límites de lo que se debía respetar, un símbolo. Los seiscientos maravedíes de multa, que se impusieron a Benito de la Osa por arrancar la carrasca, eran un agravio intolerable, que recordaban a los vecinos de Barchín las viejas exacciones señoriales. Y sin embargo, la pena estaba pensada para guardar los viejos montes de la Tierra común. Ahora bien, las mentalidades habían cambiado radicalmente. Ya no se trataba de preservar la tierra y vivir en equilibrio con ella, ahora se la conquistaba. El árbol ni era respetado ni tenía su lugar en los horizontes despejados que se abrían. Además las leyes, aún siendo las mismas no eran entendidas igual por todos. Los vecinos de Barchín, y entre ellos, descaradamente Benito de la Osa, menospreciaban la vieja ley fundada en el fuero de Alarcón. Para Benito de la Osa era indiferente que hubiera cortado rama o cabeza de carrasca, pues él y sus convecinos respondían a sus actuaciones no ante las ordenanzas de la villa madre de Alarcón, sino ante las nuevas condiciones planteadas por la sentencia arbitral de 1503 entre Alarcón y Barchín, dada por dos jueces componedores: Hernando Alonso de Pinar y Álvaro de la Torre. Ya no era necesario respetar el pie de la planta que garantizara si crecimiento futuro. Del gajo o rama se pasaba al desarraigo del árbol y a su extirpación del paisaje:
que los veçinos de la villa de Barchín solamtente heran obligados a guardar las carrascas cabdales y que aún dellas podían cortar rrama y gajo conforme al marco que avían señalado los dichos juezes árbitros y que de las otras carrascas que no llegauan al marco señalado por los dichos juezes árbitros las podían cortar como quisiesen e por bien touiesen

Del marco de hierro había un patrón en Alarcón y una copia idéntica en Barchín. Del grosor del muslo de un hombre, decían los que lo habían visto. Esa era la única ley existente y su plasmación ya no estaba en pergaminos sino en un anillo de hierro, cuyos límites y usos debían respetar todos según fijaba la sentencia arbitral. Benito de la Osa era persona altanera. Ante la justicia ordinaria de Alarcón declaró desafiante la derogación del viejo fuero de Alarcón
porque negava aver ley de fuero en la dicha villa de Alarcón que dispusiese lo que la parte contraria dezía ... e que si tal ley avía lo que negaua estaría derogada por contrario huso e por la dicha sentençia arbitraria
Así pues, frente a la ley de Alarcón, fundada en provechosas ordenanzas más que en su fuero, se alzaba la fuerza del uso contrario y los arreglos arbitrarios entre partes que reconocían la posición de fuerza de cada una de ellas. La sentencia arbitraria había sido ratificada en 1511, el once de agosto, por barchineros y alarconeros en el cabezo del Cadozo Viejo, en los límites entre Barchín y Buenache, que está en un villar viejo. Allí, junto a los mojones, se había fijado qué se podía cortar y qué no
otrosy mandamos que en quanto a la corta de las carrascas sean obligados de guardar y guarden en el término que quedare para la villa de Alarcón las carrascas cabdales con que dellas puedan cotar gajo e rrama con que dexen pie e cabeço e ansimismo sea entendido que en carrasca cabdal a de ser que por el marco que nosotros los juezes fuere señalado el qual dicho marco se lleve uno a la villa de Alarcón y otro como aquel quede en la villa de Barchín el qual dicho marco sea guardado e dende arriba sea guardado en la manera que dicha es so las penas que el fuero de Alarcón dispone y del marco abaxo que pueda gozar e cortar como quisiere en el término que quedare para la dicha villa de Alarcón y en el término que quedare para la villa de Barchín que puedan cortar las dichas carrascas como quisieren e como por el conçejo de la villa de Barchín fuere hordenado

En suma, libertad absoluta de los vecinos de Barchín para cortar sus montes y limitación para arrancar de raíz las carrascas inferiores al marco de hierro en el suelo común de Alarcón. La sentencia arbitral era un reconocimiento más que un llamamiento a lo que se estaba haciendo en todas las tierras del suelo de Alarcón. Contradictoriamente, Barchín , con un terreno más accidentado y más proclive al uso ganadero sería la única villa que preservaría sus masas forestales. El rompimiento de tierras apenas si alcanzó a su aldea Valverdejo, cuyos montes seguían siendo del uso comunal de la Tierra de Alarcón y por cuya causa se inició el contencioso, y en menor medida, escasamente, Navodres. Muestra de la impotencia de Barchín por roturar sus escabrosos montes es que el pleito se eternizó hasta sentencia definitiva de siete de diciembre de 1532, confirmada en grado de revista veinte días después.

Para entonces, el marco de hierro era ya innecesario. Las villas del llano, superpobladas y con su campos completamente roturados, se afanaban en rescatar las viejas ordenanzas de Alarcón. Habían arrasado las dehesas de carrascas e iban camino de hacerlo con los pocos pinares que quedaban en  Azaraque y la Losa. Un deseo proteccionista del pinar se extendió por toda la comarca en los años siguientes. Alarcón protegió sus pinares una legua a la redonda, San Clemente plantó los pinares nuevo y viejo, los motillanos llamaban a la repoblación forestal. Las nuevas ordenanzas de las villas rescataron el viejo espíritu de las viejas ordenanzas de Alarcón, condenando la corta de pino doncel en seiscientos maravedíes. Pero la masa forestal originaria de carrascas había desaparecido, sustituida por los campos de grano y viñas. Los tierras dobladas habían sido sojuzgadas con la azada. Por esas contradicciones de la historia y por las taras que la propia naturaleza impone solo Barchín del Hoyo, había sido capaz preservar sus montes. El único limite a su preservación era el que imponían sus ganaderos.

(1) COLON, Hernando: Descripción y cosmografía de España. Padilla libros. Sevilla 1988. Ed, facsímil. pp, 145 y ss.
(2) BLOCH, Marc. Les caractères originaux de l'histoire rurale française. Paris. Armand Colin. 1968. pp. 1-20

ARCHIVO DE LA CHANCILLERÍA DE GRANADA (AChGr). 01RACH/ CAJA 1623, PIEZA 15. Pleito entre Barchín del Hoyo y Alarcón por la corta de leña en los montes comunales. 1532

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