La llegada de Juan Gudiel a la villa de San Clemente fue anunciada por los pregoneros. En la plaza mayor de la villa, en la calle de Nuestra Señora de Septiembre, junto a la plaza de la cárcel, y en el extremo de la calle de San Francisco, junto a las casas del corregidor Juan de Benavides y Mendoza. Al lado del convento, enfrente, tenía la casa el corregidor, quizás donde hoy se levanta casa de nueva planta con preciosa ventana de celosía, usurpada a antiguo palacio y, tal vez residencia de los Castillo. Era un veinte de junio de 1592. El licenciado Juan Gudiel, venía a tomar residencia a los corregidores Melchor Pérez de Torres, fallecido en el cargo, y a su hijo Antonio Pérez de Torres.
Su llegada fue anunciada a voz de pregonero, en altas e inteligibles voces, en cada una de las diecisiete villas que conformaban el corregimiento de San Clemente. En Villarrobledo, en la plaza de la iglesia de Madre de Dios y en la plazuela, junto a la iglesia de San Sebastián. En las Mesas, en la plaza mayor, en la placeta de las Herrerías y en la plaza del Parador. En El Pedernoso, en la plaza pública, en la plazuela del horno del concejo y junto a la casa de don Diego Pacheco. En Las Pedroñeras y La Alberca no se hizo pregón alguno. En Santa María del Campo Rus se hizo un pregón en la plaza pública, al igual que en El Cañavate, pero aquí se pregonó dos veces. Tres pregones se dieron en Vara de Rey, en la plaza, en la placeta de Andújar y junto a las casas de Gaspar de Figueroa. Mientras en Tarazona, el pregonero partió de la plaza mayor para dar voces por todo el pueblo. En Quintanar del Marquesado, los pregones se daban en la plaza y en una pequeña plazuela, al pie de la ermita de la Concepción. En Villanueva de la Jara, los pregones comenzaban por la plaza mayor, para repetirse en las llamadas cuatro calles y en la plaza de Santa Clara. En Iniesta, en su plaza mayor. En Minglanilla, en la plaza pública y delante de las casas del salero de la cueva. En El Peral, Motilla y Barchín, en sus plazas públicas.
Juan Gudiel juzgaba la actuación de unos corregidores que habían hecho pocos amigos en un momento que se recogían informaciones para el establecimiento del que sería más impopular de todos los impuestos: el servicio de millones. Al desnudo quedaba también una sociedad corrupta, donde las enemistades y rencillas eran el pan de cada día. Sobre todo, allí donde residía el poder: en la villa de San Clemente. Hacía seis años que la gobernación de los reducido del Marquesado de Villena había desaparecido. Los últimos años de la gobernación habían sido turbulentos, con rebeliones violentas en Santa María del Campo Rus. Unos años antes, el administrador de rentas reales, Rodrigo Méndez, había trasladado un panorama desolador de las dos ciudades y veintiséis villas que conformaban la gobernación: los fraudes a las rentas reales eran continuos y lo poco que se recaudaba iba directamente a pagar a los Fúcares; las villas eran coto privado de unas minorías de ricos que monopolizaban el poder municipal, esquilmando los propios y las rentas concejiles. Para poner orden, la Corona, después del mandato del primer corregidor, Francisco de Castill, mandó a los Pérez Torres, padre e hijo, como corregidores. Su función asegurar el cobro de las rentas reales y el saneamiento de las haciendas concejiles, para hacerlo tuvieron que gobernar con parcialidad, pues tuvieron que apoyarse en parte de esos regidores que participaban de la corrupción generalizada y en unos escribanos y alguaciles que veían en el servicio público una forma fácil de medrar. Al final, los corregidores acabaron integrados en las mismas redes que perseguían. Como en toda acción de gobierno, fundada en la parcialidad, junto a los beneficiados estaban los agraviados, que no dieron rienda suelta a sus quejas en la residencia que Juan Gudiel cometió al acabar el mandato de los corregidores.
La secreta o información reservada de testigos de San Clemente vio sucederse las declaraciones de los principales de la villa. Abundaron los silencios; como los de los regidores Pedro de Montoya o Hernando de Avilés. Otros como el bachiller Alonso Ruiz de Villamediana denunciaron las redes de favores que crecían a la sombra del poder del corregidor. Aunque todos coincidían en dirigir los dardos envenenados contra Juan Pacheco, alférez mayor de la villa, al que acusaban de usurpación de la dehesa boyal de la villa. No obstante, el bachiller Ruiz de Villamediana, en las acusaciones de otros, veía culpabilidad compartida de una minoría rectora que aprovechaba los cargos concejiles para saltarse las ordenanzas, tanto en la intromisión de los ganados en panes y viñas como en la tala anárquica de los montes. Los regidores sanclementinos habían convertido a los caballeros de sierra de la villa en paniaguados que en vez de velar por la preservación de los montes ayudaban a su tala en beneficio de aquellos, y al alcaide de la cárcel, Juan de Moya, en un servidor que hacía del lugar de encierro una simple burla de la justicias, con su relajación de juegos y salidas nocturnas de los presos.
Quienes podían hablar o callar eran los escribanos, por ellos pasaban o dejaban de pasar todas los negocios de la villa. Gaspar de Llanos veía y denunciaba las irregularidades; Francisco de Astudillo, a la sombra de corregidores, hacía fortuna con ellas. La intervención parcial del corregidor se manifestaba en la elección de oficios públicos, apoyando a los Rosillo frente a los Chaves en Santa María del Campo. Se contravenían las ordenanzas del pósito de don Alonso de Quiñones en San Clemente, cobrando las deudas desde julio y no esperando a la Virgen de Agosto. Quienes protestaban como el hidalgo Hernán Pérez de Lerín, que denunciaban los salarios que pretendían llevar los alguaciles, era insultado públicamente como bellaco mentiroso. El corregidor se entrometía en la primera instancia reservada a las villas, llevando un real en las sentencias de remate de dos mil maravedíes para arriba. Se le acusaba de cohecho con el mayordomo del pósito de Villanueva de la Jara y a la hora de poner alcaldes en Iniesta, sacando en ambos casos una ganancia de 300 reales. Otras veces, la intromisión era en las sentencias dadas por los alcaldes de la hermandad, como cuando se le perdonó el castigo de galeras a un ladrón en Tarazona, condenado por Juan de Mondéjar.
La intromisión del corregidor Antonio Pérez Torres iba más allá de la jurisdicción privativa de las villas, ocupándose del control de mercancías. En Motilla del Palancar, existían al final del siglo XVI, al menos dos posadas: la de Benito Serrano y la de Jerónimo de Correas. En esta última se alojaban los arrieros que trasladaban mercancías desde Valencia a Madrid; con una recua de estos arrieros chocó el alguacil Francisco de Cárdenas al intentar inspeccionar unas sedas y chapines, al no considerar válidos los registros de los pagos en los puertos secos. El conflicto se sustanció con unas cuantas monedas para callar al alguacil, aunque quien no calló fue la mujer del mesonero que acusó de cohecho a Francisco de Cárdenas. El alguacil, lejos de impresionarse, acusó al mesonero de no tener cédula de la compra de la paja y cebada del mesón, exigiendo diez reales por su silencio. Por no entender en los casos de deudas al pósito solía conformarse con tres azumbres de miel. En beneficio de la justicia real, decir que sus actuaciones estaban guiadas por el afán de acabar con el contrabando entre los reinos de Castilla y Valencia. Era común que el trigo se vendiera antes de llegar a los puertos secos, correspondiendo a otros meterlo en Valencia sin pagar los derechos aduaneros. No obstante, era tal la yuxtaposición de intereses que lo conseguido era el efecto contrario, como ocurrió con cien fanegas de trigo de las tercias reales, destinadas a los puertos de Valencia. Los motillanos pidieron comprar para sí el trigo, dada la necesidad de los labradores y vecinos, a catorce reales; acabarían haciéndose con el trigo, pero a veintiséis reales la fanega.
En San Clemente, a la sombra del corregidor había crecido un grupo de personas con gran presencia en el presente y, en algún caso, con gran proyección en el futuro: el capitán Martín de Abuedo (o Buedo), Diego de Agüero, Ginés de la Osa o el escribano Francisco de Astudillo. A esto se unía la gestión privada de lo público por los Pérez Torres. En vida de su padre Melchor, el hijo Antonio actuaba como alcalde mayor, y siendo corregidor este último se valía de su hermano Luis Bernardo para dicho cargo. En torno a la función pública se arrimaban advenedizos que acumulaba pingües beneficios. Conocido era el caso de Diego de Aguero, que participaba en la mayoría de la toma de cuentas de los pósitos y propios de las villas o en la elección de los oficios públicos. En Villanueva de la Jara había llevado derechos por su oficio de trescientos reales; otras veces, como en Tarazona, se hacía pagar con capones y miel. Otro alguacil, Cristóbal de Mendoza, era acusado de llevar tres o cuatro reales por fanega de cada ejecución de deudas del pósito. Una institución que había sido creada apenas unos años antes por un beneficiado salmantino, don Alonso de Quiñones, para remedio y menester de labradores, se había convertido en sostén de funcionarios parasitarios que vivían de sus mordidas. En Motilla del Palancar, los alguaciles del partido llevaban un salario superior a los doscientos maravedíes diarios, que esta villa tenía asignados por provisión real ganada, entre ellos, el mencionado Diego de Aguero, que llevaba un salario de cuatrocientos maravedíes. En materia de salarios, el caso de Motilla no debía ser único, pues en Santa María del Campo, con motivo de la residencia de mosén Rubí de Bracamonte, los alguaciles cobraban nueve reales en vez de los seis estipulados. La vejación era mayor porque Motilla y en esto no estaba sola, negaba la intervención del corregidor en sus cuentas de propios y pósitos
Los intentos de preservación del monte chocaban con las deforestaciones masivas de los principales de los pueblos, que compraban las voluntades y oficios de los caballeros de sierra. Unas veces los destinatarios de la leña eran los regidores Francisco Pacheco o Pedro de Castañeda; otras, simplemente el destinatario era el corregidor, que obtenía su leña en el monte nuevo de San Clemente o en los montes de Las Pedroñeras o La Alberca. En ocasiones, la indefinición jurídica de las tierras llecas era aprovechada por algún alcalde ordinario, como Pedro López de Tébar, para hacerse con tierras incultas al lado de las hazas de su propiedad, o se incorporaban a las propiedades privadas los senderos para paso de ganados, que hasta entonces eran respetados. La avaricia no entendía de la puesta en explotación de tierras marginales que provocarán rendimientos decrecientes o nulos. La avaricia de los principales no tenía límites, pues introducían sus ganados en los campos una vez derrotadas las mieses o vendimiada la uva. Se rompía así con una vieja tradición que era dejar a los pobres las sobras de unos campos, espigas caídas o uvas remanentes en las cepas, que ayudaban a su sustento. El proceder de los regidores sanclementinos, con sus ganados pastando por doquier era causa de ruina de vecinos como Pablo González, que había visto como las ovejas se comían su olivar de cuatrocientos olivos. El caso de Pablo González era el ejemplo de campesino acomodado, al que la injusticia de los nuevos tiempos, conducía a la ruina. Hombre valiente se había enfrentado al marqués de Villena por un juicio por deudas y a una señora llamada doña Beatriz, mujer de don Alonso Pacheco, por la tasación de unas tinajas. En un caso y otro la justicia del corregidor actuó parcialmente en contra suya. Y es que los tiempos vinieron torcidos, no solo por la justicia, sino porque Pablo González, como otros muchos, vio hundida su casa y cueva en el diluvio que azotó la villa de San Clemente en 1588 y el desbordamiento del río Rus.
Las denuncias venían de Francisco Galindo o Juan Garnica, procuradores de la villa de San Clemente, aunque éste había cambiado de gran beneficiario de cohechos como escribano en tiempos del corregidor a acusador de los mismos. En torno a la vieja familia de los origüela se canalizaban las quejas, recogidas por Francisco de Origüela o el tintorero Cristóbal de Zaragoza. Manifestaban el malestar del común ante una tesitura nueva. Ya Rodrigo Méndez, administrador de rentas reales, había denunciado la rapiña de los ricos de las villas, propietarios de cuatro mil cabezas de ganado, o medianos hacendados, que burlaban la recaudación tributaria de la Corona: apenas si pagaban el diez por ciento de las rentas reales. La solución, llevada de la necesidad, fue el establecimiento de un nuevo impuesto, el servicio de millones, que, antes de centralizarse en las ciudades con voto en Cortes, en el caso que nos ocupa Cuenca, quedó en manos de los corregidores y la necesaria colaboración de las oligarquías locales. La solución propuesta fue obtener los ingresos de la venta y arrendamiento de los bienes propios de los ayuntamientos. Irremediablemente, las operaciones de enajenación quedarían en manos de esas mismas oligarquías locales.
El caso más sonado era la pretensión de don Juan Pacheco, alférez de la villa de San Clemente, de hacerse con una parte de la dehesa de Perona, junto a la vega del río Rus. Un total de sesenta almudes arrebatados a la dehesa propia del concejo, aprovechando su arrendamiento para el servicio de millones. Aunque sería injusto centrar en una figura el clima de corrupción. Las luchas de bandos en los ayuntamientos servía para destapar los casos de corrupción. En Villanueva de la Jara, Ginés Rubio, Hernando de Utiel y Francisco Sancho, regidores todos ellos, ahora marginados por el ascenso de familias como los Clemente, denunciaban cómo se había dado en mano cuatrocientos reales al alguacil Francisco Cárdenas por no tomar las cuentas de los propios de la villa. Además, los dieciocho días que el corregidor Antonio Pérez Torres se había procurado que no apareciese por el ayuntamiento, ofreciéndole un estrado para impartir justicia de forma continuada y así poder cobrar las penas de cámara de los juicios. Cuando el alguacil Diego de Agüero fue acusado de corrupción y cohecho en la plaza, espetó a sus acusadores jareños de ser partícipes de lo que le acusaban
El hartazgo con la acción gubernativa del corregidor venía de las clases medias: labradores y viticultores que veían sus campos y viñas hollados por los ganados de los ricos; tejedores, carpinteros o tundidores que habían confiado en la justicia, y ahora veían el derecho en manos de escribanos o alguaciles, que hacían del cohecho su oficio; gente de bien, que se escandalizaba por la degradación de las costumbres (una de las acusaciones al corregidor es de connivencia con una tal Isabel y otras compañeras de mal vivir), y una mayoría de vecinos que veían como las instituciones concejiles y los bienes comunales eran mal administrados o simplemente arrebatados. Las dehesas concejiles eran expropiadas por los ricos y el caudal de los pósitos malversado.
Imagen: https://sanclemente.webcindario.com
Su llegada fue anunciada a voz de pregonero, en altas e inteligibles voces, en cada una de las diecisiete villas que conformaban el corregimiento de San Clemente. En Villarrobledo, en la plaza de la iglesia de Madre de Dios y en la plazuela, junto a la iglesia de San Sebastián. En las Mesas, en la plaza mayor, en la placeta de las Herrerías y en la plaza del Parador. En El Pedernoso, en la plaza pública, en la plazuela del horno del concejo y junto a la casa de don Diego Pacheco. En Las Pedroñeras y La Alberca no se hizo pregón alguno. En Santa María del Campo Rus se hizo un pregón en la plaza pública, al igual que en El Cañavate, pero aquí se pregonó dos veces. Tres pregones se dieron en Vara de Rey, en la plaza, en la placeta de Andújar y junto a las casas de Gaspar de Figueroa. Mientras en Tarazona, el pregonero partió de la plaza mayor para dar voces por todo el pueblo. En Quintanar del Marquesado, los pregones se daban en la plaza y en una pequeña plazuela, al pie de la ermita de la Concepción. En Villanueva de la Jara, los pregones comenzaban por la plaza mayor, para repetirse en las llamadas cuatro calles y en la plaza de Santa Clara. En Iniesta, en su plaza mayor. En Minglanilla, en la plaza pública y delante de las casas del salero de la cueva. En El Peral, Motilla y Barchín, en sus plazas públicas.
Juan Gudiel juzgaba la actuación de unos corregidores que habían hecho pocos amigos en un momento que se recogían informaciones para el establecimiento del que sería más impopular de todos los impuestos: el servicio de millones. Al desnudo quedaba también una sociedad corrupta, donde las enemistades y rencillas eran el pan de cada día. Sobre todo, allí donde residía el poder: en la villa de San Clemente. Hacía seis años que la gobernación de los reducido del Marquesado de Villena había desaparecido. Los últimos años de la gobernación habían sido turbulentos, con rebeliones violentas en Santa María del Campo Rus. Unos años antes, el administrador de rentas reales, Rodrigo Méndez, había trasladado un panorama desolador de las dos ciudades y veintiséis villas que conformaban la gobernación: los fraudes a las rentas reales eran continuos y lo poco que se recaudaba iba directamente a pagar a los Fúcares; las villas eran coto privado de unas minorías de ricos que monopolizaban el poder municipal, esquilmando los propios y las rentas concejiles. Para poner orden, la Corona, después del mandato del primer corregidor, Francisco de Castill, mandó a los Pérez Torres, padre e hijo, como corregidores. Su función asegurar el cobro de las rentas reales y el saneamiento de las haciendas concejiles, para hacerlo tuvieron que gobernar con parcialidad, pues tuvieron que apoyarse en parte de esos regidores que participaban de la corrupción generalizada y en unos escribanos y alguaciles que veían en el servicio público una forma fácil de medrar. Al final, los corregidores acabaron integrados en las mismas redes que perseguían. Como en toda acción de gobierno, fundada en la parcialidad, junto a los beneficiados estaban los agraviados, que no dieron rienda suelta a sus quejas en la residencia que Juan Gudiel cometió al acabar el mandato de los corregidores.
La secreta o información reservada de testigos de San Clemente vio sucederse las declaraciones de los principales de la villa. Abundaron los silencios; como los de los regidores Pedro de Montoya o Hernando de Avilés. Otros como el bachiller Alonso Ruiz de Villamediana denunciaron las redes de favores que crecían a la sombra del poder del corregidor. Aunque todos coincidían en dirigir los dardos envenenados contra Juan Pacheco, alférez mayor de la villa, al que acusaban de usurpación de la dehesa boyal de la villa. No obstante, el bachiller Ruiz de Villamediana, en las acusaciones de otros, veía culpabilidad compartida de una minoría rectora que aprovechaba los cargos concejiles para saltarse las ordenanzas, tanto en la intromisión de los ganados en panes y viñas como en la tala anárquica de los montes. Los regidores sanclementinos habían convertido a los caballeros de sierra de la villa en paniaguados que en vez de velar por la preservación de los montes ayudaban a su tala en beneficio de aquellos, y al alcaide de la cárcel, Juan de Moya, en un servidor que hacía del lugar de encierro una simple burla de la justicias, con su relajación de juegos y salidas nocturnas de los presos.
Quienes podían hablar o callar eran los escribanos, por ellos pasaban o dejaban de pasar todas los negocios de la villa. Gaspar de Llanos veía y denunciaba las irregularidades; Francisco de Astudillo, a la sombra de corregidores, hacía fortuna con ellas. La intervención parcial del corregidor se manifestaba en la elección de oficios públicos, apoyando a los Rosillo frente a los Chaves en Santa María del Campo. Se contravenían las ordenanzas del pósito de don Alonso de Quiñones en San Clemente, cobrando las deudas desde julio y no esperando a la Virgen de Agosto. Quienes protestaban como el hidalgo Hernán Pérez de Lerín, que denunciaban los salarios que pretendían llevar los alguaciles, era insultado públicamente como bellaco mentiroso. El corregidor se entrometía en la primera instancia reservada a las villas, llevando un real en las sentencias de remate de dos mil maravedíes para arriba. Se le acusaba de cohecho con el mayordomo del pósito de Villanueva de la Jara y a la hora de poner alcaldes en Iniesta, sacando en ambos casos una ganancia de 300 reales. Otras veces, la intromisión era en las sentencias dadas por los alcaldes de la hermandad, como cuando se le perdonó el castigo de galeras a un ladrón en Tarazona, condenado por Juan de Mondéjar.
La intromisión del corregidor Antonio Pérez Torres iba más allá de la jurisdicción privativa de las villas, ocupándose del control de mercancías. En Motilla del Palancar, existían al final del siglo XVI, al menos dos posadas: la de Benito Serrano y la de Jerónimo de Correas. En esta última se alojaban los arrieros que trasladaban mercancías desde Valencia a Madrid; con una recua de estos arrieros chocó el alguacil Francisco de Cárdenas al intentar inspeccionar unas sedas y chapines, al no considerar válidos los registros de los pagos en los puertos secos. El conflicto se sustanció con unas cuantas monedas para callar al alguacil, aunque quien no calló fue la mujer del mesonero que acusó de cohecho a Francisco de Cárdenas. El alguacil, lejos de impresionarse, acusó al mesonero de no tener cédula de la compra de la paja y cebada del mesón, exigiendo diez reales por su silencio. Por no entender en los casos de deudas al pósito solía conformarse con tres azumbres de miel. En beneficio de la justicia real, decir que sus actuaciones estaban guiadas por el afán de acabar con el contrabando entre los reinos de Castilla y Valencia. Era común que el trigo se vendiera antes de llegar a los puertos secos, correspondiendo a otros meterlo en Valencia sin pagar los derechos aduaneros. No obstante, era tal la yuxtaposición de intereses que lo conseguido era el efecto contrario, como ocurrió con cien fanegas de trigo de las tercias reales, destinadas a los puertos de Valencia. Los motillanos pidieron comprar para sí el trigo, dada la necesidad de los labradores y vecinos, a catorce reales; acabarían haciéndose con el trigo, pero a veintiséis reales la fanega.
En San Clemente, a la sombra del corregidor había crecido un grupo de personas con gran presencia en el presente y, en algún caso, con gran proyección en el futuro: el capitán Martín de Abuedo (o Buedo), Diego de Agüero, Ginés de la Osa o el escribano Francisco de Astudillo. A esto se unía la gestión privada de lo público por los Pérez Torres. En vida de su padre Melchor, el hijo Antonio actuaba como alcalde mayor, y siendo corregidor este último se valía de su hermano Luis Bernardo para dicho cargo. En torno a la función pública se arrimaban advenedizos que acumulaba pingües beneficios. Conocido era el caso de Diego de Aguero, que participaba en la mayoría de la toma de cuentas de los pósitos y propios de las villas o en la elección de los oficios públicos. En Villanueva de la Jara había llevado derechos por su oficio de trescientos reales; otras veces, como en Tarazona, se hacía pagar con capones y miel. Otro alguacil, Cristóbal de Mendoza, era acusado de llevar tres o cuatro reales por fanega de cada ejecución de deudas del pósito. Una institución que había sido creada apenas unos años antes por un beneficiado salmantino, don Alonso de Quiñones, para remedio y menester de labradores, se había convertido en sostén de funcionarios parasitarios que vivían de sus mordidas. En Motilla del Palancar, los alguaciles del partido llevaban un salario superior a los doscientos maravedíes diarios, que esta villa tenía asignados por provisión real ganada, entre ellos, el mencionado Diego de Aguero, que llevaba un salario de cuatrocientos maravedíes. En materia de salarios, el caso de Motilla no debía ser único, pues en Santa María del Campo, con motivo de la residencia de mosén Rubí de Bracamonte, los alguaciles cobraban nueve reales en vez de los seis estipulados. La vejación era mayor porque Motilla y en esto no estaba sola, negaba la intervención del corregidor en sus cuentas de propios y pósitos
Los intentos de preservación del monte chocaban con las deforestaciones masivas de los principales de los pueblos, que compraban las voluntades y oficios de los caballeros de sierra. Unas veces los destinatarios de la leña eran los regidores Francisco Pacheco o Pedro de Castañeda; otras, simplemente el destinatario era el corregidor, que obtenía su leña en el monte nuevo de San Clemente o en los montes de Las Pedroñeras o La Alberca. En ocasiones, la indefinición jurídica de las tierras llecas era aprovechada por algún alcalde ordinario, como Pedro López de Tébar, para hacerse con tierras incultas al lado de las hazas de su propiedad, o se incorporaban a las propiedades privadas los senderos para paso de ganados, que hasta entonces eran respetados. La avaricia no entendía de la puesta en explotación de tierras marginales que provocarán rendimientos decrecientes o nulos. La avaricia de los principales no tenía límites, pues introducían sus ganados en los campos una vez derrotadas las mieses o vendimiada la uva. Se rompía así con una vieja tradición que era dejar a los pobres las sobras de unos campos, espigas caídas o uvas remanentes en las cepas, que ayudaban a su sustento. El proceder de los regidores sanclementinos, con sus ganados pastando por doquier era causa de ruina de vecinos como Pablo González, que había visto como las ovejas se comían su olivar de cuatrocientos olivos. El caso de Pablo González era el ejemplo de campesino acomodado, al que la injusticia de los nuevos tiempos, conducía a la ruina. Hombre valiente se había enfrentado al marqués de Villena por un juicio por deudas y a una señora llamada doña Beatriz, mujer de don Alonso Pacheco, por la tasación de unas tinajas. En un caso y otro la justicia del corregidor actuó parcialmente en contra suya. Y es que los tiempos vinieron torcidos, no solo por la justicia, sino porque Pablo González, como otros muchos, vio hundida su casa y cueva en el diluvio que azotó la villa de San Clemente en 1588 y el desbordamiento del río Rus.
Las denuncias venían de Francisco Galindo o Juan Garnica, procuradores de la villa de San Clemente, aunque éste había cambiado de gran beneficiario de cohechos como escribano en tiempos del corregidor a acusador de los mismos. En torno a la vieja familia de los origüela se canalizaban las quejas, recogidas por Francisco de Origüela o el tintorero Cristóbal de Zaragoza. Manifestaban el malestar del común ante una tesitura nueva. Ya Rodrigo Méndez, administrador de rentas reales, había denunciado la rapiña de los ricos de las villas, propietarios de cuatro mil cabezas de ganado, o medianos hacendados, que burlaban la recaudación tributaria de la Corona: apenas si pagaban el diez por ciento de las rentas reales. La solución, llevada de la necesidad, fue el establecimiento de un nuevo impuesto, el servicio de millones, que, antes de centralizarse en las ciudades con voto en Cortes, en el caso que nos ocupa Cuenca, quedó en manos de los corregidores y la necesaria colaboración de las oligarquías locales. La solución propuesta fue obtener los ingresos de la venta y arrendamiento de los bienes propios de los ayuntamientos. Irremediablemente, las operaciones de enajenación quedarían en manos de esas mismas oligarquías locales.
El caso más sonado era la pretensión de don Juan Pacheco, alférez de la villa de San Clemente, de hacerse con una parte de la dehesa de Perona, junto a la vega del río Rus. Un total de sesenta almudes arrebatados a la dehesa propia del concejo, aprovechando su arrendamiento para el servicio de millones. Aunque sería injusto centrar en una figura el clima de corrupción. Las luchas de bandos en los ayuntamientos servía para destapar los casos de corrupción. En Villanueva de la Jara, Ginés Rubio, Hernando de Utiel y Francisco Sancho, regidores todos ellos, ahora marginados por el ascenso de familias como los Clemente, denunciaban cómo se había dado en mano cuatrocientos reales al alguacil Francisco Cárdenas por no tomar las cuentas de los propios de la villa. Además, los dieciocho días que el corregidor Antonio Pérez Torres se había procurado que no apareciese por el ayuntamiento, ofreciéndole un estrado para impartir justicia de forma continuada y así poder cobrar las penas de cámara de los juicios. Cuando el alguacil Diego de Agüero fue acusado de corrupción y cohecho en la plaza, espetó a sus acusadores jareños de ser partícipes de lo que le acusaban
que si cohecho he hecho que lo he hecho por vuestra manoEn otros casos, el corregidor no participaba, tejiéndose las irregularidades en las conveniencias entre regidores y escribanos. En San Clemente, la viuda Catalina Carrasco había quedado en la pobreza y andaba arrastrada con sus hijos huérfanos. Su marido Sebastián Ruiz había tenido cierta pendencia con Hernando de Avilés, un origüela que pasaba por ser una de las personas más ricas del pueblo. Castigado Sebastián a pena corporal y fallecido; el pleito había continuado en la Chancillería de Granada. La viuda para llevar los trámites había apoderado a su cuñado el clérigo Francisco Ruiz, que a su vez había sustituido el poder en beneficio del corregidor Alonso Muñoz. La muerte inesperada del clérigo dejó las manos libres al regidor, que en connivencia con el escribano Juan Garnica redactó un falso documento por el que la timada viuda venía a reconocer haber recibido un dinero que regidor y escribano se habían quedado. La viuda había dejado de recibir alrededor de setecientos reales, correspondientes al concierto al que se había llegado para zanjar el pleito, según la confesión del tintorero Cristóbal Zaragoza.
El hartazgo con la acción gubernativa del corregidor venía de las clases medias: labradores y viticultores que veían sus campos y viñas hollados por los ganados de los ricos; tejedores, carpinteros o tundidores que habían confiado en la justicia, y ahora veían el derecho en manos de escribanos o alguaciles, que hacían del cohecho su oficio; gente de bien, que se escandalizaba por la degradación de las costumbres (una de las acusaciones al corregidor es de connivencia con una tal Isabel y otras compañeras de mal vivir), y una mayoría de vecinos que veían como las instituciones concejiles y los bienes comunales eran mal administrados o simplemente arrebatados. Las dehesas concejiles eran expropiadas por los ricos y el caudal de los pósitos malversado.
Imagen: https://sanclemente.webcindario.com
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