El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

domingo, 20 de octubre de 2019

El franciscanismo y la revolución del quinientos

Aquel año de 1511, la Mancha conquense era un lugar de insatisfacción y de oportunidades. El "take off" de las sociedades agrarias se había iniciado a fines el siglo XV, pero bruscamente se había detenido por las crisis alimentarias de comienzos de la centuria. La apuesta de villas como San Clemente por la plantación de majuelos, quizás simple necesidad de dar de beber a una población en crecimiento, allí donde el agua escaseaba o era necesidad compartirla con los animales, había desplazado el trabajo del labrador de los panes a las viñas. El cultivo de trigo se dejó en manos de los grandes propietarios; entre ellos, los Castillo, que alternarán la especulación del pan con las obras de misericordia desde una posición de fuerza. Ellos impondrán el precio del pan inaccesible para los hambrientos y ellos mismos repartirán seiscientas fanegas a la villa de San Clemente para calmar el hambre. El pan lo sacan de sus tierras de Perona, pero también de la maquila de sus molinos del Júcar; auténtica exacción feudal sobre los campesinos que cultivan las tierras cerealistas a un lado y otro del Júcar, bien en los campos nuevos de Sisante, bien al sur de Villanueva de la Jara. Campos que se han puesto en cultivo con los "inputs" adquiridos por el dinero a censo que prestan los Castillo. Esta es una familia conversa, pero no son los únicos judíos que pululan por la zona. Desde el final de la guerra del Marquesado, las rentas reales y su arrendamiento están en manos de familias judías, luego, con la expulsión convertidas, pero, en cualquier caso, con factores, conversos y cristianos, en la comarca, que actúan como recaudadores y comerciantes,... y prestamistas que ayudan a levantar las nuevas haciendas agrarias.

Es en esta sociedad endeudada, que comienza a levantar el vuelo, la que se ve azotada por la carestía, y la especulación, a la muerte de la Reina Católica. Es una sociedad rota, donde falta el pan y la carne que podía sustituirlo está en manos de unos pocos ganaderos con cientos o miles de cabezas de ovejas y cabras. Ellos también harán fortuna de la necesidad ajena; como la harán aquellos carreteros de Iniesta que bajan hasta el Campo de Calatrava, aunque hoy nos resulte difícil imaginar el beneficio sacado de un viaje de cientos de kilómetros con carretas, vadeando ríos y recorriendo caminos embarrados. Estos carreteros, obligados a comprar el trigo al precio de la pragmática de granos de 1502, a 110 maravedíes la fanega, lo vendían a doble de precio una vez llegados a Iniesta. Es también una sociedad traicionada; una sociedad que buscó la justicia social con el nombramiento de procuradores síndicos y diputados del común y que ve como estos aprovechan su integración en el poder municipal para medrar económicamente. Tal es el caso de Antón García, héroe de la guerra de Granada, instalado de San Clemente, desde su procedencia de la villa de Iniesta. Los agricultores sanclementinos verán en este valeroso caballero el adalid de la defensa de sus intereses frente a los ganaderos; Antón García, sin embargo, tejerá una red de amistades y complicidades, al calor de los recaudadores de rentas y los gobernadores del Marquesado, para hacerse con una hacienda de viñedos en el camino hacia El Provencio, que le convertirá en una de las personas más ricas de la comarca.

Mientras unos pocos triunfan, otros fracasan. Los fracasados, hambrientos y debilitados, mueren, cuando en el paso de los años 1507 a 1508, llega la peste. No hay remedio para esta epidemia, que no sea le cerrar las villas y, si aún así el mal pasa, escapar. Es lo que hacen los ricos, como los Castillo, que huyen de San Clemente a Vara de Rey, a comienzos de 1508, y también los campesinos: los vecinos de Torrubia, aldea del Castillo de Garcimuñoz, se van del pueblo; únicamente tres personas quedaran de las cuarenta familias que habitan el pueblo.

La carestía y la peste arruinan los pueblos, pero son el acicate que provocará la revolución y el despertar de los mismos. Los hombres deambulan de un lugar para otro; unas veces, de la necesidad y de la enfermedad, otras, de la opresión señorial de los señores de El Provencio, Santa María del Campo o Minaya. Sin saber donde ir, acuden sobre todo a la villa de San Clemente. Van en busca de oportunidades, pero también de solidaridad. ¿Por qué la han de encontrar en la villa de San Clemente? La respuesta es que desde 1503 unos cuantos franciscanos, participando de los ideales de pobreza y austeridad de la reforma cisneriana de la orden, han actuado como elemento de cohesión de una sociedad desvencijada, recogiendo las escasas limosnas de los vecinos las han repartido entre los más necesitados y han cuidado a los apestados. Es esta solidaridad, recuperada por los franciscanos, la que atrae a los hombres, les hace recuperar su orgullo y tener la determinación para crear una sociedad nueva. Dos serán los símbolos de esta nueva sociedad: las casas del ayuntamiento, presidiendo la plaza pública, que alejan a los hombres del control de la Iglesia de Santiago, en cuyo pórtico, celebraban anteriormente los concejos, y en cuyo interior se levantan las capillas de principales del pueblo (Pachecos de Minaya, los Herreros, principales dueños de ganados, los Rosillo, adalides de la Corona, o los Pallarés, siempre a la sombra del poder), y la erección de una nueva iglesia. El nuevo templo es la iglesia de Santa María de Gracia; erigida en suelo, cedido por Alonso del Castillo, en una de esas cesiones obligadas para que no le recuerden su sangre judía, las piedras son apiladas con el esfuerzo y el dinero de los sanclementinos. Es un templo que acoge a todos, especialmente, a aquellos que, mirando, hacia atrás, han abandonado sus lugares de origen y sus raíces. Son los hombres llegados sin nada al Arrabal, donde se construyen pobres casas de adobe, refugio asimismo de aquellas familias como los Origüela o los Rodríguez, no aceptados en el pueblo por su sangre judía; son los viejos recaudadores de impuestos, como los Abrabaneles, y esos otros que siguen su estela desde Tierra de Campos, los de la Fuente y los Ruiz de Villamediana, y son los miembros de la propia familia Castillo, en cuyo linaje recaen tres estimas imperdonables: ser judíos, ricos y criados del marqués Diego López Pacheco.

Es ese mundo heterogéneo de desarraigados, advenedizos, repudiados y marginados el que encontrará una casa común en el convento de Santa María de Gracia y en los franciscanos un referente de abnegación y solidaridad. Unos pobres frailes franciscanos serán el elemento catalizador de la mayor revolución económica y social que se vivirá en las tierras conquenses del comienzo del quinientos. Únicamente la ignorancia del arrogante nos impide recuperar la memoria del pasado y condenar a la destrucción las huellas materiales del pasado. Hoy, el convento de Santa María de Gracia, nos muestra en las formas achaparradas del exterior, la pobreza de unas sociedades harapientas que lo crearon, y en la belleza de su interior, el alma orgullosa y limpia de aquellos hombres del quinientos. De la necesidad y la firmeza de las creencias, nace el orgullo de unos hombres que se creían dioses, pero tenían conciencia de su naturaleza humana. De la prepotencia y la vacuidad, la miseria moral de la apariencia, la vanidad y la nada.


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