Josefa Pérez era mujer casada de
Villarta, de 27 años, moradora en Villapardo. Para San Mateo de 1734 acudió a
confesarse a la iglesia del pueblo de Villarta, ante el monje dominico Juan
Rabadán. Poco pudo hablar la mujer en el confesionario, pues el clérigo la
asaltó declarándole su amor y unos deseos libidinosos, a los que la mujer no
había de temer, pues para eso estaba el clérigo: para absolver sus pecados. Rabadán
ya había puesto sus ojos en la mujer, cuando Josefa acudió a cumplir su obligación
del precepto anual de la confesión para Pascua; desde ese momento, inició un
atosigamiento continuo con la mujer, buscando unos favores no correspondidos,
pero suficiente para desestabilizar a una débil Josefa, que para San Mateo acudió
de nuevo al confesionario con sentimiento de culpa por despertar los deseos sexuales
del religioso y esperando del mismo su absolución. Fue la oportunidad esperada
por José Rabadán que expresó sin tapujos sus deseos: “y acusándose de sus
culpas la dijo no se admiraua della, porque él era hombre y tenía los ojos
puestos en ella y que se hauía de aprovechar della incitándola a cosas torpes y
deshonestas”. La conseguiría en su casa o en la sacristía añadió, ante la
pusilánime mujer que invocaba su honradez.
No se arredró el viejo cura
rijoso, sesenta y cinco años de edad, que dos meses después asaltó a Josefa en
su casa besuqueándola, mientras se deshacía del marido mandándolo a unos recados
en Valencia. El monje tenía ya un currículum sólido como solicitador de mujeres
en su convento de la ciudad de Alcaraz. Allí, en el confesionario, ofreció su manga
a una tal Vicenta Guerrero para que la besara, aprovechando para tomar su
cuerpo. La mujer casada, de veintitrés años había acudido a confesar no sus
pecados sino su necesidad de conseguir ocho reales para desempeñar una prenda.
Juan Rabadán se aprestó a dárselo de las limosnas, aconsejando a la joven, “que
más valía ser mala de cuerpo que hurtar”. No paraba el monje, ducho en
juegos eróticos: estando invitado con otro monje en la casa de Vicenta por su
marido, aprovechaba para acariciar con su pie entre las faldas la entrepierna
de Vicenta.
Las aventuras del monje acabaron
cuando Josefa Pérez de denunció a un compañero suyo de convento, que traslado
la denuncia a la Inquisición. Terminaron así las andanzas de Juan Rabadán, el
monje alcaraceño que andaba por las aldeas de Iniesta buscando el favor de
jovenzuelas casadas.
Archivo Histórico Nacional,
INQUISICIÓN,3728,Exp.41
No hay comentarios:
Publicar un comentario