El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

domingo, 26 de marzo de 2023

LA APERTURA

 Ayer, coincidieron dos espectáculos en la villa de San Clemente, aparentemente muy lejanos, y, sin embargo, muy próximos: las jornadas de teatro Francisco Nieva y la escenificación de la reapertura de la iglesia de Nuestra Señora de Gracia. Dos mundos y dos escenarios similares, creación de judíos, es decir, espacios comunes y negados. En Nuestra Señora de Septiembre, residía vieja cofradía donde se esperaba salvar las almas del purgatorio condenadas; en Nuestra Señora de Gracia, se pretendía encauzar almas pérdidas y errantes en una villa acogedora y transformadora de hombres.

Hay tantas imágenes como actores; hay tanta tramoya y luz como puesta en escena. A mi memoria vienen los sanclementinos malditos, son los sanclementinos socarrones: Hernando del Castillo, Luis Sánchez de Origüela, Constantino de la Fuente o fray Julián de Arenas. Hernando se veía a sí mismo como el mayor de los diablos del mundo, y aun haciendo mal, no se consideraba peor que los demás; Luis Sánchez de Origüela veía con desagrado a aquellos que coloraban el mundo; Constantino de la Fuente denunciaba con su poquedad y miseria la arrogancia ajena, y fray Julián de Arenas exclamaba en su desierto frente a aquellos que despreciaban en su estulticia al pueblo.
El pasado de San Clemente es un pasado de negación colectiva, pero lo fue de reconocimiento individual. Cuando los fieles descendían humildemente a la iglesia de Nuestra Señora de Gracia lo hacían para elevar la mirada a las bóvedas celestes de su salvación, que era reivindicación personal; cuando los sanclementinos del siglo XVII pasaban a la iglesia de Nuestra Señora de Septiembre se encontraban con los reflejos de la lámpara de plata del indiano Pedro González Galindo, recordando a todos que los desprecios del pasado eran las desgracias revertidas de los espectadores presentes.
Parece un escarnio que San Francisco no presida su iglesia de Nuestra Señora de Gracia, pero se trata de una venganza. Rezagado en el lado del Evangelio quiere recordar la vieja constitución de la villa, que no se olvidaba nunca de los rezagados, aquellos de los que la participación política se había olvidado más de tres años. Es San Francisco el que ha elegido su lugar, junto al desaparecido mausoleo, busca la compañía de la familia Castillo y la sabiduría de su patriarca Hernando el sabio, que aleccionaba a su hijo con el "no te ensoberbezcas", y busca en las imágenes pintadas de la pared a su compañero y bromista fraile Junípero. San Francisco, de frente, mira los escudos afrentosos de los Herreros; en su humildad, se escabulle de la virgen del Carmen, que nunca anduvo bien con los carmelitas pues él la virgen la llevaba dentro y no en los altares. Empequeñecido queda San Francisco en su hornacina como don Diego Torrente en su vitrina, pero, uno y otro, socarrones y clarividentes miran de reojo el espectáculo, seguros que los escenarios cambian, pero no un alma colectiva que permanecerá invariable en el tiempo.
Revivirán los cantes andaluces próximamente en loas a la virgen de Rus y renacerán una y otra vez los enjalbegados sureños en las paredes de las iglesias sanclementinas, pero el esqueleto de arenisca y caliza, apenas balbuciente, de la vieja iglesia de Nuestra Señora de Gracia nos recordará para siempre el viejo espíritu de una villa, San Clemente, tan manchega como castellana.

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