Era 1549 y los herreros de San
Clemente andaban revueltos, bajo sospecha del alcalde mayor del marquesado que
requisaba las herraduras que se vendían en las tiendas del Arrabal con un peso
menor al estipulado por las leyes y pragmáticas del Reino y capítulos de Cortes.
La denuncia contra los herreros era agravio gremial frente al comercio no
regulado que se desarrollaba en las tiendas abiertas al pie de calle en las
casas de morada de los vecinos del Arrabal sanclementino.
Las quejas iban contra el herrador
Alonso de Torres, que se sometió al control del almotacén de la villa,
Francisco de Ávalos, que pesó sus herraduras como no ajustadas a la pragmática
que fijaba su peso. Así fue, pues no cumplía con la vieja pragmática y sisaba
en el peso de las herraduras. Presentó nueve herraduras mulares
Que pesaron las dichas nueve
herraduras dos libras y seys honças y media en que falta a rrata de docena diez
y ocho honças y más de media
La pragmática mandaba que una
docena de herraduras debían pesar catorce libras la docena, entendiéndose por
docena, doce grupos de cuatro herraduras. Y las herraduras se dividían en
caballares, mulares y asnales. Sin embargo, Alonso de Torres no era un
advenedizo en el oficio, pues llevaba en él cuarenta años. Alonso era herrero
examinado, que compraba sus herrajes y clavazones, para fabricar sus
herraduras. La pragmática de los herreros reconocía la imposibilidad de que las
herraduras tuvieran el mismo peso, de ahí, que se tomara como patrón la docena
de cuatro herraduras, correspondiente al herraje de cada bestia. Los herreros
compraban la materia prima, lo más ajustado a ese patrón, y alegaban que en el
proceso de fabricación y modelado de las herraduras se generaban herraduras de
distinto peso y se perdía material férrico.
Las explicaciones no debieron
convencer al alcalde mayor del marquesado, licenciado Ayora, que ordenó al alguacil
mayor del marquesado que metiera en la cárcel al herrero Torres. Si algo nos
llama la atención del proceso es la presencia de hombres del mundo converso
como testigos o implicados. Hernando de Avilés, carcelero de Torres, tomó a la
vez su representación en el pleito, y la presencia de Juan de Origüela o Juan
de Robledo se repite una y otra vez. El mundo converso sanclementino veía la
intromisión de la justicia en los negocios del Arrabal como intolerable. Y el
gremio de los herreros, que mostraron su solidaridad con Alonso de Torres. Y es
que el negocio de las herraduras estaba en manos de conversos como Francisco de
la Carrera y Valeriano y Luis de Molina, padre e hijo.
Los herreros (y los conversos)
cerraron filas con su camarada Torres, convirtiendo el proceso en una discusión
técnica y profesional, sobre si el peso de las herraduras se debía tomar con el
producto en bruto o una vez atarragadas y horadadas las claveras para la
clavazón y aprovechaban para denunciar que el precio del hierro estaba tan alto
que apenas si daba para construir la mitad de herraduras con la calidad que
mandaba la pragmática. Así describía el proceso de fabricación de herraduras
Luis de Molina, maestro herrero de 24 años:
Porque este testigo es maestro
herrador del dicho arte e a visto y conprado mucho herraje e por dozenas para
gastar y lo a visto conprar a otros muchos herradores y que lo traen ansy como
la pregunta lo dize y está claro que los dichos herradores lo tarragan y
horadan las claveras y lo adoban y por esto están faltas de algún colyndre por
lo que les hazen y adoban después de conpradas y porque algunas dellas las
despuntan de los callos y hazen lo que más conviene
La solidaridad de los herreros no
impidió la condena de Alonso Torres, que se vio obligado a pagar 3000 mrs. de
multa y vería sus herraduras quebradas en la plaza mayor de San Clemente. En
estos pleitos pesaban mucho los intereses, enemistades y luchas banderizas de
la villa, pero los únicos beneficiarios era el estamento de los escribanos, que
hacían su agosto en los contenciosos: los escribanos Ginés Sainz y Juan Rosillo
daban fe de las actuaciones judiciales del alcalde mayor; Juan Robledo,
testimoniaba las declaraciones de los herreros; a Rodrigo de Ocaña se le hacían
pequeñas sus tareas como escribano del ayuntamiento, y Lope González y Alejo
Rubio iban de aquí para allá, junto a los alguaciles, asentando en sus
registros las notificaciones judiciales.
Alonso Torres no se arredró y
llevó su asunto a Granada. La apelación en sí y los costes que llevaba eran
signo de los intereses económicos en juego. El asunto pronto derivó a un
intento de control de los oficios por las autoridades, o algunas de ellas, que
veían con recelo la pujanza de los oficios del Arrabal, mientras la riqueza de
los campos se hundía. El siguiente herrero en caer fue Miguel Gálvez, con
cuatro años de antigüedad en el oficio, que vio requisadas de su tienda diez
herraduras asnales que no se ajustaban al peso. De nuevo el almotacén pesó
nueve herraduras, treinta y nueve onzas en total, determinándose que faltaba
una libra por docena del herraje para cumplir con la ley. Gálvez no era
converso, pero sí un trabajador consciente de que su vida y ganancias dependían
de un trabajo diario. Se presentó ante el alcalde mayor como un paupérrimo
herrero, acusó a las autoridades, alcalde mayor Ayora y alguacil Francisco
Guerra, de excesivo celo en sus diligencias, no estaban pesando oro sino
hierro, así como ignorantes en materia de herrería: las pragmáticas decían que
el peso a tomar en cuenta era el de una docena de cuatro docenas de herraduras
y tomar simplemente nueve desvirtuaba el peso final. De malicia acusaría el
alguacil al herrero, pues discutir la proporcionalidad de la parte con el todo,
era echar por tierra todas las leyes del Reino, que establecía patrones para
aplicar a cada caso concreto.
El caso de Gálvez era diferente
al de herreros como Francisco de la Carrera que hizo una auténtica fortuna como
herrero y estableció lazos con otras
familias del Arrabal como los Tébar. Gálvez era, en palabras de Miguel Mateo un
pobre al que veía comprar hierro viejo y hazer cosas de menudencias y es herrero e hombre que vive de su trabajo
e no tiene con qué se sustentar si no trabaja. Estas apreciaciones eran
corroboradas por el zapatero que vivía al lado del herrero. Ricos o pobres los
herreros, vemos una solidaridad en el Arrabal, forjada en la pertenencia al
oficio y el ejercicio de un trabajo manual; solidaridad acrecentada por esa
otra del mundo converso que se erige en dirigente del crisol de hombres y
oficios del Arrabal. Hasta don Alonso del Castillo e Inestrosa nos aparece
apoyando a los herreros en algún momento. Enfrente, las viejas familias que
ocupan el estrato medio de la sociedad sanclementina. El enfrentamiento entre
ambas posiciones era extremo: en el momento que Gálvez es acusado comparte
cárcel con Andrés de Ávalos y el escribano Juan Rosillo. Las solidaridades no
salvó a Gálvez de una condena igual a la de Alonso Torres.
Una regulación excesiva,
condicionada por viejas leyes medievales, acabó en San Clemente con la
iniciativa de oficios individuales. El ascenso de una minoría menestral de los arrabales
provocó las envidias de aquellos que, sin despuntar, mantenían una posición de
privilegio en los gobiernos concejiles. Su posición era la del propietario medio
de tierras; sin llegar a alcanzar las cotas de riqueza de las grandes familias,
eran el sostén de las repúblicas pecheras nacidas en 1480. Ahora, setenta años
después, las haciendas agrarias de estos labradores estaban arruinadas por la
crisis de la década de 1540; mientras sen el Arrabal, los oficios artesanos
eran la oportunidad y forja de nuevas élites. Entre unos y otros, la vieja
aristocracia hidalga aprovechará la oportunidad para acabar con las repúblicas
pecheras e implantar sus cortes manchegas.
Rodrigo de Ocaña, escribano, 32
años
Francisco de Ávalos, almotacén,
32 años
Valeriano Molina, herrero, 50
años
Luis de Molina, herrero, 24 años
Hernando de Avilés, 34 años
Francisco de la Carrera, 36 años
Miguel Mateo, 30 años
Pedro Ruiz, zapatero, 35 años
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