El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

lunes, 7 de noviembre de 2022

Conferencia pronunciada el 29 de octubre de 2022 en la iglesia de Nuestra Señora de Gracia

 Buenas noches,

Hoy en esta iglesia de Nuestra Señora de Gracia me viene a la memoria un viaje con mi mujer hace años a Praga. Visitamos entonces la iglesia de Belén, de la que poco queda de su original y en su estado actual reconstruida en la época comunista, pero el sentimiento al pasar a su interior es que estamos en un espacio creado para la evangelización y predicación. Ese mismo sentimiento es el que hoy tengo en esta iglesia franciscana de Santa María de Gracia. Aunque presuntuoso me atrevería a establecer un parangón entre la Praga de principios del siglo XV, donde Jan Hus predicaba sus doctrinas, y el San Clemente de inicios del mil quinientos, donde un niño llamado Constantino de la Fuente, luego el más grande de los predicadores, aprendía la oratoria de los frailes franciscanos observantes. Hoy, quiero hacer un recorrido por la historia de San Clemente, comenzando en 1586, para retroceder a 1439, y detenerme en el año 1503, fecha nodal en la que San Clemente se hizo como comunidad y adquirió una identidad indeleble.

El veinte de noviembre de 1586 es el año y el día que se establece el corregimiento de las 17 villas, con capital en San Clemente. Ese año, la iglesia de Santiago ya está levantada, un nuevo ayuntamiento se eleva sobre el viejo edificio que viene de la década de 1490, el edificio del pósito está recién acabado bajo los auspicios de mosén Rubí de Bracamonte, último gobernador del marquesado de Villena y con fama de masón o al menos es lo que nos dicen los símbolos familiares de su capilla de enterramiento en Ávila. No están los grandes palacios barrocos, pero las familias pudientes ya levantan sus casas de ricos, con fachadas adinteladas entre grandes sillares y patios interiores para diferenciarse socialmente del común y de sus casas de tapial.

Ese año de 1586 es el comienzo del esplendor de San Clemente, que inicia su camino como capital  política y fiscal. El San Clemente que hoy conocemos es el de los grandes espacios públicos y sus monumentos, capital antaño de un distrito político que reunía todo el sur de Cuenca, desde Las Mesas a Minglanilla, y también capital fiscal de un amplio territorio, legado del marquesado de Villena, y que se extendía por Albacete, Chinchilla, Almansa o Hellín hasta Yecla, Sax o Villena, y en algún momento Requena y Utiel.

Aquellos hombres de 1586, no obstante, no estaban orgullosos de nada. Habían adecentado el pueblo, pero eran conscientes de sus deudas con sus abuelos. Cuando describían su pueblo en las Relaciones Topográficas de 1575, destacaban por encima de todo sus conventos franciscanos, símbolo de una auténtica época gloriosa ya pasada, en la que, según se decía, la villa tuvo más población y posibilidades entre las gentes que vivían en aquel tiempo. Se equivocaban, pero los hombres de 1586 recordaban acomplejados a sus abuelos de 1500.

Aquellos hombres de 1500 habían creado una comunidad nueva, transformando la vieja villa de doscientos vecinos o casas en un pueblo recio de mil vecinos, tan solo en el espacio de una única generación. Se trataba de gentes heterogéneas, venidas de toda España, con una religión que les proporcionaba un mundo y un universo comunes de ideas, un lenguaje y un pensamiento que daba unidad a la diversidad de sus procedencias y creencias. Fue ese lenguaje común, nacido de la Biblia, no en vano era el único que conocían, el que les predestinó en un proyecto común: levantar una iglesia, la iglesia de Nuestra Señora de Gracia. Ese año de 1503, cuando se levanta una nueva iglesia, San Clemente se hizo como comunidad: como comunidad civil y como comunidad religiosa. Su nacimiento como comunidad, como tantos otros pueblos, está envuelto en la leyenda de un personaje mítico: Clemén Pérez de Rus, pero su hacimiento, en bella expresión del siglo XVI, como comunidad ocurre hacia 1500. Los sanclementinos de entonces, llegados de toda España, pusieron su voluntad y trabajo para levantar la nueva comunidad, aunque el elemento catalizador que lo hizo posible fueron unos pocos frailes franciscanos llegados al pueblo sin nada, como sin nada llegaron la mayoría de los nuevos sanclementinos. Una máxima de San Pablo: Nihil habentes et omnia possidentes, los que no tienen nada y lo poseen todo, unas palabras muy apegadas a los franciscanos y una expresión que define al San Clemente y sus vecinos de 1503.

Si hemos de elegir una fecha de nacimiento de San Clemente para la Historia de España ese año es el año 1439. Los sanclementinos se reunían en concejo junto a su iglesia, la de Santiago, y más probablemente en el camposanto anejo donde reposaban sus antepasados. Ese año comenzaron a dejar huella escrita de lo que trataban y hablaban en actas municipales. Las pocas más de un centenar de familias  sanclementinas fueron conscientes que debían dejar testimonio de su pasado. La Historia de España se les impuso, el corregidor González del Castillo levantaba la conocida Torre Vieja, mientras que el doctor Pedro González del Castillo levantaba el castillo de Santiago de la Torre. Una familia, los González del Castillo, que parecía iba a dominar toda la región, dadas sus buenas relaciones con don Álvaro de Luna. Los cambios de la fortuna relegaron a esta familia y en 1445 San Clemente cae bajo el dominio del hombre ascendente en la política castellana, don Juan Pacheco, maestre de Santiago y marqués de Villena. San Clemente nace como un “estado”, demasiado territorio para tan poca aldea de ciento treinta familias. Decimos estado, pues responde a la visión geopolítica de don Juan Pacheco y al hecho consciente de fortalecimiento de algunos núcleos, entre ellos, Villarejo de Fuentes o San Clemente, al que se dota de cuatro aldeas. El sueño quedó en nada, pues el gran desarrollo de Castillo de Garcimuñoz en el siglo XV convirtió a la nueva villa de San Clemente, con título desde diciembre de 1445, en pueblo dependiente de la fortaleza. Pero en estos años el alma de San Clemente cambió: los Pacheco definían a San Clemente como pueblo de pocas casas y muchas rosas, tal vez porque San Clemente fue lugar preferido de descanso de la mujer de don Juan Pacheco, doña María Portocarrero: aquí residía con sus hijos, en especial, el pequeño Juan. Con los Pacheco llegaron nuevas gentes y el alma de San Clemente se hizo dual. Aquel pequeño pueblo de campesinos y pastores vio cómo se asentaban los criados de don Juan Pacheco: paniaguados de hoy e hidalgos y grandes apellidos del día de mañana. Se les recompensó con grandes extensiones de tierra, en Villar de Cantos, y, en especial, uno de ellos fue muy favorecido: hablamos de Fernando del Castillo, alcaide luego de Alarcón, que recibió tierras en Perona y molinos en La Losa. El alcaide de Alarcón sería el hombre más rico y poderoso de la Mancha conquense, trescientos pares de mulas tenía; a sí mismo se llamaba el mayor de los diablos de este mundo, pues reconocía que no había familia a la que no hubiese hecho algún mal. Sus aliados, reconociendo su maquiavelismo, le llamaban el sabio; sus enemigos, sencillamente, lo conocían por el puto judío.  Al fin y al cabo, nadie sabía de su padre, que pasaba por un judío de Castillo de Garcimuñoz que vendía aceite, y todos sabían de su madre, cuyos huesos fueron desenterrados de la capilla de Santa Catalina del convento de San Agustín de Castillo de Garcimuñoz para ser quemados por practicar la fe judía. Recalcamos a este hombre, pues su hijo Alonso del Castillo y Toledo fue el fundador de la iglesia y convento que hoy nos acoge.

Además de los criados de don Juan Pacheco, a San Clemente llegaron otras gentes, de tierras de Belmonte, como la Rubia, criada de los marqueses, y gracias a cuyos testimonios conocemos muchas de las cosas que hasta aquí les hemos contado, y, de tierras de Castillo de Garcimuñoz, en 1455, llega la familia Origüela, con Pedro Sánchez de Origüela, y su mujer, y sus cuñados, los Rodríguez, es el embrión del San Clemente con fama de judío, establecido en el Arrabal, y que infectará, la expresión es de un vecino del siglo XVII, la sangre de todo el pueblo de San Clemente. Ese San Clemente tradicional y cristiano viejo, apegado a la libertad que da el terruño, tendrá que convivir con ese otro San Clemente del arrabal, ajeno a la tradición, de cuya fe se duda y de cuya naturaleza de bien nacidos también. Ambos mundos chocan en la guerra del Marquesado en 1476-1480, agitado el San Clemente tradicional por ese removedor de pueblos que fue Juan López Rosillo. Hasta hubo complot contra los judaizantes del pueblo al grito de que no queden mamantes ni piantes. La guerra la ganó Isabel la Católica, pero si en villas como Villanueva de la Jara ya no hubo lugar para hidalgos y conversos, villa enemiga de hidalgos se autodenominará; en San Clemente es difícil saber quién ganó la guerra, pues viejos criados del marqués, como García Pallarés, el del bello sepulcro de la iglesia de Santiago, o Lope Rodríguez, con oficio real, se paseaban orgullosos por el pueblo. De hecho, las disputas continuaron acabada la guerra y hasta la próxima guerra de Granada, intervención de la Inquisición incluida, pero a pesar de los procesos inquiistoriales, los cristianos nuevos de San Clemente aguantaron y con la expulsión de los judíos de 1492 buscaron una sinceridad religiosa que les posibilitara su integración en la comunidad. San Clemente, a pesar de todo, seguía siendo un lugar de pocas casas y muchas rosas, apacible para la vida. Valga como ejemplo, Don Jorge Manrique, el poeta, en los cuatro meses que estuvo en esta tierra, a comienzos de 1479, rehuyendo de la guerra se refugiaba en San Clemente. Dos testimonios directos tenemos de la presencia de Jorge Manrique en San Clemente, al que imaginamos como un melancólico poeta, que escribía sus últimas estrofas en esta villa, y no el capitán de guerra que fue por obligación.

Es así como llegamos al sueño que vivió San Clemente. Un sueño materializado por una generación que tuvo que rehacer sus vidas tras la guerra de Granada, en el periodo tan desconocido como fascinante, que va del año 1492 a los años previos a las Comunidades de Castilla en 1520. Acabada la guerra de Granada, los hombres vuelven a sus casas, pero la guerra ha provocado tales desplazamientos que los hombres están desarraigados, muchos no vuelven y buscan nuevos hogares. Uno de estos hombres, relacionado directamente con este convento, es Alonso del Castillo y Toledo, vuelto de Granada, busca casa en San Clemente. En 1493 se instala en la llamada calle de las Almenas, junto a la Torre Vieja, donde edifica su casa familiar. No llega con las manos vacías, su padre le ha legado amplias extensiones de tierras en El Cañavate, Perona, los molinos en La Losa y los censos o préstamos concedidos  a los campesinos en Villanueva de la Jara. Sería falso decir que su llegada es una novedad, se le recibe con recelo, su padre, el alcaide de Alarcón, es odiado, y su hijo Alonso ha recibido sangre judía por los cuatro costados: nada se sabe de su abuelo, un judío seguramente, su abuela, Violante González, la Blanquilla, es condenada por la Inquisición en 1491, sus huesos desenterrados y quemados; su madre es Juana Toledo, hija del llamado doctor Franco, cristiano nuevo y contador mayor del rey Juan II. La mujer de Alonso del Castillo, María de Inestrosa, da el buen nombre a la familia, es hija de Alonso Sánchez de Inestrosa, comendador de Santiago y señor de Valera de Yuso, tal vez los dos lobos superpuestos que se intuyen en una de las ménsulas del ochavo de esta iglesia sean de la familia Inestrosa. La suegra de Alonso del Castillo es Inés de Alcaraz, con ascendencia judía y condenas inquisitoriales en la familia y de la que se decía que embarazada se había refugiado en el hogar familiar de Castillo de Garcimuñoz y evitaba pasar a la iglesia de San Juan Bautista con la excusa de que no podía subir los escalones que daban acceso al templo, dado su estado de gestación.

Es en esos años de la década de 1490, cuando se plantan viñas nuevas, por los testimonios que nos han quedado del pueblo vecino de El Provencio. Con los nuevos cultivos, nuevas oportunidades y nuevos recién llegados: muchos son anónimos, otros no tanto, pero todos ellos ven en San Clemente una tierra de oportunidades. Destacamos a dos familias que llegan con los comienzos del siglo, andan vendiendo paños por la Mancha y son de Tierra de Campos: Martín Ruiz de Villamediana, que luego funda el convento de clarisas, y los de la Fuente, sus criados en un negocio de paños que tiene su centro en tierras vallisoletanas y zamoranas, pero cuyos tentáculos se extienden al vecino Reino de Portugal. El caso es que Ruiz de Villamediana y los de la Fuente se quedan en San Clemente en 1502, después de unos años de venta ambulante, casi con seguridad aprovechando las franquicias del mercado de los jueves.  Llegan con sus familias, los de la Fuente con su madre ciega, Martín Ruiz de Villamediana con su mujer e hijo pequeño a cuestas. Se quedan y ponen tienda, porque ven en San Clemente un pueblo prometedor. Es solo el inicio, tiendas y más tiendas; San Clemente es mediado el siglo XVI un pueblo de tiendas: al calor de los llegados de Tierra de Campos, otros sanclementinos, muchos de ellos cristianos nuevos, imitan su ejemplo, luego en 1570, los moriscos, hábiles en oficios, ponen tienda al lado de sus talleres y, por fin, llegado el siglo XVII, llegan los judíos portugueses que introducen a San Clemente en la economía mundo con centros en Lisboa y Holanda.

El camino de estos comerciantes lo recorren otros hombres con un mismo destino: San Clemente. Y allí donde hay comerciantes, siguen sus huellas los frailes franciscanos. Estos frailes viven de la tradición de su fundador San Francisco de Asís: se sienten a gusto en la calle y entre el pueblo. Se cuenta que a San Francisco de Asís le gustaba pasear por la ciudad y al volver al convento solía decir a uno de sus discípulos: ya hemos predicado. Los franciscanos gustarán de esta predicación entre el bullicio de las tiendas del mercado de los jueves, o en el momento de la recogida de la cosecha, cuando reciben la llamada limosna del pan. Andan más sueltos que en las obligadas predicaciones de Cuaresma o Adviento, donde compiten con los dominicos llegados desde Villaescusa.

Pero volvamos a 1503, año de la instalación en el pueblo de los franciscanos. Se dice que la fundación del convento es el legado de una bula papal de 1446, del papa Eugenio IV, que daba licencia para la fundación de quince conventos en España, cinco en Castilla. Esa afirmación puede valer para Belmonte o Villanueva de los Infantes, aquí en San Clemente el franciscanismo nace por dos razones: una profunda, los franciscanos saben que llegan a un pueblo en crecimiento y necesitado de evangelización; otra accidental, la familia Castillo debe arreglar sus asuntos con la Iglesia. El alcaide de Alarcón ha sido condenado en 1499 por acoger judíos de Ciudad Real en el castillo de Alarcón; es condenado por la Inquisición y cumple su condena haciendo penitencia en el convento franciscano de Belmonte. Los Castillo buscan esa profesión de fe que se les niega donando sus cosechas para mantenimiento de los conventos de la custodia franciscana. Alonso del Castillo y Toledo asume la política de su padre, el alcaide, de buenas relaciones con el franciscanismo, aunque no puede esconder su alma tacaña. Ya no solo con sus chantajes al pueblo de San Clemente al que cede 560 fanegas de trigo para su alimentación a cambio de que no construyan nuevos molinos que compitan con los suyos de la Losa, también porque su cicatería llega a la misma fundación del convento: cede a los frailes un espacio reducido e inhabitable de cuatro paredes, el conventico del que nos habla el cronista de la tradición franciscana.

Ese legado será visto por los sanclementinos como ofensa a unos frailes que se están ganando el apoyo de sus vecinos, viéndose obligado el concejo de San Clemente a ceder terrenos, suyos propios y aledaños, a los frailes. Aunque no se entiende nada si no pensamos en aquellos años que van de 1504 a 1508, momento de los primeros balbuceos del convento, años de sufrimiento para el pueblo de San Clemente y años de solidaridad desprendida de los unos frailes recién llegados. Son años malos, así quedan en la memoria de los hombres: malas cosechas, hambres, y, llegado el año 1508, la peste; una de las peores pestes que ha sufrido Castilla. 1503, 1504 y 1505 fueron años que se arruinaron las cosechas y 1506 el año que las lluvias excesivas arruinaron las yerbas y los ganados. Las familias, nos lo cuenta el cronista de la época, andaban con sus hijos a cuestas deambulando por los caminos exhaustos y hambrientos. Los años siguientes son penosos hasta que llega la peste de 1508 y las comunidades se juegan su propia existencia. En aquellos tiempos, en los pueblos el símbolo de continuidad de una comunidad era la lámpara de aceite encendida delante del Santísimo Sacramento. Había miedo, si la lámpara se apagaba se acababa la existencia de la comunidad. En este clima apocalíptico, todo cambió de repente y algo lo hizo posible. Ese posible fue el espíritu de solidaridad que infundieron los frailes al resto de vecinos con un mensaje de esperanza. De nuevo, el nihil tenentes et omnia possidentes. Los que nada tenían y se amparaban en un mensaje franciscano de salvación; los que nada tenían y se aferraban a la esperanza que la comunidad y pueblo de San Clemente tenía una continuidad en el tiempo, que le había hecho superar todas calamidades. En esos tiempos de dureza, la solidaridad de gentes diferentes, guiadas por el mensaje de unos frailes que han vuelto al mensaje primitivo del Evangelio, acaba con las suspicacias de antaño. El alma dual de los sanclementinos que les persigue en el tiempo deviene en alma colectiva que fija la identidad de todo un pueblo. Y llega el milagro: la gente deja de comer pan, siembra el poco trigo que tiene con la esperanza de una buena cosecha, que llega en abundancia nunca vista en el verano de 1508. Es ahora cuando el pequeño conventico, una casa maltrecha, es el objeto de las miradas de los sanclementinos, que, en agradecimiento, deciden levantar una iglesia y un gran convento.

Alonso del Castillo y Toledo es el protagonista. Él, que se ha malgastado parte de su hacienda en un sastre para recibir a Felipe el Hermoso y la Reina Juana, y él, que se ha refugiado en Vara de Rey, mientras sus vecinos padecían la peste. Alonso del Castillo sabe, sin duda de la construcción de San Juan de Reyes unos años antes en Toledo, una renuncia del franciscanismo a la mayor gloria de los reyes y debe pensar en levantar un convento franciscano como desafío a un pueblo que le odia y ensalzamiento de sí mismo. Por su cabeza debió pasar el imitar el convento franciscano de Cuenca. Allí, y por las vistas de Wyngaerde que nos han quedado de la ciudad, una torre poligonal cerrada domina la nave del convento; la torre era la capilla de la familia de los Gibaja o Madrid, antecesores de los marqueses de Moya. Es probable que Alonso del Castillo y Toledo pensara en un ochavo cerrado como capilla familiar de enterramiento y en su propia torre, pero el conflicto surgió enseguida. Si Alonso del Castillo y Toledo había puesto la primera casa y terreno, el templo que se edificaba lo hacía con las limosnas de los sanclementinos, que pidieron que el patronazgo sobre la iglesia fuese compartido. Se habla de una concordia el día de la Inmaculada de 1515: el ochavo de esquina a esquina para don Alonso del Castillo; el resto del convento para los sanclementinos, con derecho, al igual que don Alonso, a enterramientos en el resto del templo. La planta del templo, sin embargo, nos habla en su dibujo de las disputas entre don Alonso y el pueblo sanclementino y de la ingeniosa solución para hacer de la iglesia una iglesia de todos. El altar mayor en su medio ochavo aparece violentamente sesgado transversalmente por un transepto de poco desarrollo, antes de dar paso a la nave longitudinal y única. Si bien, lo que es intención de ruptura da lugar a unidad e integración bajo el signo de la TAU. La Tau es el signo de los elegidos para la salvación, es lo que dibujaron los judíos con la sangre de sus animales sacrificados en las jambas y dintel de las puertas de sus viviendas en Egipto para salvar a sus primogénitos y será adoptada por San Antonio abad y los cristianos, y en especial por San Francisco de Asís, representada en la letra T mayúscula. La Tau nos aparece, ya muy desgastada, en un pequeño escudo a la entrada de la iglesia sobre una columna, y la Tau la adivinamos en la planta del transepto y los dos tramos más próximos de la nave única. Es el espacio para la iglesia de los laicos, para la comunidad nacida y hecha en los comienzos del mil quinientos, y es el elemento que vale de nexo a la unión para el resto de la iglesia: uniendo el lugar sagrado del altar mayor o presbiterio y el coro alto, donde están los frailes en un plano superior, a la entrada, mientras a sus pies están los fieles laicos y, en un segundo plano, en los laterales están las capillas de enterramiento familiar de los sanclementinos. La Tau es el elemento que da unidad a la ecclesia de los laicos y la ecclesia de los religiosos. La Tau es el elemento de unión entre las nacientes comunidades de laicos y de religiosos, integradas en una única comunidad. San Clemente durante unos años vive un sueño hecho realidad, las palabras dominantes en el lenguaje son las de universidad y comunidad. Decenas de personas huyen de sus pueblos de señorío: de Minaya, El Provencio, Santa María del Campo o El Castillo, para refugiarse en San Clemente, como si fuera la Tierra prometida o la Jerusalén celeste aquí en la Tierra. La imagen de esa libertad es la iglesia de Nuestra Señora de Gracia, que en su entrada y en una leyenda ya casi ilegible recuerda el valor del sacrificio para alcanzar la salvación: en su cuerpo renovó los estigmas de la pasión. Es tal la ilusión de los hombres que hasta intentan fundar un pueblo nuevo el año 1510, entre El Provencio y San Clemente y una vez más, comienzan el pueblo, construyendo una iglesia. Lo llamarán Villanueva de la Reina, en honor de la reina Juana la Loca. ¡Cuánto le deben los sanclementinos a esta Reina, y cómo se ha olvidado la devoción que tenían por ella! El proyecto de Villanueva de la Reina fracasa por unas minorías asustadas, pero el sueño milenarista de aquellos hombres de fundar nuevas Jerusalén y nuevos espacios de libertad, no. Ni los procesos inquisitoriales de 1517 consiguen romper ese sueño; en el otoño de 1520, cuando San Clemente vive sus Comunidades, las alteraciones están imbuidas de milenarismo: se destituye a las autoridades y se elige una junta, encabezada por un capitán y con doce representantes, en una referencia a Jesucristo y sus doce apóstoles que no es necesario explicar.

San Clemente, cuya historia es una dualidad entre la integración guiada por una identidad común y los impulsos que arrastran a su disgregación, siempre ha estado tentado de deshacerse hasta llegar a su destrucción. Pero en el año 1503, el franciscanismo da al pueblo un lenguaje de dignidad y libertad, lo expresa bien Juan de León, emparentado con los León de Belmonte, un hombre errante, pues como descendiente de judío se le rechaza en todas partes, y que ha debido escuchar las palabras de los franciscanos belmonteños: el que no es negado a Dios no sea negado a las gentes. Un lenguaje, en la mente de sus enemigos, que se puede deslizar a la arrogancia del hombre que se siente como un Dios y desea comer del árbol de la ciencia: lo que no es negado a Dios no sea negado al mundo. Pero en ese año de 1503, los sanclementinos aun creyéndose dioses saben que son hombres.

El pensamiento individual da lugar a una cosmovisión colectiva. La nueva comunidad ha de tener nuevos espacios y un nuevo pueblo. Los franciscanos tienen su concepción de ciudad, su urbanismo ha de responder a principios cristianos. Los expresará bien el franciscano Francesc de Eiximenis y su concepto ideal de ciudad; esa concepción se la apropian los sanclementinos para levantar un nuevo pueblo. Hacia 1500, San Clemente es un pueblo feo, un lugar desarreglado. No existían los espacios públicos, junto a la iglesia estaba el camposanto y enfrente se ubicaban las carnicerías donde se degollaban las reses en un tufo maloliente; mesones, tiendas de abasto de pescado o carne se mezclaban con las mesas de los escribanos donde redactaban los protocolos; la iluminación no existía y hasta la década de 1520, las calles estaban embarradas, las casas eran de una única planta, no todas con tejas y la inmensa mayoría de tapial, el espacio habitable se compartía con un corral tapiado para animales, donde se acumulaba el estiércol. Ese oscurantismo se acrecentaba por las cuevas excavadas debajo de las casas, donde se guardaban las tinajas de vino y donde se sospechaba que los judaizantes extendían su fe. Ni los franciscanos ni la construcción de la iglesia de Nuestra Señora de Gracia cambiaron mucho esta realidad lúgubre, pero la concepción franciscana del espacio urbanístico cambió radicalmente, preparando ya los espacios públicos de la segunda mitad del siglo XVI.

San Clemente respondía a la ciudad ideal planteada por Francesc de Eiximenis cien años antes: un pueblo en llano, aunque en un pequeño altozano, huyendo del río Rus, si bien el crecimiento posterior lo aboca a sus aguas estancadas, los propios caminos que vienen de Chinchilla, por el puente del Remedio, o de Alarcón, por San Cristóbal, dan sin buscarlo ese diseño de una cruz que divide sus a cuatro barrios, que todavía en los inicios del siglo XVI son barrios balbucientes. En los extremos de Este a Oeste, San Cristóbal y Santa Ana; de Sur a Norte, el Remedio y San Roque. Eiximenis creía que los conventos se debían situar al este del pueblo, mientras iglesia y ayuntamiento debían presidir la plaza central. San Clemente responderá a esos principios, el convento franciscano estaba en el extremo oriental del pueblo, a un lado del camino principal, pero recibiendo a los nuevos habitantes, mientras que el espacio público de la plaza se empieza a configurar desde muy temprano, hacia 1495 las reuniones del concejo se divorcian de la iglesia de Santiago en unas casas de ayuntamiento que deberían estar ubicadas donde hoy está el ayuntamiento viejo. Se preparaba así el futuro espacio de la plaza donde se intentará integrar el ayuntamiento y una iglesia de Santiago, en principio pensada por Vandelvira con una gran cúpula oval y que para respetar el espacio de la plaza se vio obligada a tomar el tipo de iglesia salón con esa típica fachada palaciega. Se dice que en 1550 se invitó a tiendas y comerciantes a abandonar la plaza, y es así, si bien fue en un proyecto de renovación urbanística. El impulsor de este proyecto creemos que fue el gobernador Francisco de Zapata de Cisneros, el que nos aparece  en la inscripción del ayuntamiento de 1558 y del que conocemos que fue impulsor de remodelaciones urbanísticas en Sevilla. Este hombre era de la misma familia del Cardenal Cisneros, un franciscano, al que los genealogistas ven relacionado con esta zona de la Mancha y a nosotros nos gustaría ver como impulsor de nuestro convento de Nuestra Señora de Gracia, algo que no es descabellado.

En la ciudad ideal de Eiximenis no faltan los comerciantes y en San Clemente tampoco. Ya sabemos de sanclementinos en Sevilla y su feria de los Molares alrededor de 1500. Los jueves, los comerciantes ponen sus tiendas en la calle de las Almenas, que sale de la Torre Vieja, confluyendo con aquellos comerciantes que vienen por el viejo camino de Chinchilla desde el puente del Remedio. El convento los recibe a la entrada del pueblo y el mercado es lugar predilecto de predicación de los frailes. Por último, Eiximenis nos presenta una sociedad donde el trabajo es valorado, reivindicación del trabajo que ya ensalzó San Francisco, se ayuda a los pobres, no hay lugar para los ociosos y se funda la sociedad en unos principios cristianos que han de guiar la acción de los oficiales del concejo, a los que llama ministros de Dios y ojos del bien común. No muy lejos de esos principios rectores debían estar los alcaldes y regidores de San Clemente a comienzos del siglo XVI, que juraban después de ser elegidos sobre los Santos Evangelios la defensa del bien común y erradicar los pecados de la vida social. Recojamos un testimonio con motivo de la elección de oficios del año 1519: E luego los dichos alcaldes mandaron pregonar e se pregonaron los pecados públicos; que ninguno juegue juegos vedados ni blasfeme ni sea rrufián ni puta lo tenga ni sea amançebado ni trayga armas ni ande vagabundo so las penas de las leyes del Rreyno.

La ciudad ideal de la villa de San Clemente vivió en el tiempo lo que vivió el proyecto común de construcción de su iglesia. Y es que los ideales aguantan mientras hay proyectos comunes. Sabemos que hacia 1510 Pedro de Oma estaba construyendo la Torre del Reloj de Villanueva de la Jara, un edificio civil símbolo de la prepotencia de los jareños; tal vez el mismo Pedro de Oma, un vasco analfabeto, pero con gran habilidad como maestro de cantería, levantara la iglesia de Nuestra Señora de Gracia sin arrogancia, con la misma humildad que il poverello de Asís construyó la suya en 1209, y con la ayuda de todo el pueblo sanclementino. Los jareños construían torres civiles sabiéndose hombres; los sanclementinos construyen iglesias, creyéndose dioses. Los jareños edifican para vivir en la Tierra; los sanclementinos edifican, creyendo trasladar a la Tierra el Cielo. Cuando despiertan de su sueño, es decir, cuando el proyecto común de construcción de una iglesia se acaba, solo les queda su naturaleza humana. Es entonces, cuando renace en ellos esa alma dual de cincuenta años antes que tenían olvidada. Nadie expresará ese fracaso mejor que el más grande de los sanclementinos: Constantino de la Fuente, que en su niñez vivió el sueño milenarista de San Clemente y en su mocedad padeció su fracaso. Su imagen pesimista del hombre, como imago diaboli, su visión de la naturaleza humana llena de miseria y poquedad es reflejo de la sociedad que vivió. La sociedad sanclementina de mil quinientos tenía a la virgen de Nuestra Señora de Gracia como referente de una nueva sociedad recién nacida que veía la luz. Hacia 1580 en el retablo de Pedro de Villadiego, ya desaparecido, de esta iglesia se colocará la virgen de las Angustias con el cuerpo yacente de Cristo, símbolo de una sociedad que sufre en su ocaso. Pero en los doscientos cincuenta años siguientes el pueblo de San Clemente no estuvo solo en su sufrimiento, una y otra vez estaban más vivas que nunca las palabras de San Francisco de Asís: tanto es el bien que espero que en las penas me deleito.

El acceso a esta iglesia nos hace humildes, pues no se entra, se desciende, bajando unos escalones, y una vez pasado el cancel y entrada, el creyente o el agnóstico queda preso del camino ascendente que le lleva visualmente hasta la bóveda del altar mayor, ese camino es ascendente y guiado por unas capillas que van ganando en altura gradualmente y es continuo por la línea de impostas corrida, que hay encima de ellas. Ese es el milagro de este templo, que hace bajar al fiel la cabeza antes de pasar al templo para obligarle a elevar los ojos una vez pasado su umbral.

Hoy la iglesia en su pobreza nos recuerda al templo de sus inicios. Despojada de retablos y de altares, el espacio está destinado de nuevo para la reunión y para la predicación. Si la iglesia de Santiago era lugar de prédicas ininteligibles, en Nuestra Señora de Gracia se habla con la palabra fácil, Fray Julián de Arenas nos dice que hasta Agustinico, el más simple del pueblo, entiende la palabra de Dios que aquí se predica. Pero sencillez no es estulticia, sino transmisión del Evangelio tal como lo enseñó Cristo. Nuestra Señora de Gracia es un templo de la palabra y un templo del silencio. Silencio nacido del reposo de los antepasados sanclementinos, cuyos cuerpos yacen en sus tumbas. Ustedes, anunciando las capillas laterales, ven los escudos heráldicos pintados de grandes familias, los Herreros o los Buedo, ven pequeñas leyendas de presentación de la familia Ortega en sepulcros profanos y si afinan la vista verán, en las ménsulas de las que nacen las líneas que dibujan las bóvedas, escudos que quizás sean de los Inestrosa o tal vez los Castillo, si es que los Castillo tenían escudo para el apellido familiar. No verán el panteón familiar de esta familia de los Castillo, en otro tiempo en el altar mayor en el lado del Evangelio, ni el sepulcro de los Ortega a mano izquierda al pasar a la Iglesia, ni mucho menos las tumbas que hoy se ubican bajo el suelo de tablas que pisan sus pies ni los restos de los franciscanos en la cripta. No queda nada de la memoria de las viejas familias, cuyos apellidos se han olvidado tanto como el nombre de las capillas que tenían como propias: los Monteagudo, los Villamediana y su capilla del Descendimiento, los Origüela y su capilla de San Juan, los Buedo y su capilla del Nazareno o los Astudillo y su capilla de la Concepción. Las capillas quedan y los apellidos no. De la fama pretendida solo queda el hábito franciscano con el que se vestían los hombres para sus entierros, creyendo la promesa de San Francisco de rescatar las almas, tal como cuentan las Florecillas. De algunos no quedan ni sus huesos, como aquel de apellido Sevilla, que escondía ese otro de los Abravaneles, familia judía y monopolizadores de las finanzas reales de varios reinos, cuyos huesos fueron desenterrados para ser quemados. Y es que mientras los franciscanos acogían y hacían, otros deshacían y siguen deshaciendo.

Los retablos de antaño están deshechos. La acción pictórica de los Gómez queda residual y las veintisiete tablas pintadas de los santos franciscanos ajenas a su ubicación original. La rica biblioteca del convento, destrozada por los franceses y lo poco que queda de ella diseminada entre el Seminario Conciliar de San Julián y la Biblioteca Nacional. El bello claustro del convento, mutilado por un incendio y corroído por las heces de las palomas. Las treinta y una celdas de los monjes, vacías; el refectorio, preso de las humedades, y la misma iglesia protegida por un tejado, aunque con miedo por desvelar sus secretos. ¿Y qué decir de la Historia del convento? Las inscripciones, pendientes de un estudio epigráfico o simplemente esperando se quite la capa de cal que las oculta. En la iglesia de Nuestra Señora de Gracia todavía hay demasiado blanco, demasiado yeso, ocultando la piedra arenisca y caliza donde residen los testimonios de su nacimiento. La escritura fundacional del convento y el llamado libro becerro, según Enrique Fontes, se hallaban todavía en 1931 en la casa parroquial, para desaparecer en 1936, según Cirac Estopañán. Aunque nosotros dudamos de cualquier destino que se atribuya al rico patrimonio documental de esta villa y mantenemos la esperanza.

Nuestra Señora de Gracia sigue siendo, no obstante, espacio de encuentro y reunión como antaño; espacio de predicación y evangelización, aunque ya no están esos frailes de los que aprendió, siendo niño, el más grande de los predicadores de todos los tiempos, el sanclementino Constantino de la Fuente. Dicen que a Constantino se le permitía echar un trago de vino en medio de su prédica, al fin y al cabo, fue el vino lo que hizo de San Clemente un gran pueblo. Esta iglesia fue y es un espacio de solidaridad: de la ayuda a los apestados de 1508 quedó un hospital, de la conmiseración a delincuentes y pecadores quedó el derecho al refugio, acogimiento y el derecho universal en su espacio a un entierro digno; ya lo decía Fernando del Castillo, padre del fundador de este convento, no se le puede negar un entierro cristiano a nadie sea cual sea su fe o raza. Este convento fue un centro de educación, aquí aprendían los sanclementinos las letras, las cuentas y los rudimentos de la doctrina cristiana y hoy debería ser fuente del conocimiento de su pasado para el pueblo de San Clemente.

Este convento franciscano comenzó con la ilusión de dos frailes y acabó con la exclaustración de cinco en 1835. Al igual que todos los conventos observantes masculinos tenía por destino la ruina, piensen en lo que queda de los conventos franciscanos de Villanueva de la Jara, Iniesta, Villarrobledo, Valverde del Júcar, San Lorenzo de la Parrilla, Moya o Valera de Abajo, nada o casi nada. Nuestra Señora de Gracia estaba predestinado a la ruina, el voto de pobreza de sus inquilinos se reflejaba en el inventario de bienes con motivo de la Desamortización, solo cosas inútiles, mas su destino ruinoso no fue tal: un hombre, antes que sacerdote, salvó el convento de la ruina en los años centrales del siglo XIX, el padre Tomás, o Tomasito como le llamaban cariñosamente los sanclementinos. Este hombre mantuvo el espíritu de sacrificio, abnegación y esperanza de los sanclementinos de mil quinientos y supo mantener el símbolo de esa identidad: este edificio conventual, antes de que en 1899 pasará a estar de nuevo ocupado por los carmelitas.

Son hombres como Tomasito los que han mantenido esta iglesia y convento. Ni el olvido ocasional del concejo sanclementino ni el desprecio de sus fundadores pudo con esta iglesia: la más necesitada de toda la provincia franciscana por la falta de cuidados que ya presentaba en el siglo XVIII. Saqueada en 1706, luego por las tropas napoleónicas en dos ocasiones, 1809 y 1812, diezmando su biblioteca, y destrozados sus retablos en la guerra de 1936, el convento de Nuestra Señora de Gracia sigue en pie, gracias a nuevos Tomasitos, que repiten una y otra vez el mensaje que recibió San Francisco del crucifijo de San Damián: Ve y repara mi iglesia, que amenaza ruina.

 


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