Buenas noches,
Hoy en esta iglesia de Nuestra
Señora de Gracia me viene a la memoria un viaje con mi mujer hace años a Praga.
Visitamos entonces la iglesia de Belén, de la que poco queda de su original y
en su estado actual reconstruida en la época comunista, pero el sentimiento al
pasar a su interior es que estamos en un espacio creado para la evangelización
y predicación. Ese mismo sentimiento es el que hoy tengo en esta iglesia
franciscana de Santa María de Gracia. Aunque presuntuoso me atrevería a
establecer un parangón entre la Praga de principios del siglo XV, donde Jan Hus
predicaba sus doctrinas, y el San Clemente de inicios del mil quinientos, donde
un niño llamado Constantino de la Fuente, luego el más grande de los
predicadores, aprendía la oratoria de los frailes franciscanos observantes.
Hoy, quiero hacer un recorrido por la historia de San Clemente, comenzando en
1586, para retroceder a 1439, y detenerme en el año 1503, fecha nodal en la que
San Clemente se hizo como comunidad y adquirió una identidad indeleble.
El veinte de noviembre de 1586 es
el año y el día que se establece el corregimiento de las 17 villas, con capital
en San Clemente. Ese año, la iglesia de Santiago ya está levantada, un nuevo
ayuntamiento se eleva sobre el viejo edificio que viene de la década de 1490,
el edificio del pósito está recién acabado bajo los auspicios de mosén Rubí de
Bracamonte, último gobernador del marquesado de Villena y con fama de masón o
al menos es lo que nos dicen los símbolos familiares de su capilla de
enterramiento en Ávila. No están los grandes palacios barrocos, pero las
familias pudientes ya levantan sus casas de ricos, con fachadas adinteladas
entre grandes sillares y patios interiores para diferenciarse socialmente del
común y de sus casas de tapial.
Ese año de 1586 es el comienzo
del esplendor de San Clemente, que inicia su camino como capital política y fiscal. El San Clemente que hoy
conocemos es el de los grandes espacios públicos y sus monumentos, capital
antaño de un distrito político que reunía todo el sur de Cuenca, desde Las
Mesas a Minglanilla, y también capital fiscal de un amplio territorio, legado
del marquesado de Villena, y que se extendía por Albacete, Chinchilla, Almansa
o Hellín hasta Yecla, Sax o Villena, y en algún momento Requena y Utiel.
Aquellos hombres de 1586, no
obstante, no estaban orgullosos de nada. Habían adecentado el pueblo, pero eran
conscientes de sus deudas con sus abuelos. Cuando describían su pueblo en las
Relaciones Topográficas de 1575, destacaban por encima de todo sus conventos
franciscanos, símbolo de una auténtica época gloriosa ya pasada, en la que,
según se decía, la villa tuvo más población y posibilidades entre las gentes
que vivían en aquel tiempo. Se equivocaban, pero los hombres de 1586
recordaban acomplejados a sus abuelos de 1500.
Aquellos hombres de 1500 habían
creado una comunidad nueva, transformando la vieja villa de doscientos vecinos
o casas en un pueblo recio de mil vecinos, tan solo en el espacio de una única generación.
Se trataba de gentes heterogéneas, venidas de toda España, con una religión que
les proporcionaba un mundo y un universo comunes de ideas, un lenguaje y un
pensamiento que daba unidad a la diversidad de sus procedencias y creencias.
Fue ese lenguaje común, nacido de la Biblia, no en vano era el único que
conocían, el que les predestinó en un proyecto común: levantar una iglesia, la iglesia
de Nuestra Señora de Gracia. Ese año de 1503, cuando se levanta una nueva
iglesia, San Clemente se hizo como comunidad: como comunidad civil y como comunidad
religiosa. Su nacimiento como comunidad, como tantos otros pueblos, está
envuelto en la leyenda de un personaje mítico: Clemén Pérez de Rus, pero su
hacimiento, en bella expresión del siglo XVI, como comunidad ocurre hacia 1500.
Los sanclementinos de entonces, llegados de toda España, pusieron su voluntad y
trabajo para levantar la nueva comunidad, aunque el elemento catalizador que lo
hizo posible fueron unos pocos frailes franciscanos llegados al pueblo sin
nada, como sin nada llegaron la mayoría de los nuevos sanclementinos. Una
máxima de San Pablo: Nihil habentes et omnia possidentes, los que no
tienen nada y lo poseen todo, unas palabras muy apegadas a los franciscanos y
una expresión que define al San Clemente y sus vecinos de 1503.
Si hemos de elegir una fecha de
nacimiento de San Clemente para la Historia de España ese año es el año 1439.
Los sanclementinos se reunían en concejo junto a su iglesia, la de Santiago, y
más probablemente en el camposanto anejo donde reposaban sus antepasados. Ese
año comenzaron a dejar huella escrita de lo que trataban y hablaban en actas
municipales. Las pocas más de un centenar de familias sanclementinas fueron conscientes que debían
dejar testimonio de su pasado. La Historia de España se les impuso, el
corregidor González del Castillo levantaba la conocida Torre Vieja, mientras
que el doctor Pedro González del Castillo levantaba el castillo de Santiago de
la Torre. Una familia, los González del Castillo, que parecía iba a dominar
toda la región, dadas sus buenas relaciones con don Álvaro de Luna. Los cambios
de la fortuna relegaron a esta familia y en 1445 San Clemente cae bajo el
dominio del hombre ascendente en la política castellana, don Juan Pacheco,
maestre de Santiago y marqués de Villena. San Clemente nace como un “estado”,
demasiado territorio para tan poca aldea de ciento treinta familias. Decimos estado,
pues responde a la visión geopolítica de don Juan Pacheco y al hecho consciente
de fortalecimiento de algunos núcleos, entre ellos, Villarejo de Fuentes o San
Clemente, al que se dota de cuatro aldeas. El sueño quedó en nada, pues el gran
desarrollo de Castillo de Garcimuñoz en el siglo XV convirtió a la nueva villa
de San Clemente, con título desde diciembre de 1445, en pueblo dependiente de
la fortaleza. Pero en estos años el alma de San Clemente cambió: los Pacheco
definían a San Clemente como pueblo de pocas casas y muchas rosas, tal vez
porque San Clemente fue lugar preferido de descanso de la mujer de don Juan
Pacheco, doña María Portocarrero: aquí residía con sus hijos, en especial, el
pequeño Juan. Con los Pacheco llegaron nuevas gentes y el alma de San Clemente
se hizo dual. Aquel pequeño pueblo de campesinos y pastores vio cómo se
asentaban los criados de don Juan Pacheco: paniaguados de hoy e hidalgos y
grandes apellidos del día de mañana. Se les recompensó con grandes extensiones
de tierra, en Villar de Cantos, y, en especial, uno de ellos fue muy
favorecido: hablamos de Fernando del Castillo, alcaide luego de Alarcón, que
recibió tierras en Perona y molinos en La Losa. El alcaide de Alarcón sería el
hombre más rico y poderoso de la Mancha conquense, trescientos pares de mulas
tenía; a sí mismo se llamaba el mayor de los diablos de este mundo, pues
reconocía que no había familia a la que no hubiese hecho algún mal. Sus
aliados, reconociendo su maquiavelismo, le llamaban el sabio; sus
enemigos, sencillamente, lo conocían por el puto judío. Al fin y al cabo, nadie sabía de su padre, que
pasaba por un judío de Castillo de Garcimuñoz que vendía aceite, y todos sabían
de su madre, cuyos huesos fueron desenterrados de la capilla de Santa Catalina
del convento de San Agustín de Castillo de Garcimuñoz para ser quemados por
practicar la fe judía. Recalcamos a este hombre, pues su hijo Alonso del
Castillo y Toledo fue el fundador de la iglesia y convento que hoy nos acoge.
Además de los criados de don Juan
Pacheco, a San Clemente llegaron otras gentes, de tierras de Belmonte, como la
Rubia, criada de los marqueses, y gracias a cuyos testimonios conocemos muchas
de las cosas que hasta aquí les hemos contado, y, de tierras de Castillo de
Garcimuñoz, en 1455, llega la familia Origüela, con Pedro Sánchez de Origüela,
y su mujer, y sus cuñados, los Rodríguez, es el embrión del San Clemente con
fama de judío, establecido en el Arrabal, y que infectará, la expresión
es de un vecino del siglo XVII, la sangre de todo el pueblo de San Clemente.
Ese San Clemente tradicional y cristiano viejo, apegado a la libertad que da el
terruño, tendrá que convivir con ese otro San Clemente del arrabal, ajeno a la
tradición, de cuya fe se duda y de cuya naturaleza de bien nacidos también.
Ambos mundos chocan en la guerra del Marquesado en 1476-1480, agitado el San
Clemente tradicional por ese removedor de pueblos que fue Juan López Rosillo. Hasta
hubo complot contra los judaizantes del pueblo al grito de que no queden mamantes
ni piantes. La guerra la ganó Isabel la Católica, pero si en villas como
Villanueva de la Jara ya no hubo lugar para hidalgos y conversos, villa enemiga
de hidalgos se autodenominará; en San Clemente es difícil saber quién ganó la
guerra, pues viejos criados del marqués, como García Pallarés, el del bello
sepulcro de la iglesia de Santiago, o Lope Rodríguez, con oficio real, se
paseaban orgullosos por el pueblo. De hecho, las disputas continuaron acabada
la guerra y hasta la próxima guerra de Granada, intervención de la Inquisición
incluida, pero a pesar de los procesos inquiistoriales, los cristianos nuevos
de San Clemente aguantaron y con la expulsión de los judíos de 1492 buscaron
una sinceridad religiosa que les posibilitara su integración en la comunidad.
San Clemente, a pesar de todo, seguía siendo un lugar de pocas casas y muchas
rosas, apacible para la vida. Valga como ejemplo, Don Jorge Manrique, el poeta,
en los cuatro meses que estuvo en esta tierra, a comienzos de 1479, rehuyendo de
la guerra se refugiaba en San Clemente. Dos testimonios directos tenemos de la
presencia de Jorge Manrique en San Clemente, al que imaginamos como un
melancólico poeta, que escribía sus últimas estrofas en esta villa, y no el
capitán de guerra que fue por obligación.
Es así como llegamos al sueño que
vivió San Clemente. Un sueño materializado por una generación que tuvo que
rehacer sus vidas tras la guerra de Granada, en el periodo tan desconocido como
fascinante, que va del año 1492 a los años previos a las Comunidades de
Castilla en 1520. Acabada la guerra de Granada, los hombres vuelven a sus casas,
pero la guerra ha provocado tales desplazamientos que los hombres están
desarraigados, muchos no vuelven y buscan nuevos hogares. Uno de estos hombres,
relacionado directamente con este convento, es Alonso del Castillo y Toledo,
vuelto de Granada, busca casa en San Clemente. En 1493 se instala en la llamada
calle de las Almenas, junto a la Torre Vieja, donde edifica su casa familiar.
No llega con las manos vacías, su padre le ha legado amplias extensiones de
tierras en El Cañavate, Perona, los molinos en La Losa y los censos o préstamos
concedidos a los campesinos en
Villanueva de la Jara. Sería falso decir que su llegada es una novedad, se le
recibe con recelo, su padre, el alcaide de Alarcón, es odiado, y su hijo Alonso
ha recibido sangre judía por los cuatro costados: nada se sabe de su abuelo, un
judío seguramente, su abuela, Violante González, la Blanquilla, es condenada
por la Inquisición en 1491, sus huesos desenterrados y quemados; su madre es
Juana Toledo, hija del llamado doctor Franco, cristiano nuevo y contador mayor
del rey Juan II. La mujer de Alonso del Castillo, María de Inestrosa, da el
buen nombre a la familia, es hija de Alonso Sánchez de Inestrosa, comendador de
Santiago y señor de Valera de Yuso, tal vez los dos lobos superpuestos que se
intuyen en una de las ménsulas del ochavo de esta iglesia sean de la familia
Inestrosa. La suegra de Alonso del Castillo es Inés de Alcaraz, con ascendencia
judía y condenas inquisitoriales en la familia y de la que se decía que
embarazada se había refugiado en el hogar familiar de Castillo de Garcimuñoz y
evitaba pasar a la iglesia de San Juan Bautista con la excusa de que no podía
subir los escalones que daban acceso al templo, dado su estado de gestación.
Es en esos años de la década de
1490, cuando se plantan viñas nuevas, por los testimonios que nos han quedado
del pueblo vecino de El Provencio. Con los nuevos cultivos, nuevas
oportunidades y nuevos recién llegados: muchos son anónimos, otros no tanto,
pero todos ellos ven en San Clemente una tierra de oportunidades. Destacamos a
dos familias que llegan con los comienzos del siglo, andan vendiendo paños por
la Mancha y son de Tierra de Campos: Martín Ruiz de Villamediana, que luego
funda el convento de clarisas, y los de la Fuente, sus criados en un negocio de
paños que tiene su centro en tierras vallisoletanas y zamoranas, pero cuyos
tentáculos se extienden al vecino Reino de Portugal. El caso es que Ruiz de
Villamediana y los de la Fuente se quedan en San Clemente en 1502, después de
unos años de venta ambulante, casi con seguridad aprovechando las franquicias
del mercado de los jueves. Llegan con
sus familias, los de la Fuente con su madre ciega, Martín Ruiz de Villamediana
con su mujer e hijo pequeño a cuestas. Se quedan y ponen tienda, porque ven en
San Clemente un pueblo prometedor. Es solo el inicio, tiendas y más tiendas;
San Clemente es mediado el siglo XVI un pueblo de tiendas: al calor de los
llegados de Tierra de Campos, otros sanclementinos, muchos de ellos cristianos
nuevos, imitan su ejemplo, luego en 1570, los moriscos, hábiles en oficios,
ponen tienda al lado de sus talleres y, por fin, llegado el siglo XVII, llegan
los judíos portugueses que introducen a San Clemente en la economía mundo con
centros en Lisboa y Holanda.
El camino de estos comerciantes
lo recorren otros hombres con un mismo destino: San Clemente. Y allí donde hay
comerciantes, siguen sus huellas los frailes franciscanos. Estos frailes viven
de la tradición de su fundador San Francisco de Asís: se sienten a gusto en la
calle y entre el pueblo. Se cuenta que a San Francisco de Asís le gustaba
pasear por la ciudad y al volver al convento solía decir a uno de sus
discípulos: ya hemos predicado. Los franciscanos gustarán de esta predicación
entre el bullicio de las tiendas del mercado de los jueves, o en el momento de
la recogida de la cosecha, cuando reciben la llamada limosna del pan. Andan más
sueltos que en las obligadas predicaciones de Cuaresma o Adviento, donde
compiten con los dominicos llegados desde Villaescusa.
Pero volvamos a 1503, año de la
instalación en el pueblo de los franciscanos. Se dice que la fundación del
convento es el legado de una bula papal de 1446, del papa Eugenio IV, que daba
licencia para la fundación de quince conventos en España, cinco en Castilla.
Esa afirmación puede valer para Belmonte o Villanueva de los Infantes, aquí en
San Clemente el franciscanismo nace por dos razones: una profunda, los
franciscanos saben que llegan a un pueblo en crecimiento y necesitado de
evangelización; otra accidental, la familia Castillo debe arreglar sus asuntos
con la Iglesia. El alcaide de Alarcón ha sido condenado en 1499 por acoger
judíos de Ciudad Real en el castillo de Alarcón; es condenado por la
Inquisición y cumple su condena haciendo penitencia en el convento franciscano de
Belmonte. Los Castillo buscan esa profesión de fe que se les niega donando sus
cosechas para mantenimiento de los conventos de la custodia franciscana. Alonso
del Castillo y Toledo asume la política de su padre, el alcaide, de buenas
relaciones con el franciscanismo, aunque no puede esconder su alma tacaña. Ya
no solo con sus chantajes al pueblo de San Clemente al que cede 560 fanegas de
trigo para su alimentación a cambio de que no construyan nuevos molinos que
compitan con los suyos de la Losa, también porque su cicatería llega a la misma
fundación del convento: cede a los frailes un espacio reducido e inhabitable de
cuatro paredes, el conventico del que nos habla el cronista de la tradición
franciscana.
Ese legado será visto por los
sanclementinos como ofensa a unos frailes que se están ganando el apoyo de sus
vecinos, viéndose obligado el concejo de San Clemente a ceder terrenos, suyos
propios y aledaños, a los frailes. Aunque no se entiende nada si no pensamos en
aquellos años que van de 1504 a 1508, momento de los primeros balbuceos del
convento, años de sufrimiento para el pueblo de San Clemente y años de
solidaridad desprendida de los unos frailes recién llegados. Son años malos,
así quedan en la memoria de los hombres: malas cosechas, hambres, y, llegado el
año 1508, la peste; una de las peores pestes que ha sufrido Castilla. 1503,
1504 y 1505 fueron años que se arruinaron las cosechas y 1506 el año que las
lluvias excesivas arruinaron las yerbas y los ganados. Las familias, nos lo
cuenta el cronista de la época, andaban con sus hijos a cuestas deambulando por
los caminos exhaustos y hambrientos. Los años siguientes son penosos hasta que
llega la peste de 1508 y las comunidades se juegan su propia existencia. En
aquellos tiempos, en los pueblos el símbolo de continuidad de una comunidad era
la lámpara de aceite encendida delante del Santísimo Sacramento. Había miedo,
si la lámpara se apagaba se acababa la existencia de la comunidad. En este
clima apocalíptico, todo cambió de repente y algo lo hizo posible. Ese posible
fue el espíritu de solidaridad que infundieron los frailes al resto de vecinos
con un mensaje de esperanza. De nuevo, el nihil tenentes et omnia
possidentes. Los que nada tenían y se amparaban en un mensaje franciscano
de salvación; los que nada tenían y se aferraban a la esperanza que la
comunidad y pueblo de San Clemente tenía una continuidad en el tiempo, que le
había hecho superar todas calamidades. En esos tiempos de dureza, la
solidaridad de gentes diferentes, guiadas por el mensaje de unos frailes que han
vuelto al mensaje primitivo del Evangelio, acaba con las suspicacias de antaño.
El alma dual de los sanclementinos que les persigue en el tiempo deviene en
alma colectiva que fija la identidad de todo un pueblo. Y llega el milagro: la
gente deja de comer pan, siembra el poco trigo que tiene con la esperanza de
una buena cosecha, que llega en abundancia nunca vista en el verano de 1508. Es
ahora cuando el pequeño conventico, una casa maltrecha, es el objeto de las
miradas de los sanclementinos, que, en agradecimiento, deciden levantar una
iglesia y un gran convento.
Alonso del Castillo y Toledo es
el protagonista. Él, que se ha malgastado parte de su hacienda en un sastre
para recibir a Felipe el Hermoso y la Reina Juana, y él, que se ha refugiado en
Vara de Rey, mientras sus vecinos padecían la peste. Alonso del Castillo sabe,
sin duda de la construcción de San Juan de Reyes unos años antes en Toledo, una
renuncia del franciscanismo a la mayor gloria de los reyes y debe pensar en
levantar un convento franciscano como desafío a un pueblo que le odia y
ensalzamiento de sí mismo. Por su cabeza debió pasar el imitar el convento
franciscano de Cuenca. Allí, y por las vistas de Wyngaerde que nos han quedado
de la ciudad, una torre poligonal cerrada domina la nave del convento; la torre
era la capilla de la familia de los Gibaja o Madrid, antecesores de los
marqueses de Moya. Es probable que Alonso del Castillo y Toledo pensara en un
ochavo cerrado como capilla familiar de enterramiento y en su propia torre,
pero el conflicto surgió enseguida. Si Alonso del Castillo y Toledo había
puesto la primera casa y terreno, el templo que se edificaba lo hacía con las
limosnas de los sanclementinos, que pidieron que el patronazgo sobre la iglesia
fuese compartido. Se habla de una concordia el día de la Inmaculada de 1515: el
ochavo de esquina a esquina para don Alonso del Castillo; el resto del convento
para los sanclementinos, con derecho, al igual que don Alonso, a enterramientos
en el resto del templo. La planta del templo, sin embargo, nos habla en su
dibujo de las disputas entre don Alonso y el pueblo sanclementino y de la
ingeniosa solución para hacer de la iglesia una iglesia de todos. El altar
mayor en su medio ochavo aparece violentamente sesgado transversalmente por un
transepto de poco desarrollo, antes de dar paso a la nave longitudinal y única.
Si bien, lo que es intención de ruptura da lugar a unidad e integración bajo el
signo de la TAU. La Tau es el signo de los elegidos para la salvación, es lo
que dibujaron los judíos con la sangre de sus animales sacrificados en las
jambas y dintel de las puertas de sus viviendas en Egipto para salvar a sus primogénitos
y será adoptada por San Antonio abad y los cristianos, y en especial por San
Francisco de Asís, representada en la letra T mayúscula. La Tau nos aparece, ya
muy desgastada, en un pequeño escudo a la entrada de la iglesia sobre una
columna, y la Tau la adivinamos en la planta del transepto y los dos tramos más
próximos de la nave única. Es el espacio para la iglesia de los laicos, para la
comunidad nacida y hecha en los comienzos del mil quinientos, y es el elemento
que vale de nexo a la unión para el resto de la iglesia: uniendo el lugar
sagrado del altar mayor o presbiterio y el coro alto, donde están los frailes
en un plano superior, a la entrada, mientras a sus pies están los fieles laicos
y, en un segundo plano, en los laterales están las capillas de enterramiento
familiar de los sanclementinos. La Tau es el elemento que da unidad a la ecclesia
de los laicos y la ecclesia de los religiosos. La Tau es el elemento de
unión entre las nacientes comunidades de laicos y de religiosos, integradas en
una única comunidad. San Clemente durante unos años vive un sueño hecho
realidad, las palabras dominantes en el lenguaje son las de universidad y
comunidad. Decenas de personas huyen de sus pueblos de señorío: de Minaya,
El Provencio, Santa María del Campo o El Castillo, para refugiarse en San
Clemente, como si fuera la Tierra prometida o la Jerusalén celeste aquí en la Tierra.
La imagen de esa libertad es la iglesia de Nuestra Señora de Gracia, que en su
entrada y en una leyenda ya casi ilegible recuerda el valor del sacrificio para
alcanzar la salvación: en su cuerpo renovó los estigmas de la pasión. Es
tal la ilusión de los hombres que hasta intentan fundar un pueblo nuevo el año
1510, entre El Provencio y San Clemente y una vez más, comienzan el pueblo,
construyendo una iglesia. Lo llamarán Villanueva de la Reina, en honor de la
reina Juana la Loca. ¡Cuánto le deben los sanclementinos a esta Reina, y cómo
se ha olvidado la devoción que tenían por ella! El proyecto de Villanueva de la
Reina fracasa por unas minorías asustadas, pero el sueño milenarista de
aquellos hombres de fundar nuevas Jerusalén y nuevos espacios de libertad, no. Ni
los procesos inquisitoriales de 1517 consiguen romper ese sueño; en el otoño de
1520, cuando San Clemente vive sus Comunidades, las alteraciones están imbuidas
de milenarismo: se destituye a las autoridades y se elige una junta, encabezada
por un capitán y con doce representantes, en una referencia a Jesucristo y sus
doce apóstoles que no es necesario explicar.
San Clemente, cuya historia es
una dualidad entre la integración guiada por una identidad común y los impulsos
que arrastran a su disgregación, siempre ha estado tentado de deshacerse hasta
llegar a su destrucción. Pero en el año 1503, el franciscanismo da al pueblo un
lenguaje de dignidad y libertad, lo expresa bien Juan de León, emparentado con
los León de Belmonte, un hombre errante, pues como descendiente de judío se le
rechaza en todas partes, y que ha debido escuchar las palabras de los
franciscanos belmonteños: el que no es negado a Dios no sea negado a las
gentes. Un lenguaje, en la mente de sus enemigos, que se puede deslizar a
la arrogancia del hombre que se siente como un Dios y desea comer del árbol de
la ciencia: lo que no es negado a Dios no sea negado al mundo. Pero en
ese año de 1503, los sanclementinos aun creyéndose dioses saben que son
hombres.
El pensamiento individual da
lugar a una cosmovisión colectiva. La nueva comunidad ha de tener nuevos
espacios y un nuevo pueblo. Los franciscanos tienen su concepción de ciudad, su
urbanismo ha de responder a principios cristianos. Los expresará bien el
franciscano Francesc de Eiximenis y su concepto ideal de ciudad; esa concepción
se la apropian los sanclementinos para levantar un nuevo pueblo. Hacia 1500,
San Clemente es un pueblo feo, un lugar desarreglado. No existían los espacios
públicos, junto a la iglesia estaba el camposanto y enfrente se ubicaban las
carnicerías donde se degollaban las reses en un tufo maloliente; mesones,
tiendas de abasto de pescado o carne se mezclaban con las mesas de los
escribanos donde redactaban los protocolos; la iluminación no existía y hasta
la década de 1520, las calles estaban embarradas, las casas eran de una única
planta, no todas con tejas y la inmensa mayoría de tapial, el espacio habitable
se compartía con un corral tapiado para animales, donde se acumulaba el
estiércol. Ese oscurantismo se acrecentaba por las cuevas excavadas debajo de
las casas, donde se guardaban las tinajas de vino y donde se sospechaba que los
judaizantes extendían su fe. Ni los franciscanos ni la construcción de la
iglesia de Nuestra Señora de Gracia cambiaron mucho esta realidad lúgubre, pero
la concepción franciscana del espacio urbanístico cambió radicalmente,
preparando ya los espacios públicos de la segunda mitad del siglo XVI.
San Clemente respondía a la
ciudad ideal planteada por Francesc de Eiximenis cien años antes: un pueblo en
llano, aunque en un pequeño altozano, huyendo del río Rus, si bien el
crecimiento posterior lo aboca a sus aguas estancadas, los propios caminos que
vienen de Chinchilla, por el puente del Remedio, o de Alarcón, por San
Cristóbal, dan sin buscarlo ese diseño de una cruz que divide sus a cuatro
barrios, que todavía en los inicios del siglo XVI son barrios balbucientes. En
los extremos de Este a Oeste, San Cristóbal y Santa Ana; de Sur a Norte, el
Remedio y San Roque. Eiximenis creía que los conventos se debían situar al este
del pueblo, mientras iglesia y ayuntamiento debían presidir la plaza central.
San Clemente responderá a esos principios, el convento franciscano estaba en el
extremo oriental del pueblo, a un lado del camino principal, pero recibiendo a
los nuevos habitantes, mientras que el espacio público de la plaza se empieza a
configurar desde muy temprano, hacia 1495 las reuniones del concejo se
divorcian de la iglesia de Santiago en unas casas de ayuntamiento que deberían
estar ubicadas donde hoy está el ayuntamiento viejo. Se preparaba así el futuro
espacio de la plaza donde se intentará integrar el ayuntamiento y una iglesia
de Santiago, en principio pensada por Vandelvira con una gran cúpula oval y que
para respetar el espacio de la plaza se vio obligada a tomar el tipo de iglesia
salón con esa típica fachada palaciega. Se dice que en 1550 se invitó a tiendas
y comerciantes a abandonar la plaza, y es así, si bien fue en un proyecto de
renovación urbanística. El impulsor de este proyecto creemos que fue el
gobernador Francisco de Zapata de Cisneros, el que nos aparece en la inscripción del ayuntamiento de 1558 y
del que conocemos que fue impulsor de remodelaciones urbanísticas en Sevilla.
Este hombre era de la misma familia del Cardenal Cisneros, un franciscano, al
que los genealogistas ven relacionado con esta zona de la Mancha y a nosotros
nos gustaría ver como impulsor de nuestro convento de Nuestra Señora de Gracia,
algo que no es descabellado.
En la ciudad ideal de Eiximenis
no faltan los comerciantes y en San Clemente tampoco. Ya sabemos de
sanclementinos en Sevilla y su feria de los Molares alrededor de 1500. Los
jueves, los comerciantes ponen sus tiendas en la calle de las Almenas, que sale
de la Torre Vieja, confluyendo con aquellos comerciantes que vienen por el
viejo camino de Chinchilla desde el puente del Remedio. El convento los recibe
a la entrada del pueblo y el mercado es lugar predilecto de predicación de los
frailes. Por último, Eiximenis nos presenta una sociedad donde el trabajo es
valorado, reivindicación del trabajo que ya ensalzó San Francisco, se ayuda a
los pobres, no hay lugar para los ociosos y se funda la sociedad en unos
principios cristianos que han de guiar la acción de los oficiales del concejo,
a los que llama ministros de Dios y ojos del bien común. No muy lejos de esos
principios rectores debían estar los alcaldes y regidores de San Clemente a
comienzos del siglo XVI, que juraban después de ser elegidos sobre los Santos
Evangelios la defensa del bien común y erradicar los pecados de la vida social.
Recojamos un testimonio con motivo de la elección de oficios del año 1519: E luego los dichos alcaldes mandaron pregonar e se pregonaron
los pecados públicos; que ninguno juegue juegos vedados ni blasfeme ni sea
rrufián ni puta lo tenga ni sea amançebado ni trayga armas ni ande vagabundo so
las penas de las leyes del Rreyno.
La ciudad ideal de la villa de San
Clemente vivió en el tiempo lo que vivió el proyecto común de construcción de
su iglesia. Y es que los ideales aguantan mientras hay proyectos comunes.
Sabemos que hacia 1510 Pedro de Oma estaba construyendo la Torre del Reloj de
Villanueva de la Jara, un edificio civil símbolo de la prepotencia de los
jareños; tal vez el mismo Pedro de Oma, un vasco analfabeto, pero con gran
habilidad como maestro de cantería, levantara la iglesia de Nuestra Señora de
Gracia sin arrogancia, con la misma humildad que il poverello de Asís
construyó la suya en 1209, y con la ayuda de todo el pueblo sanclementino. Los
jareños construían torres civiles sabiéndose hombres; los sanclementinos
construyen iglesias, creyéndose dioses. Los jareños edifican para vivir en la
Tierra; los sanclementinos edifican, creyendo trasladar a la Tierra el Cielo.
Cuando despiertan de su sueño, es decir, cuando el proyecto común de
construcción de una iglesia se acaba, solo les queda su naturaleza humana. Es
entonces, cuando renace en ellos esa alma dual de cincuenta años antes que
tenían olvidada. Nadie expresará ese fracaso mejor que el más grande de los
sanclementinos: Constantino de la Fuente, que en su niñez vivió el sueño milenarista
de San Clemente y en su mocedad padeció su fracaso. Su imagen pesimista del
hombre, como imago diaboli, su visión de la naturaleza humana llena de miseria
y poquedad es reflejo de la sociedad que vivió. La sociedad sanclementina de
mil quinientos tenía a la virgen de Nuestra Señora de Gracia como referente de
una nueva sociedad recién nacida que veía la luz. Hacia 1580 en el retablo de
Pedro de Villadiego, ya desaparecido, de esta iglesia se colocará la virgen de
las Angustias con el cuerpo yacente de Cristo, símbolo de una sociedad que
sufre en su ocaso. Pero en los doscientos cincuenta años siguientes el pueblo
de San Clemente no estuvo solo en su sufrimiento, una y otra vez estaban más
vivas que nunca las palabras de San Francisco de Asís: tanto es el bien que
espero que en las penas me deleito.
El acceso a esta iglesia nos hace
humildes, pues no se entra, se desciende, bajando unos escalones, y una vez
pasado el cancel y entrada, el creyente o el agnóstico queda preso del camino
ascendente que le lleva visualmente hasta la bóveda del altar mayor, ese camino
es ascendente y guiado por unas capillas que van ganando en altura gradualmente
y es continuo por la línea de impostas corrida, que hay encima de ellas. Ese es
el milagro de este templo, que hace bajar al fiel la cabeza antes de pasar al
templo para obligarle a elevar los ojos una vez pasado su umbral.
Hoy la iglesia en su pobreza nos
recuerda al templo de sus inicios. Despojada de retablos y de altares, el
espacio está destinado de nuevo para la reunión y para la predicación. Si la
iglesia de Santiago era lugar de prédicas ininteligibles, en Nuestra Señora de
Gracia se habla con la palabra fácil, Fray Julián de Arenas nos dice que hasta Agustinico,
el más simple del pueblo, entiende la palabra de Dios que aquí se predica. Pero
sencillez no es estulticia, sino transmisión del Evangelio tal como lo enseñó
Cristo. Nuestra Señora de Gracia es un templo de la palabra y un templo del
silencio. Silencio nacido del reposo de los antepasados sanclementinos, cuyos
cuerpos yacen en sus tumbas. Ustedes, anunciando las capillas laterales, ven
los escudos heráldicos pintados de grandes familias, los Herreros o los Buedo,
ven pequeñas leyendas de presentación de la familia Ortega en sepulcros
profanos y si afinan la vista verán, en las ménsulas de las que nacen las líneas
que dibujan las bóvedas, escudos que quizás sean de los Inestrosa o tal vez los
Castillo, si es que los Castillo tenían escudo para el apellido familiar. No
verán el panteón familiar de esta familia de los Castillo, en otro tiempo en el
altar mayor en el lado del Evangelio, ni el sepulcro de los Ortega a mano
izquierda al pasar a la Iglesia, ni mucho menos las tumbas que hoy se ubican
bajo el suelo de tablas que pisan sus pies ni los restos de los franciscanos en
la cripta. No queda nada de la memoria de las viejas familias, cuyos apellidos
se han olvidado tanto como el nombre de las capillas que tenían como propias:
los Monteagudo, los Villamediana y su capilla del Descendimiento, los Origüela
y su capilla de San Juan, los Buedo y su capilla del Nazareno o los Astudillo y
su capilla de la Concepción. Las capillas quedan y los apellidos no. De la fama
pretendida solo queda el hábito franciscano con el que se vestían los hombres
para sus entierros, creyendo la promesa de San Francisco de rescatar las almas,
tal como cuentan las Florecillas. De algunos no quedan ni sus huesos,
como aquel de apellido Sevilla, que escondía ese otro de los Abravaneles,
familia judía y monopolizadores de las finanzas reales de varios reinos, cuyos
huesos fueron desenterrados para ser quemados. Y es que mientras los
franciscanos acogían y hacían, otros deshacían y siguen deshaciendo.
Los retablos de antaño están
deshechos. La acción pictórica de los Gómez queda residual y las veintisiete
tablas pintadas de los santos franciscanos ajenas a su ubicación original. La
rica biblioteca del convento, destrozada por los franceses y lo poco que queda
de ella diseminada entre el Seminario Conciliar de San Julián y la Biblioteca
Nacional. El bello claustro del convento, mutilado por un incendio y corroído
por las heces de las palomas. Las treinta y una celdas de los monjes, vacías;
el refectorio, preso de las humedades, y la misma iglesia protegida por un
tejado, aunque con miedo por desvelar sus secretos. ¿Y qué decir de la Historia
del convento? Las inscripciones, pendientes de un estudio epigráfico o
simplemente esperando se quite la capa de cal que las oculta. En la iglesia de
Nuestra Señora de Gracia todavía hay demasiado blanco, demasiado yeso,
ocultando la piedra arenisca y caliza donde residen los testimonios de su
nacimiento. La escritura fundacional del convento y el llamado libro becerro,
según Enrique Fontes, se hallaban todavía en 1931 en la casa parroquial, para
desaparecer en 1936, según Cirac Estopañán. Aunque nosotros dudamos de
cualquier destino que se atribuya al rico patrimonio documental de esta villa y
mantenemos la esperanza.
Nuestra Señora de Gracia sigue siendo,
no obstante, espacio de encuentro y reunión como antaño; espacio de predicación
y evangelización, aunque ya no están esos frailes de los que aprendió, siendo
niño, el más grande de los predicadores de todos los tiempos, el sanclementino
Constantino de la Fuente. Dicen que a Constantino se le permitía echar un trago
de vino en medio de su prédica, al fin y al cabo, fue el vino lo que hizo de
San Clemente un gran pueblo. Esta iglesia fue y es un espacio de solidaridad:
de la ayuda a los apestados de 1508 quedó un hospital, de la conmiseración a
delincuentes y pecadores quedó el derecho al refugio, acogimiento y el derecho
universal en su espacio a un entierro digno; ya lo decía Fernando del Castillo,
padre del fundador de este convento, no se le puede negar un entierro cristiano
a nadie sea cual sea su fe o raza. Este convento fue un centro de educación,
aquí aprendían los sanclementinos las letras, las cuentas y los rudimentos de
la doctrina cristiana y hoy debería ser fuente del conocimiento de su pasado
para el pueblo de San Clemente.
Este convento franciscano comenzó con
la ilusión de dos frailes y acabó con la exclaustración de cinco en 1835. Al
igual que todos los conventos observantes masculinos tenía por destino la
ruina, piensen en lo que queda de los conventos franciscanos de Villanueva de
la Jara, Iniesta, Villarrobledo, Valverde del Júcar, San Lorenzo de la
Parrilla, Moya o Valera de Abajo, nada o casi nada. Nuestra Señora de Gracia
estaba predestinado a la ruina, el voto de pobreza de sus inquilinos se
reflejaba en el inventario de bienes con motivo de la Desamortización, solo
cosas inútiles, mas su destino ruinoso no fue tal: un hombre, antes que
sacerdote, salvó el convento de la ruina en los años centrales del siglo XIX,
el padre Tomás, o Tomasito como le llamaban cariñosamente los sanclementinos.
Este hombre mantuvo el espíritu de sacrificio, abnegación y esperanza de los
sanclementinos de mil quinientos y supo mantener el símbolo de esa identidad:
este edificio conventual, antes de que en 1899 pasará a estar de nuevo ocupado
por los carmelitas.
Son hombres como Tomasito los que han
mantenido esta iglesia y convento. Ni el olvido ocasional del concejo
sanclementino ni el desprecio de sus fundadores pudo con esta iglesia: la más
necesitada de toda la provincia franciscana por la falta de cuidados que ya
presentaba en el siglo XVIII. Saqueada en 1706, luego por las tropas
napoleónicas en dos ocasiones, 1809 y 1812, diezmando su biblioteca, y
destrozados sus retablos en la guerra de 1936, el convento de Nuestra Señora de
Gracia sigue en pie, gracias a nuevos Tomasitos, que repiten una y otra
vez el mensaje que recibió San Francisco del crucifijo de San Damián: Ve y
repara mi iglesia, que amenaza ruina.
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