El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

domingo, 26 de junio de 2022

Ocaso de Alarcón

La idea de un Alarcón vencido por la guerra del Marquesado y condenado a una postración irremediable casa mal con los hechos históricos. La imagen decadente de Alarcón quizás sea más válida para Castillo de Garcimuñoz, que a comienzos del siglo XV vio como las familias nobiliarias abandonaban la villa, su régimen municipal de los veinticuatros, fundado en el fuero de Sevilla, era abandonado por falta de principales para cubrir ese cupo. La peste de comienzos de 1508 hacía el resto, provocando la ruina y abandono de alguna de sus aldeas como Torrubia. Para 1520, el Castillo de Garcimuñoz era una sociedad destrozada; los años inmediatamente anteriores había llevado a las cárceles inquisitoriales y a la hoguera a algunos de sus vecinos y sus sambenitos, símbolos de su condena y testimonio oprobioso para sus descendientes, colgaban de la puerta de la iglesia de San Juan: Catalina Alonso, mujer de Alonso de Peñafiel, quemada en 1519; Constanza de Peñafiel, mujer del escribano Hernán Sänchez de Origüela, quemada; Catalina de Origüela, mujer de Alvaro de Huerta, reconciliada el año 1518, y su hermana Maria de Origüela, mujer de Alonso del Castillo, reconciliada el año de 1521; los sambenitos de las dos hermanas colgaban junto a los de sus dos maridos. La persecución inquisitorial de Castillo de Garcimuñoz es más sangrante si vemos sus ramificaciones familiares en Cuenca o San Clemente.

Juan Rosillo, allá por 1642, recordaba el parentesco de estos Origüela con los de San Clemente y la suerte de uno de sus miembros, Luis Sánchez de Origüela, un librepensador adelantado a su tiempo que se mofaba de las imágenes religiosas, y cuyo sambenito con las palabras quemado aparecía junto a los de otros once en la iglesia de Santiago de la villa de San Clemente. Tirando del hilo, y dado el parentesco de estos Origüela sanclementinos con los Molina de Cuenca (Pedro Sánchez de Origüela había casado con Aldonza Sánchez de Molina a mediados del siglo XV y un nieto suyo, Hernando, con Ana de Molina), Juan de Rosillo había llegado a un éxtasis acusatorio donde la retahíla de molinas procesados por la Inquisición era interminable y  apuntaba a la progenie de Sancho de García Molina, llamado el pastor, y cuyos herederos, allá por 1640, se tenían por respetables hombres del gobierno de la ciudad de Cuenca  y cristianos viejos. Claro que la relación acusatoria de Juan de Rosillo era demoledora: 

Ana de Molina es hija de Alonso Núñez de Molina y Juana Núñez, reconciliados, vecinos de Cuenca, cuyo San Benito está en dicha ciudad y donde el apellido ay los sanbenitos siguientes: Alonso López de Molina, judayçante quemado, Alvaro de Molina, judayçante quemado, Aldonça la de Fernando de Molina, judayçante reconciliada, Catalina de Molina hija de Hernán López de  Molina, judayçante quemada, Constança, mujer de Francisco de Molina, jurayçante reconciliada, Diego de Molina, padre de Álvaro de Molina, judayçante quemado, Juana de Molina, judayçante quemada, María Alonso, mujer de Alonso de Molina, judayçante reconciliada, Ysabel de Molina, mujer de Juan de Molina, judayçante reconciliada, Ysabel, mujer de Hernán López de Molina, judayçante reconciliada, Ysabel, mujer de Juan de Molina Calacarrecio, judayçante reconciliada, Juana Núñez, mujer de Alonso Núñez de Molina, escribano, judayçante reconciliado
Este Juan de Rosillo era descendiente directo de Juan López de Rosillo, conocido como el reductor del Marquesado de Villena, que había acompañado al mismísimo don Jorge Manrique, dando la libertad a las villas del sur de Cuenca en la guerra del Marquesado. Ahora, aunque alcalde de la villa de San Clemente en su tiempo, veía cómo hombres de dudoso origen, tal era Francisco de Astudillo Villamediana, tesorero de rentas reales, se alzaban con el poder real en la villa, pues ponían su dinero al servicio de una Corona, agobiada financieramente en 1640, por la rebelión catalana. La enemistad que procuraba al advenedizo iba seguida de una andanada de acusaciones, que denunciaban el ascenso social de nuestro personaje Astudillo por el entroncamiento de sus ascendientes con los conversos más conocidos de la comarca. Ni en una resma de papeles era posible incluir los ascendientes judíos de Astudillo: a los origüelas y molinas, se sumaba su abuela Juana Fernández de Astudillo, natural de Iniesta y quemada en los años anteriores a las Comunidades.


Aunque si Castillo de Garcimuñoz debe recordar a alguno de sus antepasados es a Hernando del Castillo; como debe hacerlo Alarcón, de cuya fortaleza fue alcaide. Hernando del Castillo era llamado por sus contemporáneos como "el puto judío", por más que sus hechuras le dieran el sobrenombre de "el sabio". No se sabe nada de él y sus orígenes. Tan solo una certeza, era hijo de Violante González, "la blanquilla", cuyos huesos fueron desenterrados del convento de San Agustín en Castillo de Garcimuñoz para ser quemados en auto de fe en la Plaza Mayor de Cuenca en 1494. Este hombre, cuya fortuna en origen está ligada a sus servicios al maestre don Juan Pacheco, siempre ocultó sus orígenes. A partir del misterio, la fabulación: hijo de un aceitero, descendiente de los Castillo de la Trasmiera, o tal vez de los Origüela mencionados (de cuya sangre participaban los señores de Santa María del Campo y Santiago de la Torre).

La verdad es que muerto, todos se alejaron de su figura, incluidos los hijos. Una anécdota nos cuenta cómo el alcaide de Alarcón le tuvo que recordar sus orígenes a su hijo Diego, cuando pasaban por una de las calles de Castillo de Garcimuñoz, con las siguientes palabras
no te ensoberbezcas que ahí vendía aceite tu abuela
A este olvido contribuyó su condena inquisitorial en 1499, condena leve, pero que le obligó a abjurar de Levy  y a hacer penitencia en Belmonte. A la memoria de nuestro alcaide Hernando del Castillo no ayudaba su matrimonio con Juana de Toledo, hija de un famoso judío en su tiempo,el doctor Franco, y de cuya memoria renegaba su propio hijo Diego del Castillo que pretendía por madre una hija de don Alvaro de Luna.

Pero Hernando del Castillo siempre calló sus orígenes, por recelo hacia sus enemigos, sin duda; aunque también por considerarse a sí mismo un hijo de sus obras, que había ganado su posición social por sus obras. Y es que la figura de este hombre, nacido hacia 1420 y muerto en 1501, se asemeja poco al caballero bajomedieval y tiene más de condotiero del Renacimiento. Como caballero medieval pretendía haber ganado tal título en Pinos Puente, en una de las guerras de Granada; como condotiero, fue un intrigante, que, cómo el mismo decía, no había familia en la comarca que no lo odiara por haber colgado o acuchillado a alguno de sus familiares. Pero un condotiero con ambiciones de separase de la fidelidad debida a sus señores, los marqueses de Villena. A las donaciones de los marqueses, tierras y molinos, sumó los propios botines de sus escaramuzas guerreras para ampliar su hacienda a costa de las tierras de familias como los Valverde o los García. Se decía que al final de su vida poseía hasta trescientos pares de mulas.

Alcaide de Alarcón durante más de un cuarto de siglo; hoy no queda memoria del nombre del alcaide de Alarcón en esta villa. Ni una plaza ni una calle. Si buscamos la mejor habitación de su parador nos darán una que por nombre llaman del "marqués de Villena". !Qué injustos somos con el pasado! Don Diego López Pacheco raramente se pasaba por Alarcón y la pequeña corte de su padre, que era la de su madre María de Portocarrero, prefería deambular de Belmonte a San Clemente y el Castillo. La torre del homenaje de la fortaleza de Alarcón era la residencia de Hernando del Castillo; el espacio que hoy pretenciosamente ocupan los hospedados en la suite "marqués de Villena" no es sino la residencia habitual de Hernando del Castillo, que tal como reconocía ante los inquisidores en 1498, era una morada llena de angosturas, muestra de la austeridad de su vida. Nuestro enfermo alcaide, allá por los años sesenta, incluso encontraba por más cómoda la cabañuela que el físico judío Symuel había levantado a los pies de la torre para cumplir con los obligados preceptos de buen judío. Se dijo que doña Juana de Toledo y una de sus hijas perfumaban de orines la cabaña del judío desde lo alto de la torre, pero esa evacuación de excrementos debía ser práctica habitual.

Ni una placa que rememore a Hernando del Castillo en la villa de Alarcón, insistimos, cuando estamos ante la figura de uno de los conquenses más ilustres de la prosaica historia de esta provincia. Ni una calle que recuerde su nombre en la villa de Alarcón, cuando la propia villa de Alarcón le debe su existencia tras la guerra del Marquesado. Allá, en la concordia que firmó don Diego López Pacheco con los Reyes Católicos el uno de marzo de 1480, estaba presente el alcaide de Alarcón. No pudo salvar al entero su hacienda y perdió parte de ella, aunque Perona la intentó mantener por una fuerza contestada por los sanclementinos; pero salvo los términos de la villa de Alarcón, que por privilegio real de 25 de marzo de 1480 salvo la propiedad de las dehesas que se extendían por el sur, al lado de la ribera del Júcar y hasta los límites actuales de Albacete y un poco más allá, Tarazona y Villalgordo incluidos. Alarcón no perdió sus términos ni por guerras ni por sentencias, sino por el sencillo empuje de unos aldeanos jareños que roturaban sus dehesas y las convertían en tierras de pan llevar. Lo hacían con el dinero que les prestaban los Castillo a censo para comprar las semillas y los útiles de labranza necesarios; dinero que recuperaban como renta y como maquila en sus molinos del Júcar. Esos labradores también veían usurpados parte de sus beneficios como diezmos pagados a las cinco iglesias de Alarcón. O es que alguien piensa que la exuberancia de Santa María de Alarcón es deudora de los recursos de una villa de poco más de doscientos vecinos.

Alarcón debe su esplendor a unos labradores del sur, como les debe su ruina. Esos labradores de Quintanar, la Jara o Tarazona mudaron su condición de renteros en propietarios paulatinamente. El dinero del sur dejo de fluir para llenar las arcas de la villa de Alarcón. El legado del viejo alcaide de Alarcón era demasiado grande para ser sustentado durante mucho tiempo por sus incapaces hijos y nietos, que no veían intereses más allá de la tierra o villa donde se avecindaban. Su legado cayó en el olvido, como ha caído en el silencio  de los tiempos su figura. Tal vez algún día, al visitar Alarcón, el primer nombre que salga de los labios de los guías turísticos sea el de Hernando del Castillo y no ese otro de los marqueses de Villena, si no es para recordar a un suplicante Diego López Pacheco, que, suplicante, acudía ante nuestro alcaide para salvar sus estados.

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