El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

jueves, 11 de marzo de 2021

A VUELTAS CON EL CONVENTO DE NUESTRA SEÑORA DE GRACIA DE SAN CLEMENTE

 

Foto: Jesús Pinedo Saiz

Cuando el uno de septiembre de 1835 se inventarían los bienes del convento franciscano de Nuestra Señora de Gracia, únicamente quedan cinco frailes. Del viejo convento apenas queda nada. Lugar de enterramiento de grandes familias, centro de formación de las élites sanclementinas y punto de encuentro de los vecinos, el convento fue parejo en su esplendor y decadencia a la villa de San Clemente. “Los frailes” vieron crecer a San Clemente como pueblo y consolidarse a mediados del siglo XVI como capital política del sur de Cuenca y fiscal de un distrito que se extendía hasta tierras albaceteñas, alicantinas y murcianas.

El inventario de bienes de 1835 mostraba un convento sin propiedades apenas, pues, siguiendo la observancia franciscana, nunca las había tenido. Más allá de una biblioteca destrozada, las casullas y ropa clerical o los retablos e imaginería religiosa poco había que encontrar de valor entre sus paredes. Los franceses, durante la guerra de la Independencia, habían saqueado el convento, para llevarse como botín dos mil reales escondidos en una cueva, tras destrozar el órgano y desbaratar la biblioteca.

Es poco lo que había de valor en el edificio, pero el “convento de los frailes” seguía presentando en la sencillez de una pobre comunidad de monjes franciscanos, el recuerdo imborrable de la villa de San Clemente. Los bienes raíces del convento se limitaban a la fanega de tierra de su huerta contigua, una propiedad cercada, mitad arrendada y mitad explotada por la propia comunidad, y con dos norias; un granero al descubierto, un sótano y una cueva a modo de bodegas con cuatro tinajas, un pajar y una cuadra.

Tinajas, ollas de barro, una sartén y algún que otro trasto inservible es lo que quedaba de esta comunidad franciscana, ahora reducida a cinco miembros, pero que los capítulos de la orden se vieron obligados una y otra vez a fijar su número, pues las treinta y una celdas del edificio conventual no daban para más ocupación. La existencia de estos frailes transcurría entre estas celdas, un refectorio con tres mesas (y con un Divino crucificado en el frontis y sobre la puerta otro cuadro de la Purísima) y una cocina adyacente. Completaban las estancias una librería, de la que se conservaban algunos volúmenes completos, aunque veinticinco años antes había sido destruida por las tropas napoleónicas, y que era vestigio del estudio de Gramática que se creó en el convento el año 1563. La función del convento como centro de formación de las élites políticas y religiosas de su tiempo está por estudiar, más allá de su carácter local. Ortodoxia y heterodoxia se enseñaron de igual forma en esta “academia”, pues junto a las artes menores, la filosofía alcanzó cierto nivel y las doctrinas no oficiales también, como la negación del dogma de la purísima concepción por el irreverente hermano Arenas. Sin olvidar que detrás de la heterodoxia está la rivalidad franciscana con los carmelitas, pues ya avisaban los primeros que en San Clemente no había vecindad para tanta doctrina.

Parte de las celdas daban al patio porticado en dos claustros con arcos de medio punto y algo escarzanos, en la planta baja, y galería superior. Un claustro que aún recordaba la existencia de dos pequeñas capillas en su interior, una para uso de la comunidad y otra ya arruinada para uso particular, y en el que destacaban los brocales de dos pozos.

No obstante, era el conjunto de la iglesia el que deslumbraba a aquellos aprendices de inventarios de la Desamortización, incapaces de ver la belleza de las naves del templo y que nos describían así el interior del templo:

“Una iglesia con una puerta a la calle y dos en el interior del convento; tiene cinco altares en la capilla mayor con sus aras correspondientes; en el altar mayor una virgen de talla, titulada Nuestra Señora de las Angustias, con un cetro de yerro con estrellas de hoja de lata por Corona; a la mano derecha una imagen de N. P. S. Francisco también de talla y a la izquierda otra de Santa Margarita también de talla, cada una con un Santo Cristo y un poco al lado una urna con la reliquia de San Faustino, perteneciente al ilustre ayuntamiento de esta villa con dos llaves de la que una conserva dicho ayuntamiento y otra el prelado de esta comunidad. En el crucero los otros cuatro altares, cada uno con su retablo y en uno de ellos un cuadro de la Purísima, un púlpito de madera sobredorada, enfrente un cuadro de S. Diego de Alcalá con un marco de talla; en seguida cuatro capillas a un lado y tres al otro, cada una con su retablo; en una de ellas un Santo Cristo grande. Un cancel a la entrada de la puerta de la calle con sus puertas correspondientes; un coro alto con dos órdenes de sillería, y al respaldar los santos de la orden pintados; una caja para el órgano destrozada por los franceses, una torre con dos campanas, la una quebrada; otra pequeña en lo interior del convento, y la que hay en la portería para llamar. Un sagrario con una sacra campanilla para tocar a Santus, cuatro candeleros de metal, dos atriles y tres confesionarios; tres cruces de madera en los altares con un santo Cristo de metal en cada una. Un Vía Crucis, y al lado del Evangelio un panteón”.

El citado panteón era el de la familia Castillo, unos judíos procedentes de Castillo de Garcimuñoz, herederos de Hernando del Castillo, alcaide de Alarcón. Fue su hijo, Alonso, el que fundó el convento y a duras penas conservó y compartió el patronazgo del mismo con el concejo sanclementino, reservándose el ochavo. Su herencia sería recogida por los marqueses de Valera, que andado el siglo XVIII, eran acusados de tacaños por el pueblo sanclementino por no gastarse un real en la reforma del convento. El panteón de los Castillo solo tendría su igual en el sepulcro labrado de don Rodrigo de Ortega, señor de Villar de Cantos, y antecesor por línea materna de los marqueses de Valdeguerrero. Don Diego Torrente nos situaba este sepulcro en el centro de la iglesia, al lado izquierdo, y nos reproducía su leyenda: “Iacent in foxa Roderici Ortega ossa”.

Las siete capillas laterales eran lugar de enterramiento de conspicuas familias sanclementinos. Hemos de acudir a los documentos para conocerlas, pues la cerrazón a cal y canto de este convento respeta tanto la espiritualidad de un misticismo sobrecogedor como la mezquindad de unas élites políticas despectivas e ingratas con su pasado histórico y con su pueblo. Por las catas que se hicieron hace tiempo, hemos visto que tras el revocado dieciochesco de sus paredes se esconden pinturas, recuerdo en lo visible de las armas de la familia Buedo, tesoreros de rentas reales y dueños de media Vara de Rey, o a mejor decir, de Pozoamargo, y por los documentos rescatados por doña Julia Toledo sabemos de otras armas familiares, en este caso, en el ochavo y pertenecientes a la familia Pacheco, que por enlace de don Juan Pacheco Guzmán con doña Elvira Cimbrón, habían enlazado con los Castillo. Entre las capillas: la capilla del Descendimiento, del patronazgo de Alonso Ruiz de Villamediana; la capilla del señor san Juan, donde están enterrados los Origüela; o la capilla del Nazareno o de la familia Buedo.

Al fondo y en frente del altar mayor, es decir a la entrada (Portada gótica, blasonada con el cordón franciscano ciñendo el arco de entrada) y en la parte superior, el coro: con un órgano que ya no queda y con una sillería y una serie de cuadros de padres de la orden franciscana, que, tras su paso por el convento de clarisas, acabaron malvendidos en Estados Unidos o ¡vaya usted a saber donde están las cosas en un pueblo en el que si se escarbara se podría encontrar alguna pila bautismal románica de inicios del siglo XIII en casona señorial!

Completaban las dependencias del convento, la sacristía, que, a la altura de 1835, era un conjunto de armarios con cajones para guarda de casullas, cortinas, ropas y algunas cruces, cálices, patenas y aguamaniles con más madera y metal que plata. Aunque los frailes eran tan pobres como espabilados en esconder de la avaricia ajena las cosas de valor, ya fueran franceses ya desamortizadores.

En fin, un edificio achaparrado en sus formas exteriores y aparentemente feo, pero cuyo interior, cuando sea accesible, es de belleza sin igual y cautivadora. Este es el legado que supo salvar un héroe sanclementino tan desconocido como querido por sus coetáneos: el padre Tomás, que se hizo cargo de la iglesia tras la exclaustración y permitió su preservación hasta la llegada de nuevos frailes: los padres carmelitas. Ironías de la historia, los viejos enemigos de los franciscanos ocupaban su solar casi quinientos años después. Reformarían la parte conventual hasta dejarla irreconocible, aunque sin llegar a la bárbara intervención del siglo XVIII que tapiaría los vanos de los arcos del claustro.

El convento de Nuestra Señora de Gracia es la gran asignatura pendiente del pueblo sanclementino. La villa de San Clemente recuerda aquella otra de la década de 1490, cuando sus vecinos se habían convertido en paniaguados de cuatro familias y como diversión tenían darse de cuchilladas a la salida de misa. Hoy esas cuatro familias son los poderes públicos de turno en Albacete a los que alegremente nos sometemos, confundiendo el oportunismo personal con el bien común. El marasmo que vivía San Clemente en 1490 lo resolvió la reina Isabel la Católica con unos cuantos azotes y otros tantos destierros del pueblo, pero la reina descansa en paz en Granada.


  • Inventario bienes del convento de Nuestra Señora de Gracia. Signatura AHPCu Leg. 4/2

 

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