El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

viernes, 27 de diciembre de 2024

Gaspar Méndez de Liébana contra el concejo jareño

 El regidor Andrés Alarcón y Rosales, ese año 1645, había pasado una grave enfermedad, una angina especie de garrotillo, decía el médico de Villanueva de la Jara. Seis veces había sido sangrado. Era buena justificación para escapar de las pesquisas del receptor enviado por la Chancillería de Granada, distante cincuenta y nueve leguas, a instancia de Gaspar Méndez de Liébana. Quien no pudo recibir al receptor granadino fue el alcalde Pedro Clemente, que ese día tenía un asunto arduo. Se trataba del ajusticiamiento de dos reos condenados a pena de muerte, sin que sepamos su delito. El pueblo vivía cierta indefinición en su gobierno, con permanencia de viejas familias: Francisco de Espinosa era el otro alcalde y Martín Cañavate ocupaba la escribanía del ayuntamiento, mientras que la tenencia del oficio de alférez mayor la detentaba Agustín de Valera por esta familia. Pedro González de Tébar, Antonio López Cardos continuaba las sagas como regidores perpetuos pero nuevos nombres aparecían en el ayuntamiento, tales Martín Cañada de Toledo y otros, nuevos ricos, se consolidaban en el gobierno de la villa, era el caso de Sebastián Donate o Diego García Donate. Viejos nombres de vecinos se repetían como Giraldo de Borgoño o Juan Sáez de Pozoseco, mientras que otros llegados de fuera, como Juan de Lerma, ejercía de sombrerero ajeno a los nubarrones que se anunciaban para los negocios.

El receptor dado lo espinoso del asunto a tratar no fue bien recibido en Villanueva de la Jara, alojado en la posada de la plaza del pueblo, no había camas disponibles para él, por lo que se le derivó a la casa del procurador síndico. Ese año de 1645, pululaban por el pueblo varios recaudadores de rentas enviados desde San Clemente para soportar el esfuerzo militar de la monarquía. El receptor granadino llamado Francisco Ramírez estaría poco en el pueblo, se daría por pagado con noventa reales y se iría. No todos pagaron, Pedro Clemente alegó no poseer bienes y que todos eran de su madre Ana de Tébar. El pueblo había cerrado filas contra el licenciado Gaspar Méndez de Liébana, administrador de propios y para los vecinos un extranjero y un castillero, que por meterse donde no le llamaban había recibido lo suyo de un matón paniaguado de las élites jareñas: el mulato Francisco Leal.

Gaspar Méndez de Liébana había presentado una querella criminal contra el mulato Francisco Leal, esclavo, y sus dueños el regidor don Andrés de Alarcón Rosales y su mujer Catalina Prieto. La querella se había hecho extensiva al regidor Juan Prieto Cuadrado, don Pedro Clemente y Gregorio García, alcaldes ordinarios, Pedro Remírez, escribano del ayuntamiento, y Juan Marcilla. A todos ellos acusaba de servirse de los bienes propios del concejo en su beneficio propio y el haber chocado con ellos por intentar una administración limpia de estos bienes. Aunque la querella venía motivada por un hecho puntual: el nueve de septiembre de 1640, el hijo de Gaspar, Sebastián Ignacio había ido a comprar a la carnicería pública, allí fue injuriado por el esclavo Francisco Leal que le arrojó dos cuernos en presencia de muchos vecinos para mayor escándalo. Es más, por la noche, el esclavo se había presentado en casa de Sebastián Ignacio, armado con una carabina y con intención de matarlo. La afrenta la había ejecutado el esclavo, pero Gaspar veía detrás a los oficiales del concejo. 

Los ánimos se enconaron en el proceso sumario que se abrió después para averiguar los hechos. Uno de los testigos favorables a Gaspar, Francisco Pastor Garnica había sido insultado por Catalina Prieto y había sido golpeado por un criado de esta llamado Francisco Fino, que, con un puñal, lo había intentado matar. El asunto se había enredado, cuando fue preso Pedro Ramírez, escribano y tío de Catalina Prieto, por malversación en el arrendamiento de la escribanía del concejo. El escribano sería soltado de la cárcel por el alcalde Pedro Clemente, mientas Gaspar Méndez se veía obligado a abandonar el pueblo ante las amenazas, pues sus enemigos rezaban responsos delante de sus casas. Detrás de este vodevil se escondía un problema más grave: las necesidades financieras de la Corona para sostener la guerra exigía más recursos y había una élite, que trampeando con los bienes propios no estaba a ceder el aprovechamiento particular que los mismos hacía. Gaspar Méndez de Liébana acusaba a los oficiales querellados de haberse quedado con seis mil reales.

ACHGR, C 9875  8

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