Hubo un intento de una familia de crearse su pequeño señorío en las tierras al norte de San Clemente, en el pequeño lugar de El Cañavate. Eran los Pacheco, rama bastarda de los marqueses de Villena y alcaides de Belmonte. En 1499, el mayor de la saga, Rodrigo Pacheco, lo tenía todo: unas propiedades que se extendían por El Cañavate, sus aldeas, Tébar, Honrubia y La Alberca. Su padre Diego le preparó un gran patrimonio con su casamiento con María Vallo (la hija del arcediano Gómez Vallo, con bello sepulcro en la catedral de Cuenca), pero su mujer murió repentinamente. Se preparó un segundo matrimonio, esta vez con Isabel Pedrola, hija del comendador Tristán Muñoz (o Ruiz) Molina y Catalina Suárez, pero la mujer, aparte de aportar doce mil ducados al matrimonio, fue incapaz de aportar lo que se le pedía al matrimonio: los hijos. Rodrigo despreció a su mujer estéril, cayendo en los brazos de la cuñada de su mayordomo, Ana Muñoz o la muñoza; mientras la despreciada Isabel de Pedrola, mantenía las formas, que, en aquellos tiempos, era mantener el patrimonio heredado. La fortuna de Rodrigo, y la de su mujer, era envidiada por Diego Ruiz de Alarcón, su sobrino y señor de Buenache, y por su hermano Hernando Pacheco, alcaide de Belmonte. Mientras la muñoza urdía, no en vano tenía fama de sagaz, astuta y lisonjera, Isabel de Pedrola aguantaba los insultos de la advenediza y de su marido, para el que el matrimonio estaba consumido; pero Isabel mantenía y preservaba cada uno de los ducados de su dote matrimonial.
El tiempo pasó, el ardor de los amoríos de Rodrigo Pacheco fueron apagados por la vejez, la enfermedad y la irremediable ceguera. Poco antes de morir, cuando solo era un títere en manos de la muñoza y del señor de Buenache, tuvo un momento de lucidez, dejando parte de su fortuna para la edificación de una nueva iglesia en El Cañavate, y garantizando, vía testamentaria los bienes de su repudiada mujer. Isabel de Pedrola siguió los pasos de su difunto marido, dejando los doce mil ducados de su fortuna para la fundación del convento de clarisas de San Clemente, donde ingresaría.
Era el año 1539; la verdad es que el convento ya existía, pero no como lo conocemos hoy, pues las beatas se congregaban en torno a la casa que les había dejado Martín Ruiz de Villamediana, uno de esos hombres que forjó el San Clemente de 1500: mercader de Zamora, hidalgo sin guerras en las que luchar, noble por diferenciarse en algo de los demás y, sin saber cómo, líder de la rebelión comunera en San Clemente. Figura tan heterodoxa solo tiene su parangón en otra mujer llamada la melchora, que junto a otras dos beatas, las llamadas toledanas, fueron sin edificio que las cobijara las verdaderas fundadoras de las clarisas. Eran tiempos en los que dominaba la herejía, que es tanto como decir la libertad de pensamiento, entre el erasmismo y esos radicales llamados los alumbrados; hombres y mujeres que hicieron suyo el espíritu de pobreza que intentó infundir en la orden franciscana el gran Cisneros.
Pero una cosa era la pobreza y otra la irreverencia. La melchora era indomable; hasta San Clemente mandó la orden franciscana una sor Ana Sánchez, de Villanueva de los Infantes, para poner orden en aquel grupo en torno a la melchora que vivía la fe tan rudamente como los tiempos que les tocó vivir; el enfretamiento fue tan violento, que el Padre Provincial tuvo que intervenir para que la melchora no acabara con sor Ana. Triunfante, sor Ana, vivió veinte años de santidad, o eso nos dice el cronista de la orden padre Ortega, porque la vida de esta santa mujer ha sido barrida de la historia. La melchora, de hecho, despojada de sus hábitos conservaba aún el poder. La pobre sor Ana tuvo que emprender el camino de Villanueva de los Infantes.
Es entonces cuando Isabel de Pedrola queda viuda e inicia su ministerio religioso. Es entonces cuando, con los doce mil ducados donados por Isabel, comienzan las obras de uno de los edificios más bellos de San Clemente: el convento de la Asunción.
Alguno de los lectores puede pensar que este clima de intrigas es similar al clima que se vive hoy en San Clemente, pero hay una diferencia: en aquellos tiempos pasados había mujeres, ... y hombres
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