El corregimiento de las diecisiete villas (fotografía: Jesús Pinedo)


Imagen del poder municipal

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EL CORREGIMIENTO DE LAS DIECISIETE VILLAS EN LA EDAD MODERNA (foto: Jesús Pinedo)

Saturday, September 20, 2025

Las santas no reconocidas de la Tercera Orden franciscana de San Clemente

 Entender el franciscanismo femenino en San Clemente es comprender la evolución personal de cada una de las mujeres insignes que le dieron vida. Su evolución es la que discurre desde la anarquía a la regla, puede parecer una exageración, pero si olvidamos el aspecto religioso, pues no podemos dudar de la fe de cada una de estas mujeres en el tiempo que le tocó vivir, la evolución de sus vidas viene marcada por la renuncia a sí mismas.

La Melchora fue la primera de ellas. Mujer ruda y de carácter, difícil de someter a regla y obediencia alguna. Lo suyo era la acción desprendida hacia los demás: atender pobres y cuidar enfermos. Se le quiso meter en vereda y para aceptarla en la Tercera Orden Regular de las "isabelas" se mandó desde Infantes a sor Ana Sánchez. Fue un gran error de la orden franciscana; posiblemente, si se hubiera mandado a la hermana de sor Ana, Catalina Ruiz, las cosas hubieran ido mejor. No fue así y el franciscanismo estuvo a punto de sucumbir. Un talante distinto, aunque las mismas ansias de independencia debieron tener Ana Pacheco, hija de los señores de Minaya, y la Remona, hija de unos labradores ricos, pero ambas fueron más circunspectas que la Melchora y de su vida hicieron un ejemplo de vida cristiana, siguiendo el ejemplo de Santa Clara e Isabel de Hungría. Ana Pacheco murió en 1553; la Remona no lo sabemos. Sus vidas fueron ajenas a conventos, por esa razón eligieron como sepulturas el hogar familiar, es decir, la capilla de la iglesia de Minaya, y la pequeña iglesia de Perona. Buscaban el alejamiento del mundo y el reposo eterno y la Iglesia convirtió sus sepulturas en santuarios para la peregrinación.
Este primer franciscanismo, que se inventaba día a día con una vida de rectitud de sus protagonistas, debía someterse a convento y a regla que lo ordenase. Tres monjas protagonizarían esta nueva etapa: Lucía Valderrama, Isabel Rodríguez y Catalina Ortiz. Son las mujeres que aprendieron la vida regular junto a los frailes en el convento dúplice de Nuestra Señora de Gracia y permitieron la transición a la clausura. Una nieta de cantero, otra de condenado por la Inquisición y una más de la que poco sabemos, la última, pero que sería quien definiría la nueva vida conventual de las "isabelas".

Lucía de Valderrama la tenemos por nieta del cantero vasco Pedro de Oma, por su hija Mari Pérez de Oma. Lucía es todavía una beata, que acompaña la oración con el cilicio, una asceta que ya busca la unión mística con Dios y que dice tener revelaciones divinas, pero su vida no es la la de la beata que busca el ejemplo del Evangelio en el hogar familiar, Lucía, al igual que otras mujeres que se han visto huérfanas de la casa dejada por Martín Ruiz de Villamediana, pues sobre su solar se edifica nuevo monasterio, busca el cobijo en el convento masculino de Nuestra Señora de Gracia, que acoge a unas hermanas franciscanas de las que tenemos dudas que hayan dado el paso del beaterio a la regla. Cuando Lucía muere a los cuarenta años, en 1570, y es enterrada a la derecha del altar mayor de Nuestra Señora de Gracia, su hagiógrafo nos dirá: "porque como aún no tenían velo monacal ni prometían clausura, tenían en aquel lugar su asiento para en vida y su entierro para en muerte, donde así ellas como otras muchas descansan y reposan en el señor". La beata Lucía descansaría así, junto a sus compañeras, en la misma iglesia que muy probablemente ayudó a edificar su abuelo, el cantero Pedro de Oma.

Isabel Rodríguez es una mujer de transición. Es treinta años más vieja que Lucía Valderrama; ha nacido con el siglo, en 1500. Decimos que es de transición pues es una conversa, que ha visto a varios familiares condenados por la Inquisición y que busca la aceptación en la iglesia con el rigor de su profesión monacal y es de transición porque recorre las diferentes etapas del franciscanismo femenino en San Clemente: del beaterio a la regla de la Tercera Orden, de la Tercera Orden Regular a la clausura. Abandona el vestido por el sayal y los zapatos por las alpargatas. En ella, hay un deseo sincero por apartarse del mundo e imitar el modelo de Cristo, a veces un poco histriónicamente, dándose bofetadas y puñadas hasta sangrar, y mortificando su cuerpo con los ayunos. Pero Isabel Rodríguez es ya una organizadora, que trata de imponer a sus compañeras unas reglas y hábitos de conducta. Hemos de imaginar la vida de estas primeras monjas un tanto desarregladas, la cama podía más que el desperezarse y las ganas de vivir más que la oración. Isabel, con su ejemplo, impondrá a sus compañeras la nueva vida: "fue de mucha oración y vigilia y no solo se contentaua con esto, más aún, como era ella la que se levantaua primero en todo el convento, yua a las camas de todas y despertándolas las dezía: 'ea señoras, levántense a loar al Señor'". Cuando muere con setenta y siete años en 1577, el mundo ha cambiado completamente y el San Clemente libertino que la vio nacer también: España ha abrazado el rigor de la reforma trentina de la Iglesia y San Clemente ha visto levantarse, ya finalizado entre 1570 y 1575, las paredes verticales y continuas del monasterio de la Asunción de la Madre de Dios, destinado al encerramiento y clausura de las monjas.

Catalina Ortiz, natural de San Clemente, es la última de nuestras protagonistas. Monja durante veinte años, llevó el rigor de su profesión hasta sus últimos extremos: sayal, sin camisa y con cilicio, descalza de pies, salvo un pedazo de zapato que se ponía en uno de ellos para "yr haziendo un poco de estruendo cuando andaua, especialmente quando había gente forastera que la podían ver". Sus veinte años de profesión religiosa debieron coincidir con los veinte años que tardó la construcción del monasterio de la Asunción de San Clemente, gracias al apoyo pecuniario de Isabel de Pedrola, y que se llevaría a cabo entre los primeros años de la década de 1560 y los inicios de la década de 1570. Catalina fue la guardián del convento, pues permaneció en él durante toda su construcción, soportando rigores e inclemencias del tiempo, durmiendo en el hueco de una escalera, en una concavidad, cual "pesebre de Cristo", que únicamente abandonaría para acomodarse en "pesebre" similar en el coro bajo ya finalizado, desde donde podía contemplar y velar el Santísimo Sacramento. Por cabecera de su lecho tenía una piedra, si bien pronto cambió el estar tendida por vivir y dormir de rodillas; es decir, su vida despierta era dedicación continua al rezo y la lectura, que, por deseos de imitación de los sufrimientos de Cristo, se limitaba a la Pasión. Lo suyo era dar el ejemplo más sacrificado, mientras las monjas ya llegadas al nuevo monasterio de la Asunción hacia 1575, evitaban el rigor de los fríos inviernos sanclementinos al calor de la lumbre, Catalina se aproximaba la fuego para colocarse allí donde el humo se hacía irrespirable y si abandonaba el calor del hogar era para salir a los campos nevados y andar descalza. Al parecer, en esto intentaba superar a su vecina Guiomar del Castillo, clarisa profesa en Huete, hija del fundador de Nuestra Señora de Gracia y otra de esas santas que nunca la Iglesia reconoció. Andaba con sayal roto y remendado, su alimento era pan y agua, acompañado de alguna hoja de lechuga. A pesar de que su existencia final coincide con los malos años de la década de 1580, no hemos de pensar que su frugalidad alimentaria fuera fruto de la necesidad, pues cada una de las monjas isabelas tenía asignada su ración diaria, pero la pobre Catalina, con licencia de la abadesa, la regalaba a los pobres de su pueblo. Es cierto que en el comer, penurias también pasaban las novicias, que, en lo que era costumbre instituida, no comían en mesa sino en tierra y, en gesto de humildad, besaban los pies al resto de las monjas mayores, pero Catalina Ortiz, actuando como una novicia más, se exigía las mismas obligaciones. Sin embargo, Catalina no era monja mustia ni severa, gustaba el cante con su voz ronca, aunque fuera el "Santus, santus" que oyó Isaías y se regocijaba bailando en torno al brocal del pozo del claustro del monasterio las noches despejadas y cielo abierto en alabanza de la "eterna belleza del Creador". Su hagiógrafo, inmisericorde, hablará de "espiritual sarao... ayudando a los ángeles a medianoche a celebrar los maytines" para describir las visiones, en su frenesí, de Catalina, que veía en el Cielo a los ángeles festejando a Dios. Fiesta que ella, imitándola, traía aquí a la Tierra. Catalina gozaba del Cielo en la Tierra: "Y así a mi quenta los malos tienen infierno y medio, y los buenos Gloria y media. Media gloria en esta vida y entera en la advenidera". Catalina era mujer que hacía convivir la alegría con el dolor en su cuerpo, pues del baile pasaba a coserse el pecho con aguja e hilo. Sus excentridades causaban estupor y admiración entre las monjas, que reconocían su auctoritas por encima de esa otra de la abadesa: "en ella hablaua la vida, en la abadesa el oficio". Era tal su ascendencia sobre el resto de las hermanas que le llamaron "la columna del convento". Catalina Ortiz murió el sábado siguiente a Pentecostés de 1580, había nacido en 1518. Su cuerpo será enterrado en el monasterio de la Asunción de la Madre de Dios de San Clemente, donde había profesado y velado por su construcción desde sus inicios como edificio conventual.


BNE, B 20 FRA (RESERVADO), fols. 161-166

PD.: creemos que Catalina Ortiz tiene relación con los Ortiz de Villarrobledo 

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