Ana de Molina es hija de Alonso Núñez de Molina y Juana Núñez, reconciliados, vecinos de Cuenca, cuyo San Benito está en dicha ciudad y donde el apellido ay los sanbenitos siguientes: Alonso López de Molina, judayçante quemado, Alvaro de Molina, judayçante quemado, Aldonça la de Fernando de Molina, judayçante reconciliada, Catalina de Molina hija de Hernán López de Molina, judayçante quemada, Constança, mujer de Francisco de Molina, jurayçante reconciliada, Diego de Molina, padre de Álvaro de Molina, judayçante quemado, Juana de Molina, judayçante quemada, María Alonso, mujer de Alonso de Molina, judayçante reconciliada, Ysabel de Molina, mujer de Juan de Molina, judayçante reconciliada, Ysabel, mujer de Hernán López de Molina, judayçante reconciliada, Ysabel, mujer de Juan de Molina Calacarrecio, judayçante reconciliada, Juana Núñez, mujer de Alonso Núñez de Molina, escribano, judayçante reconciliado
no te ensoberbezcas que ahí vendía aceite tu abuelaA este olvido contribuyó su condena inquisitorial en 1499, condena leve, pero que le obligó a abjurar de Levy y a hacer penitencia en Belmonte. A la memoria de nuestro alcaide Hernando del Castillo no ayudaba su matrimonio con Juana de Toledo, hija de un famoso judío en su tiempo,el doctor Franco, y de cuya memoria renegaba su propio hijo Diego del Castillo que pretendía por madre una hija de don Alvaro de Luna.
Pero Hernando del Castillo siempre calló sus orígenes, por recelo hacia sus enemigos, sin duda; aunque también por considerarse a sí mismo un hijo de sus obras, que había ganado su posición social por sus obras. Y es que la figura de este hombre, nacido hacia 1420 y muerto en 1501, se asemeja poco al caballero bajomedieval y tiene más de condotiero del Renacimiento. Como caballero medieval pretendía haber ganado tal título en Pinos Puente, en una de las guerras de Granada; como condotiero, fue un intrigante, que, cómo el mismo decía, no había familia en la comarca que no lo odiara por haber colgado o acuchillado a alguno de sus familiares. Pero un condotiero con ambiciones de separase de la fidelidad debida a sus señores, los marqueses de Villena. A las donaciones de los marqueses, tierras y molinos, sumó los propios botines de sus escaramuzas guerreras para ampliar su hacienda a costa de las tierras de familias como los Valverde o los García. Se decía que al final de su vida poseía hasta trescientos pares de mulas.
Alcaide de Alarcón durante más de un cuarto de siglo; hoy no queda memoria del nombre del alcaide de Alarcón en esta villa. Ni una plaza ni una calle. Si buscamos la mejor habitación de su parador nos darán una que por nombre llaman del "marqués de Villena". !Qué injustos somos con el pasado! Don Diego López Pacheco raramente se pasaba por Alarcón y la pequeña corte de su padre, que era la de su madre María de Portocarrero, prefería deambular de Belmonte a San Clemente y el Castillo. La torre del homenaje de la fortaleza de Alarcón era la residencia de Hernando del Castillo; el espacio que hoy pretenciosamente ocupan los hospedados en la suite "marqués de Villena" no es sino la residencia habitual de Hernando del Castillo, que tal como reconocía ante los inquisidores en 1498, era una morada llena de angosturas, muestra de la austeridad de su vida. Nuestro enfermo alcaide, allá por los años sesenta, incluso encontraba por más cómoda la cabañuela que el físico judío Symuel había levantado a los pies de la torre para cumplir con los obligados preceptos de buen judío. Se dijo que doña Juana de Toledo y una de sus hijas perfumaban de orines la cabaña del judío desde lo alto de la torre, pero esa evacuación de excrementos debía ser práctica habitual.
Ni una placa que rememore a Hernando del Castillo en la villa de Alarcón, insistimos, cuando estamos ante la figura de uno de los conquenses más ilustres de la prosaica historia de esta provincia. Ni una calle que recuerde su nombre en la villa de Alarcón, cuando la propia villa de Alarcón le debe su existencia tras la guerra del Marquesado. Allá, en la concordia que firmó don Diego López Pacheco con los Reyes Católicos el uno de marzo de 1480, estaba presente el alcaide de Alarcón. No pudo salvar al entero su hacienda y perdió parte de ella, aunque Perona la intentó mantener por una fuerza contestada por los sanclementinos; pero salvo los términos de la villa de Alarcón, que por privilegio real de 25 de marzo de 1480 salvo la propiedad de las dehesas que se extendían por el sur, al lado de la ribera del Júcar y hasta los límites actuales de Albacete y un poco más allá, Tarazona y Villalgordo incluidos. Alarcón no perdió sus términos ni por guerras ni por sentencias, sino por el sencillo empuje de unos aldeanos jareños que roturaban sus dehesas y las convertían en tierras de pan llevar. Lo hacían con el dinero que les prestaban los Castillo a censo para comprar las semillas y los útiles de labranza necesarios; dinero que recuperaban como renta y como maquila en sus molinos del Júcar. Esos labradores también veían usurpados parte de sus beneficios como diezmos pagados a las cinco iglesias de Alarcón. O es que alguien piensa que la exuberancia de Santa María de Alarcón es deudora de los recursos de una villa de poco más de doscientos vecinos.
Alarcón debe su esplendor a unos labradores del sur, como les debe su ruina. Esos labradores de Quintanar, la Jara o Tarazona mudaron su condición de renteros en propietarios paulatinamente. El dinero del sur dejo de fluir para llenar las arcas de la villa de Alarcón. El legado del viejo alcaide de Alarcón era demasiado grande para ser sustentado durante mucho tiempo por sus incapaces hijos y nietos, que no veían intereses más allá de la tierra o villa donde se avecindaban. Su legado cayó en el olvido, como ha caído en el silencio de los tiempos su figura. Tal vez algún día, al visitar Alarcón, el primer nombre que salga de los labios de los guías turísticos sea el de Hernando del Castillo y no ese otro de los marqueses de Villena, si no es para recordar a un suplicante Diego López Pacheco, que, suplicante, acudía ante nuestro alcaide para salvar sus estados.