En la mitad de la centuria del quinientos, los gobiernos
municipales estaban cayendo en manos de oligarquías cerradas. No es que antes
fueran ayuntamientos abiertos, pero ahora el poder local era pretendido ser
monopolizado por algún apellido afortunado. Era el caso de Castillo de
Garcimuñoz, donde Francisco Melgarejo quería hacer valer su fortuna, estimada
en cincuenta mil ducados, para controlar el poder municipal. El clan Melgarejo
pasaba por ser uno de los más ricos de toda la comarca, además del citado
Francisco, su madre poseía una fortuna de veinte mil ducados, y los hermanos
Diego y Valeriano de ocho a diez mil cada uno. Claro que una cosa era la
ambición de los Melgarejo y otra la realidad de unas enemistades y odios
soterrados, que afloraban tan pronto como esa ambición despuntaba. Si las
ambiciones de los Melgarejo para hacerse con el señorío de Valera de Yuso tuvo
que ceder ante la rama sanclementina de los Castillo, el intento de ver
reconocida su posición económica con el reconocimiento social en su pueblo,
Castillo de Garcumuñoz, chocó con la oposición de las familias de la villa, que
enseguida recordaron la ascendencia judía de la familia.
Fue en febrero de 1569, cuando siguiendo la tradición de los
libelos, que por lo que vemos eran más comunes de lo que se pueda pensar, y así
lo reconocía nuestro testigo Pedro de Liébana, cuando al ayuntamiento del
Castillo de Garcimuñoz llegó una carta cerrada desde la Corte con graves
injurias contra Francisco Melgarejo y su familia:
“que se extendió tanto la malicia en la dicha villa que
puede aver ocho o nueve días poco más o menos tiempo que echaron una carta
cerrada e sellada con un sobre escripto para el ayuntamiento de la dicha villa
del Castillo con dos reales de porte, la qual echaron en los poyos plaços de la
audiencia de la dicha villa que es el más público lugar de la dicha villa la
qual carta venía enviada como de la
corte de su magestad e se dize públicamente en la dicha villa que lo que la
carta conthenía eran muchas ynjurias contra los dichos melgarejos e otras
personas de la dicha villa que según dizen los que avían oydo leer hera que
dezían que los dichos melgarejos el dicho Francisco Melgarejo e los demás de
sus debdos thenían más de conversos e judíos que de hidalgos”
Aunque la carta iba cerrada, hubo quién, cuyo nombre
delataremos después, tuvo la idea de llevarla a la iglesia del convento de San
Agustín, donde se leyó, ni más ni menos que cuatro veces, ante una gran
concurrencia de vecinos, que se encargaron por el boca a boca de propagarla por
todos los pueblos de la comarca. O eso decía algún testigo, confundiendo la
rumorología con la verdad, pues la lectura había sido más restringida y la el
escaso celo en guardar el secreto la causa de su divulgación.
El licenciado Melgarejo había ido a la Corte, dos meses
antes, a traer una provisión real que facultaba a los hidalgos para entrar en
los oficios concejiles de la villa. La vuelta con la provisión sentó mal en el
pueblo, con improvisadas juntas de vecinos, murmuraciones y apelaciones a poner
en conocimiento del marqués de Villena la alteración de la elección de los
oficios concejiles. El sacristán Alonso de Villarreal la vio y entregó al
escribano de Castillo de Garcimuñoz, Alonso Calero, acabando la carta en manos
del alcalde Ambrosio de Alarcón, quien es de suponer que tenía pocas simpatías
a los Melgarejo, pues fue él quien la divulgó. Las acusaciones de la carta eran
tan comunes como reales en la época; la ascendencia judía disimulada y el
soborno de testigos para conseguir ejecutorias de hidalguía eran prácticas
habituales, no era tan común atreverse a propagar públicamente estas verdades. El
caso es que todos decían haber jurado para no contar las “cosas malas” que
decía la carta, pero todo el mundo conocía el texto. Ambrosio Alarcón reunió en
el claustro del convento de San Agustín a varios vecinos del pueblo para leer
la carta, bajo juramento de no desvelar su contenido: el bachiller Valenzuela,
alcalde ordinario, Felipe de Guadarrama, escribano, Alonso de Piñán, regidor,
Miguel de Portilla, teniente de alguacil, y fray Cristóbal de Caballón, prior
del convento de San Agustín. La lectura de la carta en lugar sagrado era
intencionada, de l mismo modo que la lectura bajo juramento de no divulgarla en
el ayuntamiento, lugar público.
La vida social de Castillo de Garcimuñoz transcurría a
mediados del siglo XVI en torno a sus edificios emblemáticos, pero el castillo
parecía ajeno. Los hombres se reunían en el claustro del convento de San
Agustín o a la entrada de la iglesia de San Juan, aunque el lugar predilecto de
sociabilidad era la plaza pública, donde residía el ayuntamiento. Allí, sus dos
alcaldes impartían justicia en una sala que se abría a la plaza, separada
únicamente del exterior por una verja y dotada de una puerta para el acceso. En
el interior de la sala, llamada portal por los vecinos, estaban los llamados
“poyos plazos”, unos asientos de madera, donde se celebraba la audiencia de los
juicios ante el alcalde ordinario y el escribano. Desde esta sala se subía por unas escaleras a
un corredor superior, que daba a una sala donde se reunía el concejo de la
villa en reunión ordinaria todos los viernes, amén de las sesiones
extraordinarias; no faltaba un archivo dotado con cajones para guardar los
privilegios y actas de la villa y, en la sala de reuniones, un brasero, donde
se solían quemar las cartas y papeles más comprometidos. El ayuntamiento
contaba con un reloj mecánico que marcaba los tiempos de la vida del pueblo y
al que cada mañana Alonso de Villarreal, que compaginaba el oficio de sacristán
con el de portero del ayuntamiento, controlaba su correcto funcionamiento,
adobaba y regía, se decía. Alonso se daba por cargo el regir el reloj, orgullo
del pueblo, y cada mañana acudía al ayuntamiento con su llave para esta misión.
El caso es que Francisco Melgarejo fue cerrando el círculo
para arrinconar a sus enemigos. Logró ante el gobernador Hernández de Cuéllar
la prisión de Alonso Villarreal que encontró la carta, la de Gonzalo y Jerónimo
Inestrosa, padre e hijo, que habían depositado la carta la noche de antes y
que, caso de Gonzalo, se enfrentó a espadazos con Francisco Melgarejo, eran suegro
y yerno, en el corredor de la primera planta del ayuntamiento, aunque la cosa
parece que no llegó a más, quizás por la superioridad de los Inestrosa,
apoyados por un negro, propiedad de la familia. Gonzalo de Inestrosa era de la
opinión, anterior al libelo, que la concesión de la mitad de los oficios a los
hidalgos era contraria a la nobleza de la villa, en tanto entraban en los
cargos concejiles personas de dudosa reputación, en expresa mención a los
Melgarejo. Las acusaciones de Francisco Melgarejo iban directas contra su
suegro Gonzalo de Inestrosa, presentando incluso manuscrito del mismo para
cotejar con la letra de la carta que ni aparecía ni nadie desvelaba su
paradero. La realidad era que todos querían zanjar el asunto ante un indignado
Francisco Melgarejo que pedía la pena de muerte para los difamadores. Pero los
hombres más respetados del pueblo, como el regidor e hidalgo Alonso Piñán y Salazar,
el regidor Juan de Liébana, el alcalde Valenzuela o el licenciado y médico
Núñez guardaban silencio. Curiosamente tanto Inestrosa como Melgarejo eran
hidalgos, aunque estos últimos habían conseguido la ejecutoria hacía poco.
Teóricamente una provisión de reserva de la mitad de los oficios debía
beneficiar a ambos, pero la realidad es que los Inestrosa veían la presencia de
los Melgarejo como una intromisión. Es posible que lo que se estaba poniendo en
cuestión era el régimen de lo veinticuatro establecido en 1493, aunque por los
nombres que nos aparecen este régimen de gobierno, fundado en el fuero de Sevilla,
estaba muy adulterado, de la reserva de las viejas familias a los oficios, se
había pasado a la presencia de muchos advenedizos, y los Melgarejo, sin ser
tales, eran los más peligrosos.
Los Melgarejo, se decía en Castillo de Garcimuñoz, que tanto
tenían de conversos como de hidalgos. Y es que en el pueblo nadie quería
remover viejos asuntos turbios de sangre, en los que todos tenían algo que
temer, en expresión de un exculpatorio testigo “a los Melgarejo no les tocaba
de sangre judía sino el cabo de las agujetas”. En tanto unos se empeñaban en
tapar, otros propagaban a los cuatro vientos. La carta en posesión de Ambrosio
Alarcón era tal cerilla junto a barril de pólvora, pues el alcalde la leía y
releía por las calles del Castillo de Garcimuñoz. Y es que Ambrosio de Alarcón
no daba descanso a los Melgarejo. El veintiocho de febrero de 1569, diez días
después de la primera carta, Ambrosio interrumpió en plena misa, en el convento
de San Agustín, al hombre del marqués de Villena en el Castillo, el gobernador
Hernández de Cuéllar: otra carta había aparecido tras la verja de la sala de
audiencias del ayuntamiento. El gobernador no dudó, mandando quemar la carta
sin abrirla, pero la curiosidad de los presentes, Ambrosio Alarcón, el regidor
Piñán y el escribano Calero pudo más; no había lumbre a esas horas y poco
costaba leer el escrito, pero esta vez la carta estaba en blanco, pues se
trataba de una broma de mal gusto. En blanco o no, daba igual. En Castillo de
Garcimuñoz era imposible guardar los secretos, a la noticia de la nueva carta
habían acudido varios vecinos del pueblo enterados de la súbita aparición y
como cada cual entendía lo que quería entender nuevos rumores se extendieron
por el pueblo. La rumorología en Castillo de Garcimuñoz tenía como lugares de
propagación los edificios religiosos. El gobernador Cuéllar desconfiaba del
fervor religiosos de las autoridades; los principales sospechosos de la autoría
de la carta habían sido vistos el dieciocho de febrero en la iglesia de San
Juan, la claustra del convento de San Agustín, la iglesia de Nuestra Señora de
la Concepción y el cementerio anejo a esta última iglesia. Incluso Gonzalo de
Inestrosa decía haber recibido las primeras noticias de la carta por su mujer,
presente en la iglesia de San Juan, oyendo misa.
Mientras unos jugaban a juegos peligrosos, Gonzalo de
Inestrosa trataba de erigirse en defensor del buen gobierno de Castillo de
Garcimuñoz, reconviniendo a su yerno Francisco Melgarejo, para que no alterase
los oficios concejiles de la villa: “porque era poner a fuego a esta república
y destruir las conciencias de ella y hacer año en las haciendas”. Junto al
prior de San Agustín, Pedro de Arboleda y el licenciado Meléndez intentaban
sosegar la república. Viejos conceptos de hombres viejos, en las antípodas de
nuevas generaciones que veían el poder y la riqueza un fin en sí mismos.
Mientras Melgarejo estaba para pocos compromisos, habiendo conseguido la cárcel
de Gonzalo de Inestrosa y su hijo Jerónimo, primero en la sala del ayuntamiento
y luego en casa de Catalina Tapia, aunque su pretensión era meter a su suegro
en la cárcel pública. Si era el mentor ideológico de los opositores a sus
ansias de dominar la república de Castillo de Garcimuñoz poco importaba que
fuera o no el autor material de los hechos, era culpable.
AGS, CRC, LEG. 215-3